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Cuando no todos los gatos son pardos

Miguel Ángel Simón

“Ni del ala izquierda ni del ala derecha, soy más bien de pechuga”. Así solía responder el humorista y candidato presidencial Pat Paulsen cuando le preguntaban por su ideología. Tras la evidente, y no muy fina, ironía, lo que esa imagen refleja es algo que ha llegado a convertirse casi en la representación política estandarizada del ciudadano medio: parece que todos somos “de centro”.

Según el CIS, la autoubicación ideológica media de los españoles es 4’57 (entre 0 y 10). La World Values Survey apunta que también en esa zona tibia se sitúa un 40% del electorado alemán, un 42% del francés, un 46% en Gran bretaña o un 54% en EEUU. Así pues, ahí, en el centro, es donde está el meollo electoral, donde al parecer se deciden las victorias y se sustancian las derrotas.

Y sin embargo, ¿cuáles son las ideas de centro? ¿Cuál su posición respecto a las relaciones internacionales, la protección del medioambiente, la economía, la sanidad, la religión, la educación, la manipulación genética o la crisis energética? Dicho de otro modo, ¿cuál es el ideario propio y diferenciado –eso que antes se llamaba ideología– del centro?

Lo cierto es que, en la rápida autovía de la política, el centro no pasa de ser esa delgada línea discontinua que separa el carril derecho del izquierdo, sin más sustancia ni contenido que el simple hecho de estar en medio. Sabemos que circulando por la izquierda se va en un sentido y que por la derecha se va en sentido contrario. Pero la línea discontinua del centro ¿va o viene?

Puede que ahí se ganen las elecciones y sin duda ahí se libran buena parte de las batallas electorales, pero desde luego no es en el centro donde encontraremos los referentes, las ideas, los principios ni las aspiraciones que dan sentido a la política.

¿Cómo explicar entonces que una inmensa parte de la ciudadanía se autoubique en esa posición política? No es difícil entender algunas de las razones. La más evidente es el propio desprestigio que aqueja a las ideologías y a los partidos políticos que las sustentan. Algo que no es nuevo -los partidos políticos raramente han tenido buena prensa- pero que ha cobrado una especial virulencia en los países más afectados por la crisis. En España, casi un 31% de la población ya sitúa a los partidos y los políticos entre los tres principales problemas.

Una razón añadida, también acentuada por la crisis, es la sensación de falta de capacidad de maniobra política. Es hacia donde apunta Olaf Cramme en un reciente artículo (Politics in the Austerity State). La capacidad de decisión política se ha visto reducida, nos dice el autor, por fenómenos como la globalización económica, lo que denomina la camisa de fuerza de la integración europea, o la entrada en un Estado de austeridad que se anuncia permanente. Como consecuencia de todo ello, apunta Cramme, la política parece estar vaciándose y ofrece a los ciudadanos pocas alternativas ideológicas genuinas.

Parecería por tanto que esta era postmoderna, postmaterial, postindustrial… cuya querencia por ese mismo prefijo deja entrever que se define a sí misma no por lo que es sino por lo que ya no es, ha dejado atrás definitivamente la era de las distinciones políticas nítidas. ¿Vivimos entonces en una era postideológica o incluso postpolítica?

Si uno mira alrededor, las cosas no parecen tan claras. De la resistencia del sujeto a fallecer disciplinadamente da cuenta el hecho de que inmediatamente después de que los post certificasen la defunción de las ideologías y de las diferencias políticas llegaron los neos –neoliberalismo, neoconservadurismo, neomarxismo, neotradicionalismo…– a anunciar a los cuatro vientos que en realidad su respectivo muerto está muy vivo. Es más, a esos renacidos se han sumado incluso algunos que llevaban un tiempo desaparecidos –fundamentalismos religiosos, nacionalismos excluyentes–, e incluso algunos que nos eran desconocidos –globalismo, confucionismo-leninismo de libre mercado. Imposible entender el mundo actual sin ellos.

Sin embargo, es precisamente a esa tesis de la postpolítica a la que se han suscrito con gusto buena parte de los propios dirigentes políticos. Decía Baudelaire que la mayor astucia del diablo es convencernos de que ya no existe y, sin pretender abusar de la literalidad del símil, uno sospecha con razón de esos políticos empeñados en convencernos de que en realidad la política no existe y todo se reduce a gestión técnica. En nuestro país no faltan ejemplos.

Que las pensiones bajan, no es responsabilidad nuestra, son las circunstancias económicas. Que suben los impuestos, a mí no me miren, es una exigencia de Bruselas. Que mientras dedicamos miles de millones a salvar bancos recortamos en educación, sanidad o dependencia, no es mi responsabilidad, es que no podemos hacer otra cosa. Que en el partido que dirijo circulan más sobres que en una oficina de correos, tampoco es responsabilidad mía, no sé nada de eso. Curiosa imagen la de un Gobierno y unos dirigentes empeñados en convencernos, con notable éxito a tenor de sus índices de (des)aprobación, de que a fuerza de no ser responsables en nada son libres de actuar como unos verdaderos irresponsables en todo.

Sin embargo, y por más que intenten eludir la carga de sus decisiones, lo cierto es que siempre se trata de eso, de decisiones tomadas de acuerdo a convicciones, visiones del mundo, ideologías, intereses o valores. Y no puede ser de otro modo.

Lo cierto es que no hay una única respuesta a la crisis económica, EEUU es buen ejemplo de otra vía y está funcionando. Lo cierto es que, precisamente hoy, más que atenuarse, las opciones y diferencias políticas parecen multiplicarse en ámbitos tan próximos como la educación, la sanidad, la política de género, el papel de la religión, el respeto al medioambiente y el uso de energías renovables, los derechos de los trabajadores o la atención a nuestros mayores.

Quizás sea simplemente que en política, contrariamente a lo que indica el refrán, es precisamente de noche cuando mejor se ve que no todos los gatos son pardos.

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