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Viaje psicogeográfico con Man Ray

Jordi Costa

Un guante de plástico corteja a una servilleta en una coreografía regida por los azares del viento. Es uno de esos momentos en los que sientes que la película te ha hipnotizado y que te va a mantener en feliz trance hasta que termine su metraje: un metraje conciso –88 minutos– pero que se desarrolla bajo el signo de la sorpresa constante. En justo tributo a la obra de alguien (Man Ray) que consideraba su arte como una búsqueda incesante de la libertad y el placer. Estoy hablando de La casa Emak Bakia, primer largometraje de Oskar Alegria, que tuvo su estreno la semana pasada en la Cineteca de Matadero y seguirá proyectándose allí en sesiones programadas para los días 19, 25 y 26 de abril y 3 de mayo.

Emak Bakia era el título del cine-poema que rodó Man Ray en la costa de Biarritz en 1927. Tomó prestado el título de una expresión en euskera que puede traducirse por un rotundo y agresivo “¡déjame en paz!” y que, según las fuentes, el artista encontró en una lápida del cementerio de Sabaou o en la fachada de la casa donde rodó la película. Emak Bakia era un tempranísimo intento de liberar el potencial poético del cine, que empezaba a ser anclado por las servidumbres del espectáculo y la narrativa: Man Ray sometió el negativo a la técnica de la rayografía, dobles exposiciones, alteraciones del foco y, en un momento dado, lanzó la cámara por los aires para que fuese el azar quien tomase el control de la escena. En otra imagen emblemática de la película –que Alegria intenta emular en el plano que abre su documental–, Man Ray le dio la vuelta a la línea del horizonte, creando la paradoja de un cielo acuático sobre un océano de aire azulísimo.

En La casa Emak Bakia, Oskar Alegria, como si fuera un personaje de Bolaño o un habitante del universo Vila-Matas, se dispone a desentrañar un enigma cultural: la ubicación de la tumba o de la casa que magnetizó el talento de Man Ray. No le rige la lógica deductiva, sino que su aventura va a seguir las variables del azar, porque el azar, como de hecho demuestra el documentalista de manera casi irrefutable, escribe poemas. Alegria pasa de Man Ray a Fellini a través de la figura de quien bien podría ser el último payaso, para, poco después, detenerse en esa danza de cortejo para guante y servilleta que, de algún modo, recuerda al slapstick cerebral de un Jacques Tati. La voz de Alegria se expresa a través de intertítulos, recogiendo testimonios a su paso y elaborando una cartografía aparentemente arbitraria que acaba ordenándose y sosteniendo una tensión narrativa que crece, de asombro en asombro, hasta la aparición de un personaje que podría tener la clave de todo y que, de hecho, parece sacado de la más desbordada ficción: una princesa rumana nonagenaria, emparentada con el mismísimo Vladimir Nabokov, que, en su juventud, escribió una tesis doctoral sobre el olfato de las hormigas.

Hay algo de ese inolvidable Innisfree (1990) de José Luis Guerín en La casa Emak Bakia, aunque sus estrategias son completamente distintas: en ambos casos, se rastrean las huellas que una ficción cinematográfica ha dejado sobre un espacio físico (y mental), proponiendo una suerte de psicogeografía cinéfila –que no mitómana– que, en el fondo, cuenta con la misión secreta de restituir una memoria volátil. Alegria intenta mantener un pulso con las imágenes de Man Ray, cayendo puntualmente en el artificio preciosista: su trabajo revela a un esteta de exquisito gusto, pero lo mejor aflora cuando es la deriva la que va construyendo el sentido y no cuando el espectador detecta el peso de la construcción detrás de algunas de las imágenes más elaboradas. Con todo, es justo subrayar que en Oskar Alegria no solo hay talento para el mimetismo, sino también una notable capacidad para capturar cierta poética de la fragilidad, como en ese plano que revela la aparición y la desaparición de la sombra de una cruz sobre el césped del cementerio.

Emak Bakia, el cortometraje de Man Ray, también dio nombre a un grupo de artistas e intelectuales vascos empeñados en tejer un espacio colectivo para sus propuestas más experimentales. Dos de ellos –el escritor Bernardo Atxaga y el cantautor Ruper Ordorika– acaban aportando la clave que rige los movimientos de Oskar Alegria alrededor del enigma: La casa Emak Bakia ha contado con ingenio, ligereza y una excelente dosificación de golpes de efecto un pulso contra el olvido, una aventura privada para restablecer el sentido de unas palabras y para restituir el nombre a una casa que había olvidado su condición de espacio mítico.

Y, hablando de espacios, antes de finalizar este artículo, unas palabras sobre, precisamente, el espacio donde tanto La casa Emak Bakia como el otro estreno español anómalo de la semana pasada, la muy recomendable Los ilusos de Jonás Trueba –que tiene contrapunto literario de la mano del libro homónimo publicado por Periférica–, han encontrado su refugio y su primer trampolín para encontrarse con el público: la Cineteca de Matadero, en Madrid. Nació como espacio consagrado al cine de no ficción, pero, en su nueva etapa, ha sabido dar los movimientos pertinentes para acabar realizando una labor que otros ámbitos tradicionales de exhibición han desatendido: dar visibilidad y cabida a primeros trabajos no nacidos para ser rotundos triunfos de taquilla, pero reclamados por un público –fiel y participativo y solo relativamente minoritario– que solo necesitaba ser activado. En muy poco tiempo, la Cineteca ha logrado transmitir la idea de que es un lugar en el que pasan cosas: es una sala con una programación que se ha ganado hasta tal punto la confianza de los espectadores que van allí… a ver qué echan. Y eso, a día de hoy, es el más insólito de los triunfos. El sex-appeal cinéfilo que se ha construido la Cineteca en pocos meses demuestra que los espacios de exhibición colectiva siguen teniendo sentido y, probablemente, mucho futuro por delante si al frente hay criterios de programación sólidos, flexibles y abiertos a la novedad.

La casa Emak Bakia, un film de oskar alegria. from oskar alegria on Vimeo.

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