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David Carr: lo mejor y lo peor de The New York Times

David Carr, leyendo su periódico favorito en 'Page One'

José Cervera

Todos los periódicos de éxito son siempre quisquillosos y peleones. Nunca defienden nada o a nadie si pueden evitarlo; si no les queda más remedio lo resuelven denunciando a un tercero. H. L. Mencken, director de periódicos estadounidense (1880 - 1956)  H. L. Mencken, director de periódicos estadounidense (1880 - 1956)

Debía ser un tipo cabal, porque en esta profesión del periodismo tan dada a amores súbitos, traiciones repentinas y constante despelleje es raro que una muerte concite elogio universal. Muchos de los comentarios sonaban genuinamente apesadumbrados, y varios repetían algo desgraciadamente poco común en los pináculos de este oficio: que era un buen hombre. Un periodista que sin haber nacido profesionalmente en The New York Times era considerado como el ‘Timesman’ por excelencia. Un mentor, amigo e inspiración para generaciones de periodistas jóvenes. Un crítico implacable y al mismo tiempo comprensivo y generoso de la competencia e incluso de su propio medio.

Sobre todo, un plumilla de la variedad desgastasuelas con fuentes en todas partes y capaz de recorrer los más recónditos rincones para encontrar y confirmar la información. Un tipo con equipaje de su pasado que llegó a transformar en leyenda: la del periodista que acabó en el arroyo, en la droga y en la marginalidad, para después no sólo sobreponerse, sino investigar su propio pasado para descubrir que la memoria es traicionera y que en su etapa de drogadicto era, en efecto, bastante poco recomendable como persona. El 'Rey David'; un ‘yonqui de la verdad’, en la certera definición de la revista New York. Una leyenda que culmina con su súbita muerte, periodísticamente perfecta, por colapso en plena redacción.

David Carr era lo mejor de The New York Times: la encarnación de los ideales de la prensa. Incorruptible, inasequible al desaliento, pertinaz, justo y ecuánime, buscando siempre la verdad a cualquier precio y publicándola sin parar mientes. Practicando en el día a día los ideales míticos del periodismo mejor que nadie en el mundo. Y, con justicia, orgulloso: de su trabajo, de su periódico y de su capacidad para mantener esos ideales profesionales en marcha.

No es de extrañar: The New York Times es el mejor periódico del mundo y a lo largo de su historia hay gran cantidad de momentos de los que marcan el nivel máximo de una profesión. El lema del diario puede traducirse por ‘Todas las noticias que merece la pena publicar’, pero bien podría inspirarse en esos carteles que aparecen en los pueblos ribereños de un gran río para marcar inundaciones y adoptar ‘hasta aquí llegó el periodismo’.

Tanto el diario como David Carr, su más o menos involuntario representante público, se habían ganado con creces el derecho a estar orgullosos, porque suponen el cúlmen de su actividad. Son lo mejor del periodismo tradicional.

Y también y al mismo tiempo, lo peor. Aislados dentro de su propia torre de marfil, tan convencidos de su propia calidad profesional como para desdeñar de modo automático (y lo que es peor, inconsciente) cualquier otra forma de practicar el periodismo; tan conscientes de sus numerosos y meritorios éxitos como para no recordar sus también numerosos y egregios fracasos. Insulares y endogámicos, mucho más cerca de sus fuentes (los poderosos, los famosos, los ‘de arriba’ que son noticia y con los que comparten sus vidas) que del común de los mortales. Seguros de que su punto de vista y su información y sus decisiones son las únicas posibles. Convencidos, en el fondo, de que ellos son el Periodismo y el Periodismo no puede ser otra cosa que ellos y su modo de trabajar y sus opiniones y sus sesgos. Todo ello teñido de un corporativismo y un ‘esprit de corps’ comprensibles, pero bastante poco simpáticos y cada vez menos merecidos en la era de Internet.

Esta dualidad queda resumida a la perfección en esta ya famosa escena del documental ‘Page One: Inside the New York Times’ (Primera página: dentro de The New York Times); el momento en el que como se ha escrito David Carr pone en su sitio a Shane Smith, fundador del emporio mediático de la era de Internet Vice. Ante una mención crítica al trabajo de su periódico esta es la respuesta de Carr: “Un segundo, tiempo muerto”. Y añade en tono áspero: “Antes incluso de que fuerais allí nosotros habíamos mandado a periodistas a informar de genocidio tras genocidio”. Para rematar, muy serio: “Sólo porque os hayáis puesto un casco de safari y hayáis visto algo de mierda no tenéis derecho a insultar lo que nosotros hacemos”.

