Así interpretaban los antiguos griegos y romanos los grandes desastres: advertencias del Olimpo

Cuando la tierra tiembla o el mar se retira para luego arrasar con todo, los humanos reaccionan como lo han hecho desde siempre: buscando sentido. En la Grecia y la Roma antiguas, las catástrofes naturales no eran solo fenómenos físicos, sino manifestaciones de la voluntad divina. Los dioses no eran espectadores: eran protagonistas. Terremotos, tsunamis, erupciones o inundaciones eran, en este marco, advertencias, castigos o expresiones del caos que amenazaba el orden establecido. Así lo analiza el clasicista Konstantine Panegyres en un detallado artículo publicado en The Conversation, en el que muestra cómo los antiguos integraron estos fenómenos en su visión del mundo, sus textos mitológicos y su vida pública.

El caso de Helike

Uno de los ejemplos más impactantes es el caso de Helike, una ciudad del norte del Peloponeso que fue completamente engullida por el mar hacia el año 373 a.C. Según los relatos transmitidos por historiadores y geógrafos de la época, como Diodoro Sículo o Estrabón, Helike desapareció tras un potente terremoto seguido de una enorme ola. Los supervivientes afirmaron que la ciudad había sido destruida por Poseidón, el dios del mar y de los seísmos, enfurecido porque sus habitantes habían expulsado un grupo de embajadores procedentes de su templo. La desaparición fue tan impactante que los restos de la ciudad sumergida fueron visitados incluso siglos después, como recuerda Pausanias en el siglo II d.C. Este relato perduró en el imaginario colectivo como una advertencia sobre el poder destructivo de los dioses cuando se quebraba el pacto con los mortales.

Más ejemplos

El vínculo entre desastres naturales y la voluntad de los dioses no era exclusivo de Grecia. En Roma, autores como Tito Livio o Cicerón documentan cómo terremotos o prodigios meteorológicos eran leídos como malos augurios. En tiempos de crisis política o militar, el Senado ordenaba rituales de expiación, sacrificios o festivales religiosos para aplacar la furia divina. Un terremoto podía servir de argumento para cancelar elecciones, declarar días nefastos o reforzar el poder de quienes se presentaban como intérpretes legítimos de la voluntad divina. La naturaleza, en este contexto, era una fuerza moralizante, y sus sacudidas servían tanto para alertar a la población como para legitimar decisiones políticas.

Pero Panegyres subraya que esta cosmovisión no se limitaba a interpretaciones religiosas: estaba integrada en la literatura, el arte y la retórica. Terremotos y tsunamis eran también metáforas del cambio. En la tragedia griega, los temblores expresaban el derrumbe del orden; en los discursos políticos, ilustraban la magnitud de una traición o el impacto de una derrota. La destrucción de Helike, por ejemplo, se convirtió en símbolo de la fragilidad de las ciudades-estado, incluso siglos después de su desaparición. El relato de la catástrofe convivía así con su reinterpretación simbólica, en una cultura obsesionada con el equilibrio entre cosmos y caos, entre lo divino y lo humano.

En ese contexto simbólico también encaja otro célebre mito griego: la Atlántida. Tal como lo relató Platón en los diálogos Timeo y Critias, la Atlántida fue una civilización poderosa y avanzada que desapareció “en un solo día y una noche terribles” como castigo de los dioses. Aunque la existencia real de la Atlántida es objeto de debate, su relato refleja los mismos patrones que el caso de Helike: una comunidad arrogante, una falta moral y una destrucción súbita por vía del mar. Algunos investigadores han sugerido incluso que Platón pudo inspirarse en desastres reales, como la erupción de Thera (actual Santorini), ocurrida en el siglo XVII a.C., que afectó profundamente a las culturas del Egeo. El mito se convierte así en eco de una memoria sísmica arraigada en el paisaje mediterráneo.

En la cultura japonesa

Esa lectura del desastre como ruptura del orden divino se repite en otras culturas antiguas. En Japón, por ejemplo, la mitología sintoísta atribuye los terremotos a los movimientos de Namazu, un siluro gigante que vive bajo tierra y que es contenido por el dios Kashima. Si Kashima se distrae o pierde su fuerza, Namazu se agita y la tierra tiembla. Como en Grecia, no se trata de una simple superstición, sino de una explicación coherente dentro de un sistema religioso que mezcla cosmología, moral y naturaleza. El equilibrio depende del control divino. Su pérdida, del castigo o la negligencia. En todas estas tradiciones, la naturaleza hablaba con voz propia, pero también con mensaje divino.

Más que un recurso literario

El uso del mito como explicación de catástrofes reales no era solo un recurso narrativo, sino también una forma de procesar el trauma colectivo. Según Panegyres, estos relatos ofrecían a las comunidades una manera de reconstruir el sentido del mundo cuando todo se venía abajo. Al encuadrar el desastre en un relato moral, se restablecía cierto orden: el caos tenía causa, y esa causa podía entenderse, corregirse o al menos integrarse en la memoria compartida. La comunidad encontraba consuelo en la creencia de que el desastre no había sido en vano, sino parte de una lógica más amplia, inteligible, aunque dolorosa.

Hoy, gracias a disciplinas como la geoarqueología, sabemos que varios de los relatos transmitidos por los antiguos no eran invención, sino reflejo de eventos sísmicos y marinos documentables. La destrucción de Helike, por ejemplo, ha sido confirmada por excavaciones submarinas que han hallado restos de construcciones bajo capas de sedimentos costeros. De este modo, la historia mítica se entrelaza con la historia material: los antiguos hablaban de dioses, pero lo que vivieron fue real. Como señala Panegyres en su artículo, “el mundo antiguo asumía que los dioses hablaban a través de la tierra y el mar; nosotros, quizá, deberíamos aprender a escuchar lo que la naturaleza nos está diciendo ahora”.