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La escuela pública naufraga en la integración de niños con autismo

Las mochilas de varios escolares, en el suelo del patio de colegio. / Efe

Elena Cabrera

El día que conocí a Ignacio, de 9 años, a su madre Núria y a su profesora María, acababan de recibir una carta que relajaba la crispación de las últimas semanas. Estaba firmada por Belén Aldea, directora del Área Territorial de Madrid-capital de la Consejería de Educación que encabeza Lucía Figar en la Comunidad de Madrid. En ella se retractaba de la decisión comunicada en otra carta de similares características enviada unas semanas antes.

Entre una y otra carta, mucho ruido, reclamaciones y una petición firmada por 26 profesores e integradores sociales. “Si no hacemos nada...” dice Núria, “nos la cuelan”, acaba María la frase. La idea de Belén Aldea consistía en unir las dos aulas de Tercero de Primaria del colegio Menéndez Pidal en una única aula de Cuarto con 32 alumnos. Este colegio del barrio de Moratalaz está teniendo una baja matriculación y, con los números sobre la mesa, juntar dos aulas en una parece un ahorro. Y recortar es la premisa, de todas partes; por muy pequeño que sea el ajuste parece bienvenido. Una clase de 32 alumnos puede que no parezca un gran despropósito si observamos el colegio público Menéndez Pidal como una hoja de cálculo, sin entrar realmente en las aulas de este centro tan especial.

Intentemos hacerlo aquí, aunque sea de una manera imaginaria. En esta hipotética clase de Cuarto de Primaria del curso 2013-14 hay 32 niños, de los cuales cinco son de educación compensatoria –niños que vienen de niveles socioeconómicos y culturales muy bajos y que llevan un desfase entre su ambiente sociofamiliar y el escolar de dos años a nivel curricular– y otros cinco tienen necesidades educativas especiales. De estos últimos cinco, dos tienen Trastornos Generalizados del Desarrollo (TGD), una catalogación que incluye a los niños con autismo, como Ignacio.

Este aula símbolo de la crisis y los recortes, que por ahora parece descartada, mide 43 metros cuadrados, así que cada niño tiene que reducirse a un espacio de 1,35 metros cuadrados. Mientras Núria y María me explican esto, Ignacio no para de moverse a nuestro alrededor en una calle cercana al colegio. Coge mi bolso, pide agua, come gusanitos, sube y baja las escaleras, abraza a su madre y a su profesora, pide agua, sigue comiendo sus gusanitos, quiere irse, tira mi bolso, coge mi casco de ir en moto. Esta tranquila calle peatonal y este banco en la que estamos sentados se hacen pequeños ante la inquietud de Nacho. Es absolutamente imposible confinarle en 1,35 metros cuadrados. Y es más, ¿con un tercio de alumnos (10 de 32) con necesidades especiales es posible la normalización y la inclusión?

La pregunta se la hacen los profesores pero es retórica, saben que es imposible. Es junio y tienen una carta, pero hasta que no llegue septiembre y sigan teniendo dos aulas, no bajarán la guardia.

Este cole es especial. Si se trataba de apostar por la inclusión de niños con trastornos generalizados del desarrollo (autismo, Asperger y otros) en la etapa de Primaria –sólo 155 centros en la Comunidad de Madrid lo hacen– este lo hace doblemente, pues es uno de los pocos que tiene dos aulas, es decir, 10 alumnos. En algunas asignaturas, estos 10 alumnos están en el curso que les corresponde por edad, como el resto de sus compañeros, y cuando no, se reúnen en su aula. Para trabajar con estos niños, el colegio contrata dos maestros de Pedagogía Terapéutica –María es una de ellos– y dos integradores sociales.

Por su grado de afectación, Nacho es un niño que puede ir a un colegio público como este y beneficiarse, tanto él como sus compañeros de clase, de un modelo inclusivo porque la sociedad que le espera fuera del colegio, como dice Núria, también es inclusiva.

Si no existieran centros con estas aulas, Ignacio tendría que ir a uno de Educación Especial, donde no se relacionaría con niños sin trastorno del desarrollo. Viviría en una burbuja compartida por otros niños con los mismos problemas comunicativos que él. Pero aquí Nacho está muy bien. Cuando se dirige al metro –vive a 7 kilómetros de allí, no le queda más remedio que usar transporte– se encuentra con un compañero de clase, y se alegra mucho. Su madre le pide que salude. Su amigo espera con paciencia, sabe bien cómo relacionarse con Nacho y le sale de manera natural, no deja de sonreír. Se dicen hola. Se abrazan.

“De este modelo inclusivo no sólo se benefician estos niños, sino todo el mundo” explica María Mallol, “porque los otros niños ven cómo las personas somos diferentes y que los niños como Nacho tienen dificultades en algunas cosas pero potencialidades en otras. También el profesorado, porque cuando tienes un niño de este tipo y tienes que buscar estrategias para adaptar tu metodología para que le llegue a él descubres que el resto de la clase dice 'ah, lo he entendido todo'”.

Desde el lado de la familia, Núria González también lo ve así: “Las cosas que tú creías que iban a ser de una manera son de otra y tú que tenías planeada una manera de vivir, de enseñar, de ser madre, te ves obligada a salir de tu área de confort porque estos niños no responden a las estrategias normales. Pero cuando lo haces descubres que mejoras como persona, como profesional, como madre. Yo tengo otro hijo sin ninguna dificultad y considero que le estoy dando un privilegio de tener un hermano así, de ver otras cosas”.

