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Polarización

Varios diputados de Vox, en el Congreso.

Clara Serra

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La guerra es el escenario en el que se asume explícita y claramente que el objetivo es la eliminación del otro. Puede –y suele ser– una aniquilación física, pero no siempre. Lo importante es que la desaparición del enemigo – su eliminación social y política– pasa a ser un objetivo prioritario que justifica el uso de la fuerza. A veces eliminar al otro puede conseguirse a través de su rendición, por ejemplo cuando el enemigo acepta dejar de reclamar una identidad, un territorio o una nacionalidad, cuando acepta los términos, las fronteras o el poder legítimo del vencedor y desaparece del mapa. Lo fundamental de la cuestión es que el fin de una guerra –y, por tanto, la condición para que las guerra acaben– es que el enemigo desaparezca como tal, que deje de decir lo que dice, que deje de reclamar lo que reclama, que deje de defender lo que defiende, así todo eso pase por que deje de existir físicamente.

La política, aunque comparte muchas cosas con la guerra, debe servir para evitar las guerras. Es cierto que es un escenario donde hay “batallas”, “victorias”, “derrotas”, “ganadores” y “perdedores”, pero la política se caracteriza fundamentalmente por haber asumido el compromiso de que los conflictos sociales y la pluralidad –de identidades, ideologías o demandas– van a ser abordados sin usar la fuerza para asegurar la desaparición del otro. E insisto, no solo es un compromiso con no hacer desaparecer físicamente al adversario, sino con no hacerlo desaparecer social y políticamente, con no privarlo de su derecho a seguir diciendo lo que dice, defendiendo lo que defiende y reclamando lo que reclama. Acordamos que no vamos a matarnos, y como no vamos a matarnos, vamos a tener que pelear civilizadamente: vamos a discutir y confrontar pero vamos a convivir sin exigir que los otros dejen de existir.

Cuando en las sociedades gestionamos la pluralidad y el conflicto entendiendo que con el otro ya no hay nada que hablar y que ninguna discusión tiene sentido, cuando lo único que aceptamos es la rendición del adversario y pretendemos su desaparición social y política, entonces los adversarios empiezan a ser enemigos de guerra. En nuestro país conocemos las consecuencias del conflicto vasco y todavía hace falta defender, frente a una derecha que ha vivido políticamente de los réditos de esa guerra, que la vuelta a la paz es lo contrario de darle la espalda a Bildu en el Congreso. La paz implica el diálogo y el reconocimiento de los derechos políticos de todos los independentistas vascos que tienen el derecho a existir social y políticamente, que tienen que poder seguir diciendo lo que dicen, reclamando lo que reclaman y defendiendo lo que defienden en el marco de la política.

Hoy vivimos un clima de creciente polarización social y política. Lo evidencia la llegada de una ultraderecha agresiva, que criminaliza a determinados sujetos sociales –como los migrantes o los menores no acompañados– y que defiende a las claras la ilegalización de partidos políticos a los que no considera adversarios políticos sino enemigos. Pero no solo lo evidencia Vox. La polarización y la confrontación total es una lógica cada vez más extendida dentro de la propia izquierda, tanto en la manera de afrontar la batalla con la derecha como en sus propias disputas internas. Se castiga y se critica que políticos que son adversarios evidencien que, en los pasillos del Congreso, pueden llevarse bien o tener tratos cordiales.

Se asume con facilidad que es legítimo recurrir al uso de la fuerza –con presiones, censuras o denuncias penales– para combatir las opiniones contrarias. Se premian los tuits o las declaraciones que acusan al otro de tener posturas tan inaceptables que no merecen ser escuchadas y que es legítimo eliminar. Se celebra a quienes defienden con vehemencia que no deben ni quieren entenderse con quienes tiene enfrente. Se jalea la lógica de la guerra y, como pasa en las guerras, se cultiva la demonización del otro y la suposición de que su pertenencia al bando enemigo se debe a su carácter irremediablemente malvado y abyecto. Porque a la guerra le caracteriza también el uso fanático del mal: no hay nada que entender del otro, no puedo ponerme en su lugar, es esencialmente distinto a mí porque es malo y, por lo tanto, solo puedo aspirar a su desaparición.

Hoy es cada día más políticamente incorrecto defender que tenemos que querer entender a los votantes de Vox, que tenemos que querer dialogar con ellos y que debemos aspirar a recuperarlos. Y para cualquier partido político que crezca en un clima de polarización social, es más rentable agrandar la brecha que separa los bandos en combate porque señalar a quienes forman parte del campo del enemigo es una manera de cohesionar y fortalecer nuestro ejército. Quienes damos clase a adolescentes sabemos que dar por perdidos a unos alumnos es la manera más segura de perderlos definitivamente, como sabemos que muchos de nuestros jóvenes tontean con votar a Vox. Es una buena perspectiva desde la que cuestionar si no hay nada que entender ahí o si de verdad queremos sostener que entre las filas de la ultraderecha no hay nadie a quien interpelar y recuperar. ¿A quién beneficia fortificar los bandos, la polarización y la lógica del conmigo o contra mí?

Después de las grandes guerras que hemos vivido en el siglo pasado, han venido las reflexiones sobre los fracasos que las hicieron posibles y la necesidad de que la humanidad aprenda de ellos. Puede que hoy día no sea popular tratar de entender lo que tenemos en común con los votantes de Vox en vez de establecer un abismo moral radical. Pero Hannah Arendt hizo, justo tras la Segunda Guerra Mundial y el nazismo, una reflexión mucho más arriesgada e impopular. Cuando Eichmann, uno de los principales responsables de Holocausto, estaba siendo juzgado en Jerusalén y en medio de un juicio mediático que agitaba todos los dolores colectivos, Arendt escribió para decir algo que chocaba frontalmente con el tratamiento que la prensa y la sociedad judía hizo del personaje. Frente a la tendencia de los medios de describir a Eichmann como un pozo de maldad, un enfermo y un monstruo, Arendt le describió como un sujeto que cumplía órdenes, no se recreaba en la crueldad y se dedicaba a hacer su trabajo con eficiencia.

Lo realmente necesario para pensar la banalidad del mal, reflexionar sobre el nazismo y evitar que se vuelva a repetir –la historia posterior del Estado de Israel es una buena prueba de ello– es acortar la distancia antropológica (no, por supuesto, la distancia jurídica) entre las víctimas y los verdugos y entender que el mal nunca es un rasgo esencial del enemigo sino, en todo caso, algo de lo que nadie estamos vacunados y que todos podemos cometer. Y si tras una Guerra Mundial es necesario no olvidar que todos somos igualmente capaces de las mismas cosas, es también muy urgente recordar esta verdad incómoda cuando cada día es más creciente y violenta la polarización social. Pensar que el mal –o la intolerancia, la violencia, la censura– siempre está del otro lado y pensar que el enemigo es irrecuperable y con él, por tanto, solo cabe chocar, son buenos indicadores de que estamos cruzando, quizás sin saberlo, la frontera que distingue la política de algo que se parece demasiado a la guerra. Que esta frontera no solo la estemos cruzando con la ultraderecha sino que la demonización del otro y la agresividad sean tan habituales en las discusiones de la propia izquierda es quizás otro importante indicador que nos debería preocupar.

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