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El intervencionismo en un capitalismo de Estado

Xavier Garcia Font

Miembro del seminario de economía crítica Taifa —

Este año se conmemora el centenario de la Revolución de octubre que dio lugar a la URSS, uno de los ejemplos más característicos de la economía planificada de Estado. Esta forma económica, lejos de haber terminado con la caída del muro de Berlín, sigue en plena forma en el capitalismo. La diferencia es que en este caso el Estado actúa en favor de los que tienen el poder económico.

En el Estado español, recientemente hemos conocido dos nuevos ejemplos: el primero ha sido la resurrección de Barcelona World, ahora Hard Rock Entertainment World, un proyecto que ha venido a sustituir a Eurovegas tras la fuga del magnate Sheldon Addelson. Como si fuera lo más normal del mundo, los promotores de BCN World exigieron que a cambio de su inversión se rebajaran los impuestos sobre el juego. La Generalitat así lo hizo, pero la inversión desapareció.

El segundo ha sido la absorción del Banco Mare Nostrum, una entidad nacionalizada (participada en un 65% por el FROB) por parte de Bankia, otra entidad nacionalizada (participada en un 66% por el FROB). Esta operación, dependiendo de los movimientos del mercado, puede suponer un coste para el Estado de 1.100 millones de euros. La cantidad, a pesar de ser una burrada en pleno desmantelamiento del Estado del bienestar, es una minucia si la comparamos con los 60.000 millones de euros del rescate bancario que el Banco de España da por perdidos.

El rescate bancario español, además de estos millones perdidos, conllevó un trasvase de deuda privada a deuda pública, con los consiguientes recortes y su justificación. Los cargos públicos que han aplicado estos recortes se han excusado basándose en el excesivo coste de la intervención del Estado, mientras han defendido la intervención y los gastos del Estado en cuanto al rescate de la banca o de las autopistas.

En el caso de las radiales de Madrid, en función de la cláusula de Responsabilidad Patrimonial de la Administración, el Estado deberá pagar, según las empresas del sector, unos 5.000 millones de euros. Aunque desde la Administración se afirma que la cantidad sería inferior, lo que no se puede minimizar es la intervención estatal en favor de los poderes fácticos en múltiples sectores de la economía.

El ejemplo paradigmático es el conocido caso de la Plataforma Castor, que tras provocar movimientos de tierra en varios puntos de la costa, quedará en hibernación y costará a la ciudadanía 4.700 millones de euros, de nuevo por cláusulas firmadas por el Estado que diluyen el famoso riesgo empresarial hasta niveles homeopáticos.

Hechos como estos no deben sorprender en un país en el que son habituales las noticias alrededor de las puertas giratorias. Esta práctica es la que seguramente permite explicar, además, otros fenómenos como la adjudicación de obras y servicios con mucho beneficio privado y poca utilidad pública (el AVE sería el caso más conocido), como determinadas privatizaciones de empresas que han hecho importantísimos beneficios por una posición casi monopolística, como una política energética que favorece a las grandes empresas del sector en detrimento de las apuestas por las energías renovables, o como una amnistía fiscal que, además de casi cooperar con el fraude fiscal e incentivarlo, ha logrado escasas ventajas económicas para Hacienda.

Aunque parezca un goteo de casos, no se trata de fenómenos aislados, sino que pueden considerarse sistémicos. Una idea que toma fuerza si observamos un par más de intervenciones estatales claramente estructurales. En primer lugar, el diseño del impuesto de sociedades que permite una elusión sistemática, ya que, con un tipo nominal de un 25 o 30% dicho impuesto tiene, en cambio, un tipo efectivo para las grandes empresas de un 6%, y, hay que remarcarlo, estamos hablando de una actuación legal por la que ingresos que deberían ser públicos se convierten en privados. En segundo lugar, la reforma exprés de la Constitución que se produjo en plena crisis para priorizar el pago de la deuda, poniendo de manifiesto, una vez más, la incompatibilidad del capitalismo con la democracia.

Esta incompatibilidad y la intervención sistemática del Estado en favor de los grupos de poder, a pesar de tener una especial intensidad en España, se extiende de forma global, como lo demuestra la impunidad de los lobbies que presionan a las principales potencias a ambos lados del Atlántico.

En cuanto a las medidas económicas intervencionistas, la Reserva Federal de EE.UU. ha inyectado semanalmente durante la crisis millones de dólares en la economía, en un país en el que el dumping fiscal entre estados, es decir, el intento de condicionar con gasto público la localización de las empresas privadas, es de lo más habitual. También en la UE el BCE ha prestado dinero a la banca a intereses irrisorios, al tiempo que la ciudadanía han sufrido reiteradamente las imposiciones de la Troika.

La subordinación del Estado a los intereses del capital no es una noticia de última hora, sino que arranca con el capitalismo mismo. Sin embargo, para entender la actualidad hay que prestar atención al momento en que después de la reunión del G20 en el inicio de la crisis, en 2008, el entonces presidente francés Nicolás Sarkozy prometió la refundación del capitalismo. Pronto descubrimos que, a pesar de la retórica oficial en base al libre mercado y a la competencia, la refundación no sería más que un rescate del capitalismo realmente existente y que las clases populares pagaríamos la factura.

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