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La mayoría no lo puede todo

Miquel Iceta en el Parlamento catalán.

Joan Coscubiela

Otra vez el Parlamento de Catalunya ha vivido una situación de preocupante degradación democrática. De nuevo la mayoría parlamentaria ha vulnerado los derechos de la minoría. En este caso del Grupo Socialista, que ha visto cómo se vetaba la elección de Miquel Iceta como Senador.

Es cierto que esta lacra no es exclusiva de la Cámara catalana. Durante la anterior legislatura, la mayoría conservadora de la Mesa del Congreso impidió la tramitación de iniciativas parlamentarias presentadas por el grupo de Unidas Podemos. Hasta el punto de que el Tribunal Constitucional ha tenido que tutelar estos derechos constitucionales, aunque lo ha hecho cuando su ejercicio ya no era viable, por la disolución de las Cortes.

Que este abuso de las mayorías sea una lacra compartida no es excusa ni alivia el problema. Al contrario, lo agrava y pone de manifiesto una de las debilidades de nuestra deteriorada cultura democrática.

La democracia no permite la vulneración por las mayorías de los derechos de las minorías, por muy mayorías que estas sean. La democracia no son solo leyes, pero sin el respeto por parte de los poderes públicos de las normas y los derechos que estas reconocen no existe democracia.

Más allá de las consideraciones políticas sobre la actuación de los grupos que han votado en contra de la designación de Iceta, lo que resulta más preocupante son las consideraciones que se hacen para justificarlo y el grave precedente que ello comporta.

Una vez más se ignora el papel de las normas legales en el funcionamiento de las instituciones, que es el camino más directo a su degradación.

El procedimiento de elección de los senadores autonómicos tiene una regulación nítida y hasta ahora pacífica. El artículo 174 del Reglamento del Parlamento de Catalunya establece que es la Mesa, de acuerdo con la Junta de Portavoces, la que fija el número de senadores que corresponde a cada grupo parlamentario en función de su representatividad.

En este sentido, puede decirse que la elección de senadoras/es autonómicas/os se realiza por la vía de adjudicar un cupo a cada grupo parlamentario. A partir de esta decisión de la Mesa, son los grupos parlamentarios con representación suficiente los titulares del derecho a designar a sus senadoras/es.

El procedimiento formal de elección pasa por la ratificación por el Pleno de las propuestas de los grupos parlamentarios que tienen derecho a ello. Así, una vez la Mesa ha adjudicado el número de senadores que le corresponde a cada grupo, estos designan a sus candidatos. Y a partir de ahí, el Presidente convoca el Pleno para que este ratifique la designación efectuada por cada grupo.

Esta ratificación por el Pleno es un acto jurídico debido. Porque quien ostenta el derecho a designar a los senadores autonómicos es cada grupo y el Pleno se limita a ratificar esa elección. Contra esta lógica jurídica no se puede alegar la soberanía del Parlamento, porque esta soberanía se ha ejercido con la aprobación del Reglamento que establece este procedimiento de elección y con el acuerdo de la Mesa que determina la distribución de senadores que le corresponde a cada grupo.

Salvo causas de inelegibilidad, que solo pueden ser jurídicas —no de oportunidad política— y que deben ser apreciadas por la Mesa con anterioridad a hacer públicos los nombres de los designados por cada grupo parlamentario, el Pleno del Parlamento no puede no ratificar las propuestas presentadas por los grupos.

Con estos criterios se han elegido siempre los senadores autonómicos en Catalunya y en el resto de cámaras legislativas. Y así se hizo al inicio de la actual legislatura. La Mesa acordó que le correspondían dos senadores a los grupos de Ciudadanos, Junts per Catalunya y ERC y un/a senador/a al Grupo Socialista y al de CatEnComú-Podem.

La sustitución de senadores por alguna de las causas previstas, en este caso dimisión, también está nítidamente prevista en el Reglamento. Le corresponde al grupo parlamentario al que pertenece el/la senador/a sustituida hacer la propuesta de la persona elegida para sustituirla (art 174,4). Y al Pleno, la ratificación que es, insisto, una ratificación debida, no optativa. Sobre todo, si no existe ninguna razón jurídica y solo criterios de política partidaria para negar la ratificación.

Resulta evidente que el Pleno no puede elegir otra persona distinta a la elegida por el grupo parlamentario que ostenta este derecho. Ni a otra persona de otro grupo, por supuesto, ni a otra persona del grupo proponente, porque ello significaría hurtar su derecho al grupo que lo ostenta. Y eso es lo que sucede cuando se veta la elección de un candidato propuesto por los únicos que pueden proponerlo, su grupo parlamentario. De hacerse esta absurda interpretación, el resultado sería que un derecho que ostenta cada grupo parlamentario pasaría a ser un derecho que debería ser compartido por el conjunto del Pleno. Y solo en aquellos casos en que la mayoría así lo decidiera en función de sus intereses.

Si el Pleno del Parlamento impide la elección de la persona propuesta, por quien tiene la capacidad y el derecho a hacerlo, está afectando el ejercicio de los derechos de representación política reconocidos en el artículo 23 de la Constitución Española. Por cierto, los del grupo parlamentario y los de sus electores. Y si el resultado final fuera que el grupo que tiene derecho a designar a un/a senador/a se queda sin esa representación también quedaría afectado uno de los principios básicos de nuestro orden constitucional, el del pluralismo político.

Este derecho a la representación política no puede ser limitado por ninguna decisión “soberana” del Pleno del Parlamento, salvo que se considere que las mayorías lo pueden todo, incluso impedir el ejercicio de los derechos de las minorías.

No se trata, como se ha argumentado, de ninguna norma de cortesía parlamentaria, ni de buenos modos, ni de buena predisposición, ni de negociaciones políticas. Quienes ostentan un derecho constitucional no tienen ninguna obligación de negociar su ejercicio pleno.

Hacer otra interpretación del Reglamento nos conduciría al absurdo de que las mayorías podrían, a partir de la decisión “soberana” del Parlamento, dejar sin senadoras/es a los grupos minoritarios en la Cámara catalana.

En términos políticos se puede entender que los grupos independentistas quieran expresar su oposición, malestar, disgusto o cabreo al comportamiento de otras fuerzas políticas. En este terreno todo es discutible.

Pero lo que no pueden hacer —sea lo que sea que hayan querido hacer: expresar indignación, marcar territorio o perfil, sacar pecho frente a adversarios o socios competidores— es vulnerar los derechos constitucionales reconocidos a otros grupos.

Desgraciadamente lo que ha pasado no es una anécdota. En el imaginario de la política catalana se ha instalado la perversa idea de que la mayoría todo lo puede. Lo aplicó la mayoría independentista en el nefasto Pleno del 6 y 7 de setiembre del 2017 y como sobre él se ha desplegado un tupido velo, sin sacar conclusiones de ello, la reincidencia se ha hecho inevitable y se corre el riesgo de convertirla en habitual y crónica.

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