El Nilo iba a tragarse Abu Simbel y una mujer convenció al mundo para evitarlo: así rescató Christiane Desroches Noblecourt el gran templo de Ramsés II

Héctor Farrés

22 de junio de 2025 14:30 h

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Cientos de bloques de piedra, tallados con relieves de dioses y faraones, se alineaban sobre una planicie polvorienta a orillas del Nilo. No era una excavación arqueológica ni una restauración parcial, sino una operación a contrarreloj.

A pocos metros, las aguas del embalse recién creado por la presa de Asuán empezaban a ascender, empujadas por una obra hidráulica que transformaría para siempre el sur de Egipto. En medio de esa escena, las estatuas colosales de Ramsés II habían sido seccionadas, embaladas y reubicadas en camiones. Lo que se preparaba entonces no era una simple mudanza: era el mayor rescate patrimonial del siglo XX.

Una historiadora del Louvre logró que el mundo escuchara la llamada de auxilio

Egipto ya había iniciado su apuesta por el desarrollo con la construcción del Sadd el ‘Ali, una presa que prometía controlar las crecidas del Nilo, mejorar la producción agrícola y suministrar energía al país. La contrapartida fue inmediata: la región de Baja Nubia, entre Egipto y Sudán, quedaría anegada bajo un lago artificial de más de quinientos kilómetros de largo. Con ello, decenas de templos milenarios quedaban condenados a desaparecer bajo el agua.

La primera alarma la dio el propio ministro de Cultura egipcio, Sarwat Okasha, que planteó la necesidad de actuar con urgencia. Para ello, recurrió a la figura de Christiane Desroches-Noblecourt, curadora de Antigüedades Egipcias en el Museo del Louvre y experta reconocida en el campo.

Su implicación resultó determinante. Conocía la región, hablaba árabe con fluidez y contaba con una red internacional de contactos que acabaría siendo decisiva. No solo asumió un papel técnico, también se convirtió en el rostro diplomático del proyecto ante la UNESCO, los gobiernos y los medios.

Con el respaldo de la organización internacional, Desroches-Noblecourt lideró la elaboración de un censo arqueológico y propuso una solución que entonces parecía desproporcionada: trasladar los templos de Abu Simbel piedra a piedra hasta una ubicación segura. Su capacidad para movilizar apoyos convirtió lo que parecía una quimera en una operación real.

Las primeras reuniones técnicas revelaron la magnitud del desafío. Los ingenieros señalaron que los bloques tallados en arenisca, de hasta treinta toneladas, podían fracturarse con el más mínimo error. La propuesta inicial, defendida por arquitectos italianos y suecos, consistía en cortar los templos en secciones y reconstruirlos a 75 metros de altura, en una meseta cercana al emplazamiento original.

La locura de mover un templo entero acabó convirtiéndose en una proeza técnica

A lo largo de 1964, más de 2.000 trabajadores se turnaron para desmontar y transportar las piezas. Entre ellos se encontraban canteros de Carrara, especializados en mármol, que adaptaron sus herramientas para no dañar los relieves. El proceso se prolongó durante cuatro años. Cada estatua, columna o fragmento fue numerado, embalado y reensamblado como si se tratara de un gigantesco rompecabezas.

La financiación de la operación, que superó los 80 millones de dólares, se consiguió gracias a una campaña internacional lanzada por la UNESCO en marzo de 1960. Más de cincuenta países contribuyeron con fondos y asistencia técnica. El momento decisivo llegó cuando Jacqueline Kennedy logró que su marido, el presidente John F. Kennedy, autorizara el apoyo financiero de Estados Unidos. Esa ayuda desbloqueó las aportaciones de otras potencias.

Según recoge el documental producido por la UNESCO en el 50º aniversario del proyecto, las autoridades egipcias se comprometieron a que la nueva ubicación respetara las condiciones originales. Eso implicaba, por ejemplo, mantener la orientación del templo mayor de Ramsés II, para que la luz del sol continuara penetrando en su santuario dos veces al año, los días 22 de octubre y 22 de febrero.

El arquitecto francés Jean-Philippe Lauer explicó en sus memorias que uno de los retos más complejos fue lograr ese efecto sin margen de error: “La estructura debía alinearse de forma que el haz solar alcanzara las estatuas como ocurría antes, y eso dependía de un cálculo astronómico delicado”.

Abu Simbel se salvó porque alguien se negó a aceptar que debía hundirse

La operación concluyó en septiembre de 1968. Abu Simbel quedó instalado en una colina artificial reforzada con una cúpula de hormigón, oculta tras una fachada que replicaba la montaña original. Ninguna pieza quedó dañada.

En ese momento, René Maheu, director general de la UNESCO, declaró que “gracias al esfuerzo mancomunado de todos nosotros, helo aquí, a salvo, intacto y listo para reanudar, sobre la barca de Amón, vuestro viaje a través de los siglos hacia el sol naciente de cada mañana”.

Con su perseverancia, Christiane Desroches-Noblecourt consiguió unir a gobiernos que apenas cooperaban entre sí, forjar alianzas inéditas y dar forma a un modelo de salvaguarda patrimonial que sigue vigente.

Su figura, a menudo eclipsada en los discursos oficiales, fue el motor discreto pero firme que sostuvo el proyecto de principio a fin. Abu Simbel sobrevivió porque alguien se negó a contemplar su pérdida como una opción.