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No está claro si dan risa o miedo: perfiles semanales con mala leche de los que nos mandan (tan mal) y de algunos que pretenden llegar al Gobierno, en España y en el resto del mundo.

Manolis Glezos, un héroe griego para frenar a Alemania

Manolis Glezos y Mikis Theodorakis, en el Parlamento griego en enero de 2012. Foto: Pantelis Saitas/EFE.

Ramón Lobo

(Recomiendo leer este perfil con música de Mikis Theodorakis; quizá del célebre concierto de Atenas en octubre de 1974, tras la caída de la dictadura de los coroneles. Eran tiempos de gran emoción; o la maravillosa versión de ‘O Kaimos’ junto a Yannis Parios).

Conocí a Manolis Glezos (Naxos, 1922) en una cafetería de Kalamata en agosto de 2007, tras los incendios del Peloponeso. Tiene el aura de los elegidos, de los imprescindibles. Si lo hubieran escondido en una manifestación de cien mil personas habría sabido al instante que solo aquel tipo enjuto, rocoso, a mitad de camino entre Mario Benedetti y Rafael Alberti, tenía los arrestos para encaramarse al Partenón de Atenas y arrancar la bandera nazi. Aquella acción, llevada a cabo en la noche del 30 de mayo de 1941 junto a su amigo Apóstolos Santas, ambos de poco más de 19 años, fue la señal patriótica, la mecha que activó la resistencia armada griega contra la Alemania de Hitler. Hoy, casi 74 años después de aquella gesta, Glezos permanece incorruptible, fiel a sus principios.

La inquietabilidad de Glezos reside en su cabezonería ética. También está emparentada con la del presidente uruguayo José Mujica. Coinciden en la sencillez vital, en el atuendo descuidado, que no desarreglado, un verbo preñado de sentido común y en la honestidad de quienes han vivido muchas vidas de lucha para que los demás tengamos el privilegio de tener una de decencia. Somos sus deudores, igual que la Alemania de Angela Merkel, de nuevo en guerra santa contra todo lo griego que no sea de su gusto.

Este icono de la lucha por las libertades y la justicia es el eurodiputado de más edad (92 años) en el Parlamento de Estrasburgo. También fue el candidato más votado en Grecia: más de 430.000 papeletas en la lista de Syriza, su partido. Quizá porque la vida es circular y puñetera debe compartir cámara con neofascistas y neonazis, sean franceses, húngaros o griegos de Amanecer Dorado. Quizá su misión sea la de ser vigía en el palo mayor, el encargado de dar la alerta ante la intolerancia, la xenofobia y el totalitarismo.

Lo he traído aquí, como tipo inquietante, porque lo es, y en grado sumo, para la canciller Merkel, su inflexible ministro de Economía, Wolfgang Schäuble –que sonríe menos que Netanyahu, que ya es decir–, y el presidente de la Comisión Europea (CE), Jean-Claude Juncker. Este tenía más gracias cuando le apodaban Míster Euro durante su etapa de presidente del Eurogrupo, antes de ascender a Míster LuxLeaks, ya saben: jefe de un paraíso fiscal. ¡Qué fácil es predicar rigor fiscal con una mano y permitir el saqueo de los deberes fiscales con la otra!

Siempre me gustó más Jacques Santer, tan luxemburgués como Juncker. A Santer le llamaban Míster Digestive por su afición a los snaps, una especie de orujo capaz de calentar motores y neuronas de forma simultánea. Entre Santer y Juncker no hay color; el primero te lleva de copas; el segundo, te roba la cartera.

He escogido a Glezos porque Grecia va a estar en los titulares del miedo durante el mes de enero; es la cuesta del antiperiodismo y la antipolítica. Ya han empezado el coro de los cenizos: que si gana Syriza, Grecia podría salir del euro (Berlín dixit), que si las propuestas radicales de Syriza hundirían las bolsas, que si los populismos y esas cosas. Los que mandan en esta Europa de los mercaderes no quieren sorpresas, ni caras nuevas, como recordaba el domingo Soledad Gallego-Díaz en un gran texto en El País. Los mandamases de la UE solo exigen ajuste, disciplina, obediencia, una sola voz. Lo llaman democracia; lo llaman estabilidad. Los que están establemente jodidos en Grecia y España anhelan salir de la jodienda a través de las urnas. Es una esperanza democrática.

