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Jueces contra la transparencia

María Dolores de Cospedal, a su llegada al juicio en la Audiencia Nacional.

Alfonso Pérez Medina

Es una sala de vistas alargada, sostenida por columnas blancas y forrada con contrachapados de madera, presidida por una pequeña foto del rey y un monitor de grandes dimensiones que está apagado. Bajo una luz mortecina toma la palabra Luis Bárcenas, que enmarca la destrucción de sus ordenadores en el año 2013 en la operación Kitchen, el dispositivo parapolicial que supuestamente puso en marcha el Gobierno del PP para arrebatarle información sensible sobre su caja B. Un rato después atraviesa la sala cojeando y ayudada de una muleta la exnúmero dos del partido María Dolores de Cospedal, que sin nombrarle se refiere a su enemigo íntimo como “una persona que tiene la mala costumbre de mentir”.

Las escenas que cierran el enfrentamiento entre Cospedal y Bárcenas, uno de los más excitantes que ha vivido la política española en la última década, no podrán ser guardadas en ninguna hemeroteca. El responsable de este despropósito, adoptado en contra del criterio del Gabinete de Comunicación del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, se llama Eduardo Muñoz de Baena Simón, es el titular del Juzgado de lo Penal número 31 de Madrid y dictará en primera instancia la sentencia sobre el borrado de los ordenadores del extesorero.

El magistrado acogió los argumentos del Partido Popular, juzgado como persona jurídica, y de los tres dirigentes de la formación que se sientan en el banquillo y decidió limitar las imágenes del juicio a unos planos de los acusados de espaldas que son grabados cada día antes de que comience la sesión. Su insólito argumento, que ha sido criticado abiertamente por muchos de sus compañeros de profesión, es que la tesorera de la formación en el momento de los hechos, Carmen Navarro, el que fue responsable del departamento jurídico, Alberto Durán, y el jefe de Informática, José Manuel Moreno, no son“personajes públicos” y no tienen“notoriedad”.

El razonamiento es fácilmente rebatible porque lo que trata de dilucidar el juicio es si el PP cometió un delito de daños informáticos al destruir sin permiso unos archivos que eran propiedad de Bárcenas, aunque los ordenadores fueran del partido y si incurrió en encubrimiento al entorpecer con ese acto la investigación sobre la caja B de dinero negro de la formación que en 2013 dirigía el juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz. Si bien el primer delito puede afectar a un particular, Bárcenas, que retiró la acusación en septiembre de 2016 y ahora parece arrepentirse, en el segundo el bien jurídico protegido es nítidamente colectivo, al tratarse, en última instancia, de la Hacienda pública.

Además, el magistrado cree que la retransmisión en directo del juicio podría contaminar las versiones de acusados y testigos, al acudir a la sala de vistas conociendo lo declarado por el resto de comparecientes. Es una tesis anticuada, propia de una Ley de Enjuciamiento Criminal redactada en el siglo XIX, que obvia que cualquiera de los comparecientes puede enterarse de las declaraciones del resto leyendo “los periódicos digitales”, como dijo Mariano Rajoy que hizo durante el juicio del procés cuando se le preguntó por el altísimo grado de coincidencia que sus respuestas estaban teniendo con las que había dado previamente su vicepresidenta, Soraya Saénz de Santamaría.

Lo más curioso del caso es que en la primera jornada del juicio Muñoz de Baena confesó sentirse “aliviado” por la presencia de periodistas en la sala de vistas y se mostró convencido de que trasladarían una “imagen fiel” del procedimiento judicial. Incluso se permitió soltar una disertación sobre la acertadísima decisión, en aras de la transparencia de los actos judiciales y la cercanía con los ciudadanos, que a su entender había adoptado la Sala Segunda del Supremo al facilitar la retransmisión íntegra de todas las sesiones del juicio contra los dirigentes independentistas catalanes. Acto seguido, explicó que esa política no se puede aplicar a todos los casos y enfatizó “el efecto estigmatizador” de la televisión, los “excesos verbales” que en ella se producen y el riesgo de “juicios paralelos” que puede ocasionar este medio de comunicación. Fin de la cita y de la señal de televisión.

La decisión de este juez, al que ha secundado esta semana el tribunal de la Audiencia de Madrid que juzga a la enfermera acusada de asesinar a dos pacientes inyectándoles aire en las venas, contradice el espíritu de un tiempo en el que los ciudadanos exigen transparencia; y la televisión, los medios digitales y las redes sociales informan al instante y en tiempo real de lo que ocurre en cualquier parte del mundo. Y que va en contra del sentir del Tribunal Supremo, que ha ofrecido el juicio del procés por streaming, en la página oficial del Consejo General del Poder Judicial, con el argumento de que así cualquiera podía convertirse en “observador” del procedimiento.

Pero también contraviene la esencia de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que aunque no recoge expresamente la retransmisión íntegra de los juicios por televisión, sí consagra su publicidad y ampara la “proyección general” de los mismos mediante “la asistencia de los medios de comunicación social” (STC 30/1982 y STC56/2004). Un pleito contra las restricciones del CGPJ y el Tribunal Supremo que 26 periodistas de tribunales pioneros comenzaron a librar en 1995 y que acabaron ganando en el Constitucional nueve años después. No retrocedamos en el tiempo, por favor. 

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