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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

La carcajada de un artista llamado Robert Crumb

Rubén Lardín

El autor de historietas, como todo escritor, vive sometido al pillaje y al sangrado que el editor, amparado en un tejido indisoluble de distribuidores, libreros, impresores y otros males necesarios para la promoción del talento, tenga a gusto aplicarle. Como al escritor y por norma general, al dibujante le cuesta llevar el plato a la mesa, pero frente a aquél cuenta con una ventaja que es a la vez un hándicap.

Por una parte, siempre y cuando no se haya plegado a las técnicas infográficas que escamotean el original, contará con una pieza que una vez reproducida podrá darle rédito. Por otra, si entendemos el cómic como un asunto industrial, el original en toda su entidad no dejará de ser el propio tebeo impreso, con lo cual las posibilidades de mercadeo quedarían en manos de coleccionistas y del paso del tiempo.

Así, por el original de portada del primer número de Mr. Natural, el filósofo definitivo creado por Robert Crumb a finales de los 60, se llegaban a pagar algo más de cien mil dólares en 2007, mientras un ejemplar impreso (mal impreso, pues hablamos de los estándares de 1938) de Action Comics, la revista que contenía la primera aparición de Superman, superaba en 2011 los dos millones de dólares. Ambas transacciones certifican que en este mundo nuestro ya nada vale lo que vale sino lo que queramos que cueste.

Los tebeos han muerto, larga vida a los tebeos

No fue hasta finales del siglo XIV que el artista consiguió un prestigio equivalente al de poetas y filósofos, cuando el Renacimiento se alzó como conquista cultural ajena a lo que pasaba en la calle. A ese ritmo, a los tebeos todavía les quedaría un trecho para ser considerados, pero perseveran y ya cuentan algunos logros.

Hasta hace muy poco, el acceso del cómic a los grandes museos había sido testimonial, siempre a través de los ejercicios de apropiación y descontextualización de un Lichtenstein o de las pamplinas de un Raymond Pettibon. En la última década, el Museo de Arte Moderno de París o el Ludwig Museum de Colonia han dedicado retrospectivas a la obra de Crumb, estandarte del más fiero underground norteamericano que de pronto veía su historial de neurosis, chifladura y obsesión sexual legitimado como “arte”.

A los aficionados al cómic, que tienden a olvidar que cuando una obra entra al museo es porque agoniza, estas cotizaciones les saben a triunfo. No solo atienden a la aceptación social de lo que no era más que un bien privado y sentimental (y uno que hasta ahora no les había propiciado muy buena prensa entre las chicas) sino que lo ven crecido en signo de estatus. Esto llegaría a explicar que el aficionado a los superhéroes se haya mostrado siempre más predispuesto a pagar cifras estratosféricas por originales de artistas en ocasiones mediocres, pero esa sería cuestión para otro artículo.

Belleza infinita

La obra de arte lleva toda la vida demostrando una muy baja correlación con las oscilaciones de los mercados bursátiles. Al no tratarse de un activo financiero tradicional se permite mantenerse como valor estable en los momentos de mayor zozobra económica y en ello radica su gran atractivo para los especuladores, que potencian el prestigio de su mercancía apelando a su vínculo con el mundo del fasto y el gusto. Los tebeos son otra cosa. El arte supone placer estético mientras los tebeos no serían más que entretenimiento. El primero proporciona estatus, los segundos, en principio, te lo escatiman.

Taschen juega con mucha gracia esa carta de la alta y baja cultura: a la vez que pone al alcance del vulgo la obra excelsa de los intocables (arte contemporáneo a nueve noventa y cinco, nos los quitan de las manos), aprovecha la devaluación rampante de la pornografía para elevarla a bien de alta gama e incorpora a su catálogo nombres como el de Crumb, de quien presenta estos días el segundo estuche en edición limitada de sus bocetos y garabatos, un cofre sensacional que se completa con una lámina firmada, numerada y autorizada por el autor. Mil trescientas cuarenta y cuatro páginas de migajas de genio por 750 euros, un peuvepé razonable si tenemos en cuenta que la primera referencia que editaron del artista, el fabuloso Robert Crumb's Sex Obsessions, marcaba lo mismo por doscientas cincuenta y ocho.

De la grapa al pan de oro

No dejan de ser libros pero, tanto en su preciosa confección como en su puesta en escena, traen un aroma de obra exclusiva que nos aproxima el arte original, una experiencia que toma fuerza en las ediciones llamadas de artista que produce IDW Publishing, lujosos volúmenes que reproducen clásicos contemporáneos de la historieta a su tamaño de confección original, dando luz a correcciones e imperfecciones, evocando la mano del dibujante, ofreciendo una humanidad que hasta el momento solo podía apreciarse en las planchas originales.

El mercado de páginas originales o reproducciones de alto nivel, que cuenta con una gran tradición de galeristas en países como Francia y vive un auge en la red, no deja de ser un negocio anecdótico en España, donde solo un puñado de aficionados con posibles lo mantiene activo. Eso también podría estar cambiando con la irrupción de Vidas de Papel, una galería española con sede virtual que desde hace unos años viene comercializando originales y portafolios de autores destacados como Miguel Ángel Martín o Mauro Entrialgo. Su hacer exquisito, su política de ediciones asequibles y la buena fama que en poco tiempo se han granjeando entre autores y aficionados augura un cambio, si no de paradigma, tal vez de costumbres. Por el momento, acaban anunciar que se encuentran trabajando en la confección de una primera serigrafía autorizada de Robert Crumb, una noticia que nos hace figurarnos por fin en Europa.

Quién corta el bacalao

Mientras las universidades promueven másteres infames que pretenden formar y cualificar especialistas en gestión, tasación, peritaje y catalogación de bienes artísticos, a Crumb, que cobra un caché alrededor de los cuarenta mil euros por sacudirse la pereza y acudir a un homenaje público, todo esto le debe de dar un poco igual.

Desinteresado de la vida moderna y asqueado de las prebendas de la fama, Crumb ha delegado por defecto la gestión de su patrimonio en albaceas que le ahorrasen el trago de interactuar con personal gris marengo, y ha sido siempre Aline Kominsky, su esposa y colaboradora, quien le ha ido embarcando en operaciones de esta rentabilidad. Fue ella quien le convenció para participar en el documental que le dedicó su amigo Terry Zwigoff en los años noventa, extraordinaria película que supondría la primera piedra en la construcción del “artista”, y fue Aline también quien le incitó a entregar a un coleccionista europeo un maletín lleno de dibujos a cambio de una casa de piedra centenaria en la campiña francesa.

Allí se mantiene ocupado dibujando, bien a salvo de EE.UU, meciéndose en sus viejos discos de pizarra y haciendo lo que hizo siempre, darnos por perdidos, tal vez intentando desentrañar el misterio, intentando localizar cuándo se dio el quiebro, mientras la adorable Aline alza su copa de Borgoña y ríe en el porche con risa de Damien Hirst, sabedora de que, como el más repugnante de los personajes de su marido, lo vamos a querer comprar todo.

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