Glezos ya no está para encaramarse al Partenón y arrancar la bandera de la troika, pero en esta era de las nuevas tecnologías nada es imposible: en un click aparecen millones de desafiantes. Motivos no faltan. Otra vez es una cuestión de soberanía y dignidad.

Me gusta este viejo cabezota porque representa la rebelión permanente, la osadía del no obedezco y lucho por lo que creo es justo. Ha estado en varias de las manifestaciones convocadas en Atenas contra un brutal ajuste (doble ajuste, uno por rescate) que ha dejado a la población empobrecida, sin derechos, sin sanidad ni pensiones dignas y más endeudada que antes. En una de esas marchas, en las que la policía lanzaba botes de humo sobre la gente concentrada en plaza Syntagma, tuvieron que evacuarle junto a Mikis Theodorakis con problemas de respiración. Uno de los antidisturbios osó agarrarle por el cuello. ¿Sabía quién era ese hombre mitad Alberti mitad Benedetti? La foto dio la vuelta al mundo, símbolo de la Grecia desmemoriada.

Nació en Apiranthos, en la isla de Naxos, en el centro del Egeo; para él, la más hermosa de todas. En ella dio refugio a la familia del portugués Otelo Saraiva de Carvalho, el hombre clave de la Revolución de los Claveles aunque a todos se nos quedara como símbolo la música de Grândola Vila Morena, de José Alfonso. Me gustan los perdedores, los derrotados por un destino injusto, los personajes que se quedan en un pliegue de la historia. A ellos nunca les corromperá el poder, sea o no revolucionario.

A los 13 años, sus padres se mudaron a Atenas para que Manolis tuviera una mejor educación. Terminó la secundaria y se inscribió en la Universidad para estudiar Economía y Comercio, pero ya estaba poseído por el ardor político. Eran tiempos de lucha antifascista y contra la ocupación del archipiélago del Dodecaneso por las tropas de Mussolini. Trató de alistarse en el Ejército, pero le rechazaron por menor de edad. Se inscribió en la Cruz Roja en Atenas y empezó a tener contactos con una incipiente resistencia. Tanto en Grecia como en Yugoslavia, los partisanos que dieron la batalla a los nazis eran comunistas, recibieron ayudas diversas, además de la URSS; también del Reino Unido de Winston Churchill. Eran la mejor alternativa.

Una vez en la ciudad de Nazaret, al norte de Israel –o de Palestina, si lo prefieren–, hablé con una mujer cuyo nombre no recuerdo. Fue una de las principales cabezas del partido comunista en 1948, que era el mismo para judíos y palestinos. Me contó cómo las mujeres del partido se echaron a las calles para evitar que la gente abandonara sus casas: “Quien se vaya será refugiado toda la vida”, les gritaban. Esa es la razón por la que hay tantos palestinos-israelíes en el norte del país. Tras escuchar sus relatos de lucha y heroísmo, le dije: “¡Cómo me gustan los comunistas cuando no tienen el poder, son tan organizados, tan efectivos! Pero luego, cuando lo conquistan, se estropea todo”. La mujer sonrió. “Siempre se cometen errores”, replicó abriendo los brazos.

Glezos es un izquierdista transversal; sus utopías, obstinación y lucha desbordan cualquier sigla. Es un tipo absolutamente libre. Cuando escaló el Partenón aquella noche junto a su amigo Santas, la esvástica solo llevaba tres días izada, los mismos que los nazis llevaban en Atenas. El robo de la bandera se conoció al amanecer, cuando prendió el día. El desafío era visible desde cualquier punto de la capital; corrieron la voz, las alegrías y las órdenes de aplicar un castigo ejemplar a los culpables. Glezos y Santas fueron condenados a muerte en ausencia, una figura legal inexistente en España. El juicio y la persecución los elevaron a la categoría de héroes.

Toda revolución, toda lucha contra un enemigo superior en armas necesita de símbolos vivos; no bastan los dioses muertos. Ellos ejercieron ese papel. A Glezos lo detuvieron los alemanes el 24 de marzo de 1942. Padeció torturas y condiciones infrahumanas que le dejaron unos pulmones castigados. Pese a ello, ahí sigue, con 92 años y fuelle para otra revolución contra los alemanes.