El orgullo de The New York Times, perfecta y justamente encapsulado en una cita memorable. Puro David Carr.

El lado oscuro

El lado oscuroPero si hacemos otra lectura esa frase hace justo lo que critica: insultar y denigrar el trabajo de otros. Y lo hace además presumiendo de los (indudables) méritos propios, algo que no necesita hacer explícito quien se siente de verdad seguro de sí mismo. En el comentario hay hostilidad, hay desprecio al trabajo ajeno, hay una cierta chulería; y hay también inseguridad. De hecho lo que Smith está defendiendo es un punto de vista sobre la información muy pedestre, muy cercano a las inquietudes de la gente, muy de andar por casa; alejado del imperial, remoto y geopolítico tono de la Dama Gris (cuando no escribe sobre surf en un país arrasado por horrores sin cuento).

Carr en esta escena se remonta a méritos pasados para despreciar por anodino y sensacionalista lo que hace Vice. Y lo peor de todo: todos estos sentimientos son inconscientes y tan profundamente interiorizados y asumidos que el propio Smith se disculpa. Carr pone en su sitio a Vice, es cierto; y al hacerlo también se coloca a sí mismo y a su periódico en una posición que tiene poco de agradable.

Se trata de un lugar inseguro porque a pesar de los múltiples, meritorios y enormes avances que ha hecho The New York Times en los últimos años para adaptarse al maremoto digital lo cierto es que Vice tiene algo que ellos no tienen: la atención de la gente por debajo de los 40 años, y con ella algo que el diario no es capaz de lograr: un futuro asegurado. Porque desde su origen como revista de tendencias de moda callejera Vice está desarrollando una sólida base de periodismo real, del que importa, y un público joven que garantiza muchos años de relevancia.

Mientras Vice, como la propia Internet, tiene mucho que crecer, The New York Times sólo puede retroceder en audiencias y públicos, porque desde la cumbre todos los caminos van hacia abajo. Esa es una realidad que conoce cualquier crítico de medios como era, y excelente, David Carr (que acabó matizando su punto de vista sobre Vice tiempo después). Y por tanto duele.

Puede que Vice no haya publicado (todavía) algo tan importante como los Papeles del Pentágono. Pero también es cierto que tiene apenas 18 años frente a los 164 (165 cumplirá este año) de la Dama Gris. Y el mejor periódico del mundo a lo largo de tanto tiempo ha acumulado no pocas grandes meteduras de pata como no informar de la hambruna ucraniana de 1930, el escándalo de plagio de Jayson Blair, el caso de Judith Miller y su colaboración con la propaganda gubernamental en la invasión de Irak o la falta de previsión y aviso sobre la crisis económica.

Hay mucho de lo que sentirse orgulloso en la historia de The New York Times. Y también mucho que recomendaría cultivar un mínimo de humildad. La profunda convicción enraizada en todos los periodistas de la Dama Gris y de la prensa tradicional por extensión de que ellos y sólo ellos pueden encarnar el periodismo es más que un poco irritante, y puede demostrarse que es falsa. Esa contradicción no les ayuda a elos a adaptarse al presente, y no ayuda a la profesión a ganar simpatías en un momento en el que las necesita.

David Carr era la encarnación perfecta de lo mejor y lo peor de The New York Times, y por implicación del periodismo tradicional que considera a este diario lo más del oficio. Con asuntos turbios en su pasado, algo cascarrabias y arrogante, con buenas razones para serlo; brillante en su profesión y sus ideales, un poco ciego a los cambios que ocurren a su alrededor y que amenazan un paisaje en el que han representado durante décadas y con justicia la cumbre más alta. Bienintencionados, a veces más ingenuos de lo que reconocen, demasiado encantados de haberse conocido. Lo mejor y lo peor de una profesión apasionante, compleja y dura en la que ser buena gente tiene un precio (y un mérito) extra.

Descanse en paz David Carr, hombre del Times, contradictorio, algo arrogante, demasiado sensible a la crítica, pero sin duda grande. Ojalá que sus ideales y objetivos perduren en la práctica, dentro o fuera de su casa. Porque lo importante no es la cabecera, ni el nombre: es el oficio. Y para preservarlo el orgullo es necesario, pero la arrogancia y la miopía estorban.

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