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Los riesgos de la desigualdad salarial

Ignacio Escolar

Les propongo una adivinanza. Aquí van unas recientes declaraciones de un político, a ver si aciertan quién es el autor: “Hay que reducir las retribuciones de los consejos de administración y de los altos ejecutivos de las grandes empresas del Ibex 35”. “La solidaridad es imprescindible y empieza fundamentalmente por los que más tienen”. “Estamos pidiendo esfuerzos al español medio y los que están en una situación privilegiada tienen que dar ejemplo en estos momentos”. “Hay que vigilar muy estrechamente todos los excesos en las grandes empresas”.

No lo dijo Cayo Lara, ni Sánchez Gordillo, ni Alfredo Pérez Rubalcaba, ni Alfonso Guerra, ni Cándido Méndez, ni Ignacio Fernández Toxo, ni nadie del 15M. Las frases no salen de la izquierda política: son todas de Luis de Guindos, ministro de Economía del Gobierno conservador de Mariano Rajoy. No son siquiera unas declaraciones off the record. Lo dijo públicamente, durante una entrevista en septiembre en la emisora de radio Onda Cero. Pasaron relativamente desapercibidas pero son muy sintomáticas: demuestran que algo está pasando en la sociedad y en la política, en la percepción de los ciudadanos frente a la desigualdad salarial. ¿Alguien se imagina hace unos años que un ministro de Economía de un Gobierno de centro derecha cuestionase las retribuciones o los amplios beneficios de empresas privadas e hiciese un llamamiento público a la “solidaridad” de sus ejecutivos? ¿Qué ha cambiado en esta crisis para provocar un mensaje así?

Las declaraciones de Luis de Guindos no son tampoco un fenómeno español. En toda Europa, desde hace ya algunos años, los gobiernos de uno y otro signo político han empezado a cuestionar las retribuciones de los altos ejecutivos, especialmente en el sector financiero, donde muchos de los platos rotos los ha acabado pagando el contribuyente. La propia Eurocámara aprobó en 2008, en el inicio de la crisis, una resolución por casi unanimidad criticando los sueldos de los altos ejecutivos “que tienden a crecer de manera desproporcionada con los salarios ordinarios, lo que desmotiva el apoyo a una política salarial responsable”. El presidente del Eurogrupo, el conservador Jean-Claude Juncker, también lo dejó claro: “Continuamente pedimos a los interlocutores sociales la moderación salarial, pero los trabajadores ven que mientras a ellos les proponemos que sean moderados otros actores en la economía están disfrutando de aumentos ilimitados”.

La reacción de los políticos es una respuesta a la presión de la opinión pública ante unas cifras difíciles de explicar a los votantes: los datos son bastante claros. En 1968, el director ejecutivo de General Motors ganaba 66 veces más que un empleado medio de la compañía. Hoy el director ejecutivo de Wall Mart gana 900 veces más, como explica el historiador Tony Judt en su último libro antes de morir: “Algo va mal”. ¿Este disparatado aumento en las retribuciones de los directivos ha estado ligado a su productividad? La estadística demuestra que no: en plena crisis, los sueldos de los altos ejecutivos no han parado de subir. Según los datos de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), la retribución media de los consejeros del IBEX 35 aumentó en 2011 un 4,4%. También creció un 3,1% el sueldo medio de los altos directivos. Sobra decir que los resultados empresariales o bursátiles de estas compañías no han sido, ni mucho menos, equivalentes. Estas subidas tampoco fueron la anécdota del 2011: se han producido de forma casi continuada desde hace décadas, sin crisis o con ella. Pero es ahora, con una situación económica que lleva a amplios sectores de las clases medias al borde de la exclusión y dispara la irritabilidad de la sociedad, cuando hasta un ministro de Economía conservador se ve obligado a cuestionar públicamente la situación. Es fácil de entender la razón.

Ineficiente, además de injusto

El aumento en la desigualdad salarial no solo es preocupante por su falta de ejemplaridad en momentos de crisis: también es un riesgo real para toda la sociedad. La desigualdad económica a la larga no solo es un problema para los países por una cuestión ética o de solidaridad: también afecta a la eficiencia. El último libro del premio Nobel Josep Stiglitz, “El precio de la desigualdad”, lo explica bastante bien. “La desigualdad reduce el crecimiento y la eficiencia”, escribe Stiglitz hablando de Estados Unidos, aunque su discurso también es aplicable a la nueva Europa de la austeridad. “La falta de oportunidades implica que el activo más valioso con el que cuenta la economía (su gente) no se emplea a pleno. Muchos de los que están en el fondo, incluso en el medio, no pueden concretar todo su potencial porque los ricos, que necesitan pocos servicios públicos y temen que un Gobierno fuerte redistribuya los ingresos, usan su influencia política para reducir impuestos y recortar el gasto público. Esto lleva a una subinversión en infraestructura, educación y tecnología, que frena los motores del crecimiento”.

Más allá de la sociedad en su conjunto, el desmesurado crecimiento en las retribuciones de los altos directivos tiene un pagano directo: los accionistas. Son ellos quienes primero pierden con unos sueldos que no suelen tener relación alguna con la productividad. En palabras del expresidente de la CNMV Manuel Conthe, publicadas el año pasado en El País: “Si el mercado fuese altamente competitivo, con procesos de selección a nivel mundial, se aplicaría la lógica de mercado en los sueldos para fichar al mejor en algo... Pero en España la provisión de puestos directivos se hace con poca luz y taquígrafos, entre las partes vinculantes, y en cambio, se aplican salarios del mercado más rabioso”. Dicho de otra manera, en boca de la nada sospechosa de comunista, Angela Merkel: “Comprendo que gane mucho quien hace mucho por su empresa y sus empleados; pero, ¿por qué se debe ahogar en dinero a los incompetentes?”.

Esta política salarial donde el alto ejecutivo siempre gana, pase lo que pase con su compañía, no solo es injusta con los accionistas porque deteriore la rentabilidad. El principal problema es otro: cómo una equivocada política de recompensas para los altos ejecutivos puede minar la supervivencia de una gran empresa al provocar una desmesurada asunción de riesgos y decisiones cortoplacistas que, a la larga, acaban siendo suicidas. Obviamente, ningún propietario de una empresa tomaría decisiones que provocasen subidas en bolsa si fuese consciente de que a largo plazo son decisiones tóxicas. Pero cuando las retribuciones están ligadas a la cotización bursátil –con mecanismos como las stock options–, el interés de los propietarios de una empresa y el de sus gestores no siempre coincide: puede ser diametralmente opuesto y a la larga provocar el enriquecimiento de los ejecutivos a costa de la quiebra de la compañía. Ese perverso modelo de recompensas –un juego donde gana el ejecutivo a costa de asumir unos riesgos desmesurados que acaban hundiendo la empresa– fue precisamente una de las razones que provocó el colapso de la gran banca de inversión occidental durante la crisis de las subprime. ¿Capitalismo en estado puro? Al contrario: falta de transparencia, falta de gobernanza y falta de información; precisamente lo peor que a un mercado le puede pasar.

Publicado en la revista Uno

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