No fue la única detención, tampoco la única fuga. Manolis Glezos estuvo también en prisión bajo el Gobierno griego títere de los nazis. Tampoco gustó a los coroneles, que llegaron en los sesenta. Entre unos y otros pasó 11 años en la cárcel y cuatro años y medio en el exilio. En uno de esos destierros conoció a Picasso en París.

En aquella entrevista en Kalamata me confesó que le gustaba el idioma castellano, su sonido, pese a no hablarlo. Además de griego, sabe un inglés aprendido de los libros que leía en la prisión; un inglés nunca hablado que las oportunidades entre rejas son escasas. Cuando le pregunté por su secreto para vivir tanto y tan lúcido respondió: “Vivir con todas las células de mi cuerpo sin perjudicar a nadie”.

Grecia padeció una guerra civil, que de alguna forma había empezado contra los nazis. Tuvo dos etapas tras la salida de los alemanes y se prolongó hasta 1950. Las superpotencias que fueron aliadas contra Hitler disputaron las primeras fases de la Guerra Fría en terreno heleno. Sucedió algo parecido en Yugoslavia, pero su guerra civil fue simultánea a la guerra de guerrillas contra los nazis. Entre una guerra y otra, Grecia perdió el 10% de su población, cerca de un millón de personas. En el periódico The Guardian contó que la resistencia tenía minado el Hotel Grande Bretagne de Atenas para matar a Churchill al final de la Segunda Guerra Mundial, pero la orden nunca llegó. El hombre encargado de colocar la dinamita fue Manolis Glezos.

El Gobierno derechista que sustituyó a los alemanes le detuvo en 1948 y le volvió a condenar a muerte. La vitola de ser un héroe contra el nazismo le salvó del patíbulo. Desde prisión logró en 1951 el acta de diputado por la Izquierda Democrática Unida. Salió en libertad en 1954 tras una huelga de hambre. Cuatro años después le detuvieron de nuevo acusado de espiar para la URSS, un montaje. Moscú respondió con humor, algo insólito en aquellos tiempos: emitió un sello conmemorativo con el rostro de Glezos. Esa nueva detención le valió el premio Lenin de la Paz; otro toque de humor soviético. Pasó cuatro años en la cárcel durante la dictadura de los coroneles. En 1971 marchó al exilio.

La caída de los coroneles en 1974 (imprescindible ver la película Z de Costa Gravas y quedarse a leer los créditos de salida, esenciales en este caso) le permitió empezar a vivir una vida normal a los 52 años. En esto se parece también a Pepe Mujica.

En 1981 y en 1985 fue diputado del Pasok (socialistas, equivalente al PSOE). Eran años de euforia: socialistas en Francia, Portugal, Grecia y España. Todos defraudaron las expectativas, todos andan ahora hundidos en las encuestas, por eso nace como relevo natural una nueva izquierda que defiende lo que los anteriores abandonaron. Su radicalidad es la de mantener la utopía, y Glezos está en primera fila. Primero con los eurocomunistas, una escisión del KKE (aún prosoviéticos; otro golpe de humor), después con Sinaspismós y Syriza. Solo por la belleza de estos nombres merecen un voto.

No sabemos qué pasará en las elecciones del 25 de enero en Grecia, si ganará Syriza, el partido de Glezos, y si podrá gobernar; tampoco si Alemania hará pagar caro a los votantes griegos su osadía. Es cierto que los gobiernos de Atenas manipularon las cifras del déficit, mintieron para entrar en el euro, y la gente se volvió loca, como en España, con el maná de los fondos de Bruselas, saltaron de la cultura de la pobreza a la del nuevo rico. Todos olvidaron la cultura del esfuerzo. Quien más se lucró de la borrachera griega fue Alemania.

Ahora nadie tiene memoria. Por eso son esenciales los Manolis Glezos con pelotas para subirse al Partenón y gritar: “yo sí recuerdo” y “no pasarán”, aunque después pasen. La lucha continúa, ese es el motor, la mayor de las radicalidades. Ya lo dijo Aristóteles: “La esperanza es el sueño del hombre despierto”.

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