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En la mina: “Uno entra, pero no sabe cuándo sale”

Alfredo Dávila trabaja en la mina 19 de junio desde hace 16 años. (Lydia Molina)

Lydia Molina

Bolivia —

Húmeda y oscura. Así es la bienvenida a la mina 19 de junio. Las pupilas se ensanchan mientras aprenden a distinguir, entre el negro que lo cubre todo, los límites del pasillo que conduce al interior del cerro. Los pies descifran la estabilidad entre el barro que inunda los raíles de hierro por los que circulan las carretillas cargadas de mineral, oculto en kilos de roca. La respiración se entrecorta, el ambiente se enrarece y se hace más sofocante a medida que te vas adentrando.

Alfredo Dávila, sin embargo, emprende el camino a buen ritmo, sin tomar aliento, ayudado por la energía de la hoja de coca que mastica junto a sus compañeros desde hace horas. “Nos da fuerza para quitarnos el hambre y voluntad para trabajar”. Los quince años que lleva en la 19 de junio le han enseñado a reconocer sin necesidad de luz cada pliegue de la montaña y cada matiz de cada veta, la capa de la roca de la que se extrae el mineral.

La antorcha de su casco es la primera en abrirse paso. Cincuenta metros, cien, doscientos, doscientos cincuenta. Dávila se detiene en seco y señala hacia un grupo de rocas que se interponen en el camino. Hasta aquí hemos llegado. “Antes, tenía 650 metros de largo, pero se ha derrumbado. Queremos recuperarlo algún día”, dice sin mucho entusiasmo. El desprendimiento obligó a los mineros a construir túneles a derecha e izquierda, en busca de nuevas vetas. En uno de sus rincones, se distinguen los bordes de un altar encabezado por una figura con pinta de diablo. “Ese es el Tío”. El Tío es quien manda bajo tierra. A sus pies se esparcen hojas de coca, cigarros y alcohol, ofrendas para ganarse su fidelidad. “Él es el que nos da el mineral, por eso tenemos que tener fe con él”. Dávila retoma la ruta y se detiene frente a un conducto, parecido a un pozo sin agua, por el que se deslizan los mineros para llegar al mineral. Tiene cincuenta metros de profundidad y la anchura de una persona. La bajada se realiza a través de escaleras de madera. Medidas de seguridad: cero.

Dávila y sus compañeros pasan una media de ocho horas al día en las entrañas del cerro. “No salimos para nada, ni siquiera para almorzar. Uno entra, pero no sabe cuándo sale”. Su salario depende del rendimiento propio y de lo fértil que sea la veta que están siguiendo. En esta explotación, se extrae plata, plomo y zinc. “Unas semanas sacamos 20 toneladas, algunas 60... De 20 toneladas, puede salir una de mineral. El mineral puede ser de alta o baja ley”. Las plantas de tratamiento levantadas al pie de la montaña son las que se encargan de separar los metales de la roca y gestionar las exportaciones que se hacen al extranjero. Mientras, el minero sigue picando piedra.

La cantidad de ramificaciones han convertido el interior del cerro en algo parecido a un hormiguero: infinitud de conductos conectados desordenadamente que pueden provocar, y de hecho ya provocan, hundimientos. “Algunas veces, siguiendo la veta vamos a parar a donde trabajan otros compañeros de otras explotaciones”, recuerda Dávila. En el camino, se cruzan pedazos de roca recién desprendidos y paredes a punto de dejarse arrastrar por la gravedad. No existen estadísticas sobre cuántos muertos deja al año Cerro Rico. Es un goteo que ni siquiera conocen los habitantes de Potosí. La asociación Solidaridad de Mujeres, que apoya a las viudas de trabajadores mineros, habla de 14 muertes mensuales por accidentes en el interior de la montaña y por complicaciones de enfermedades derivadas de este trabajo, que cada día realizan más de 15.000 personas en la zona. Hace tan solo un par de semanas, se cobró la vida de tres jóvenes que murieron intoxicados.

El cerro de Potosí ha sido explotado de manera ininterrumpida desde el siglo XVI, cuando los españoles arrasaron con la plata a costa de la vida de miles de indígenas, que esclavizados y obligados a trabajar, murieron en accidentes y atrapados en derrumbes. La 19 de junio no conoce esa historia, es joven. Está activa desde 1997 y tiene tan solo ocho trabajadores. “Aquí somos como una familia. Cuando bajamos somos uno”, presume Dávila. Las tareas están repartidas. Unos perforan la roca, otros sacan el mineral, uno carga las carretillas y otro las saca al exterior.

A pesar del orgullo con el que habla Alfredo Dávila de su trabajo y de sus compañeros, no es lo que tiene pensado para sus hijos. “Nosotros nos sacrificamos por ellos, por llevar el pan a la casa, pero no quiero que mi familia pase por esto. El trabajo es duro. Muy pesado y cansado”. La reciente subida del precio de los minerales ha incrementado la oferta de personas que migran a la ciudad en busca de un hueco. “Muchos hombres se vienen solos y le mandan a su familia lo que ganan. También hay gente que está en los colegios y viene a trabajar de noche para costearse sus estudios”. El desgaste físico en la mina es inmenso, pero el dinero rápido es un gancho para los jóvenes.

Ismael Flores tiene 18 años. Empezó a trabajar a los catorce. Murió su madre y su padre se fue a vivir con otra mujer, sin hacerse cargo de él. Ahora apenas tienen contacto. Entre semana reside en un internado que la ONG Ayuda en Acción ha construido en Jahuacaya, una remota comunidad del altiplano boliviano. Allí vive y estudia secundaria junto a otros compañeros cuyas casas están a tres o cuatro horas caminando, como la suya. El centro tiene capacidad para acoger a 60 alumnos y su objetivo es evitar que la distancia se convierta en un motivo para el abandono escolar de los jóvenes. Cada viernes, Ismael coge un autobús que le lleva a Potosí para trabajar en la mina. Así consigue ahorrar algo y poder costearse los gastos derivados de sus estudios. “Los fines de semana el jornal está a 100 bolivianos (10,5 euros) pero, si trabajo más, me pueden pagar hasta 400 (42 euros). Y eso es suficiente”.

En la mina trabaja cargando la carretilla y ayudando a perforar. Gana bien, en relación a lo que consigue cualquier agricultor de su comunidad, pero está convencido de que es algo temporal. “Empecé por necesidad porque no me apoyaba mi padre. Al principio, cuando era niño, me gustaba trabajar y luego vi que había accidentes y es muy cansado”, reconoce. Se ve a sí mismo como jugador de fútbol o profesor de educación física. En eso último coincide con muchos de sus compañeros.

Para los jóvenes del campo, acostumbrados vivir en familias en las que sus progenitores no tuvieron la oportunidad de ir a la escuela, o fueron muy pocos años, los maestros terminan convirtiéndose en referentes. Referentes de estudio, de oportunidades, de vida. “Los profesores trabajan mucho pero no con el sudor de la mina. Allí es más”, asegura Ismael, recordando el peligro al que le expone su trabajo. “Hay mal de mina. La gente se pone enferma porque el polvo ataca a los pulmones. Más que todo afecta a los perforistas y yo a veces ayudo a perforar”. Dice que no tiene miedo pero, en cuanto pueda, la mina, la oscuridad y la humedad, cuanto más lejos, mejor.

Nota: Este reportaje ha sido realizado durante un viaje con Ayuda en Acción, ONG con la que colaboro actualmente.

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