Sí, sobre plano, parece una buena construcción. Pero, como dice Núria, “el papel lo sostiene todo”. Primero, la dotación a los centros para hacer funcionar estas aulas es escasa, insuficiente y suele llegar tarde. Ellos necesitan ordenadores, apoyos visuales, una pizarra digital que no tienen, presupuesto para elaborar material y plastificar. Una frase que escucha la maestra con frecuencia: “Oye, que no compréis más cosas que no me ha llegado la dotación, esperaos a ver”.

La madre de Ignacio está muy indignada con las decisiones que se toman en Madrid en materia educativa: “Es muy triste que se está pagando a los niños del bilingüismo el examen del Cambridge, que tiene un coste de 100 euros por los derechos de examen que pagamos todos. El bilingüismo es una mejora, lo de mi hijo es un derecho. Si no hay dinero para los derechos, no puede haber dinero para las mejoras. Si ese examen se hiciera con su equivalente de Cuarto en la Escuela de Idiomas, el coste sería cero porque pertenece a la red de educación pero vende mucho más decir que tienes el certificado de Cambridge. Estoy pagando a todos los niños de institutos bilingües que se examinen del Cambridge pero para mi hijo no hay dinero. Para mi hijo, para los niños con dislexia, para los niños con disfasia, para eso no hay dinero, porque vende menos”.

“Donde no puede romperse la cadena es por el eslabón más débil”, incide Núria, que ha recorrido todos los despachos posibles, enviado mil cartas, cursado solicitudes, recabado apoyos y que hubiera forzado que Ignacio quedara sin escolarizar si no le hubieran dado plaza en un colegio normal, como en el reciente caso ocurrido en Palencia. “No podemos dedicarnos a poner pajaritas cuando hay quien va descalzo. Del Cambridge no se habla en la Ley y de la inclusión sí se habla en la Ley. Por lo tanto hay que cumplir con lo que dice la Ley que ellos mismos han publicado. Cuando se cumpla con la Ley, iremos a lo siguiente. Es como si yo pido dinero para ponerme tetas de silicona cuando otros se mueren de cáncer. Pues no puede ser, Núria. Cuando hay poco dinero, tus tetas de silicona tendrán que esperar y operaremos de cáncer. Que haya más gente que quiera tetas de silicona que enfermos de cáncer y se les atienda antes es simplemente lo que está ocurriendo en la educación”.

La tensión entre las concesiones a la escuela pública y a la concertada es otra de las características de ese laboratorio de ideas exportables que es el modelo educativo madrileño. El otro hijo de Núria va a una escuela diferente a la de su hermano, una concertada, porque no le dieron plaza. “La pública acepta la diversidad pero en cambio se la castiga más que a quien no la acepta y no se les penaliza. Estoy harta de ver cómo algunas concertadas devuelven todos los años las plazas de necesidades específicas. La Consejería reserva tres plazas para niños con estas necesidades, no necesariamente como Ignacio, pueden ser niños con cosas más pequeñas y curiosamente esas plazas se devuelven para que entren niños sin ninguna dificultad, por lo que hay colegios que no tienen niños con dificultades. Y si quieren dinero público tienen que querer niños públicos. Lo que no está bien es que yo pague la concertada pero mi hijo, y muchos otros, no puedan ir”.

Núria vuelve a hacer una comparación: “Tú tienes un negocio privado o un cole privado y quieres niños guapos, altos, rubios, inteligentes, que huelan bien, pues bueno, es tu negocio privado pero si te estás beneficiando del dinero de todos tienes que aceptar los niños de todos. Si no, estás defraudando el concierto que firmaste. Y eso se permite”.

No son niños autistas. Es lo primero que me enseña la profesora. A Núria le gusta explicar con ejemplos que me ayudan, como a los compañeros de clase de Ignacio, a comprender muchísimo mejor y escribir este artículo con mayor seguridad: “Yo tengo el pelo marrón pero yo no soy marrón”. Ignacio no es un niño autista. Es un niño y tiene autismo. Sólo había conocido a un niño –una niña– con autismo antes que a él, y ni siquiera la conocí en persona: María, la hija de Miguel Gallardo, en su cómic y en su película. No sabía cómo tratarle, me daba miedo que no me entendiera, no quería que se enfadara conmigo. Le observo de reojo, es un niño guapo, delgado, rubio, con un flequillo molón, los ojos afilados e irritados por la alergia. Quiere tirar mi casco al suelo porque es su manera de expresar que mi presencia allí retrasa el momento de la vuelta a casa, del viaje en metro que le gusta mucho.

“¿Me dejas tocar el casco?” me dice, después de que su madre le indicara cómo hacer la pregunta. Le digo que sí y a él le hace gracia ver su reflejo, deformado, en la superficie negra y brillante. Caminamos hacia el metro y andando lo va golpeando con las manos mientras repite “me dejas tocar el casco, me dejas tocar el casco”. Claro que sí, me pongo contenta. Al final Nacho encontró un juego para unirnos, no estaba enfadado. Dice “adiós, Elena” cuando nos separamos. Me despido.

Según la Federación Autismo Madrid, uno de cada 150 niños nace con un Trastorno del Espectro del Autismo (TEA), calculando que habría 4.000 personas afectadas en la Comunidad de Madrid. De ellas, 675 se encuentran escolarizadas en Colegios de Educación Especial, 500 asisten a Colegios de Escolarización Preferente para Alumnado con TGD, como el de Ignacio, y 2.187 acuden a colegios ordinarios con apoyo. Es difícil llamar inclusiva a una sociedad que no te hace conocer a un niño como Nacho hasta que no te lo cruza un reportaje por el camino.

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