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Inquisition Reloaded (primera carta a Suiza)

Anna Gabriel, durante su entrevista a una televisión suiza.

David Fernàndez / August Gil Matamala

«Hace tiempo que no acepto lo que no se puede cambiar, cambio lo que no se puede aceptar» Angela Davis

El miedo es una tecnología del poder. La excepción es una tecnología de gobierno. Ambas dos convergen hoy para vulnerar y violentar la libre voluntad democrática mayoritaria de la sociedad catalana. Desde ayer, sí, sabemos que nuestra amiga y compañera Anna Gabriel Sabaté se quedará en Ginebra. Refugiada en 2018. Considera, con todas las razones de su parte, que sus derechos fundamentales y procesales ya no están garantizados ante un tribunal especial que pedirá hasta penas de 30 años de cárcel. Por haber convocado un referéndum de autodeterminación, aprobado por mayoría democrática en sede parlamentaria, y por respetar los resultados. Ese es, dicen, el extraño delito de rebelión y sedición que les atribuyen: dar la palabra a la ciudadanía. En un extrañísimo golpe de estado que en vez de secuestrar urnas, las pone. El mundo al revés de la excepción.

Tan lejos y tan cerca, retornan hoy palabras antiguas del ayer, demasiado conocidas por este pueblo durante décadas pasadas –represión, cárcel, exilio. También Ginebra, en épocas distintas y oscuras, acogió a Pau Casals, Mercè Rodoreda o Aurora Bertrana. En una de los últimos autos judiciales que mantiene encarcelado al exconseller de Interior del Gobierno catalán se lee vergonzosamente: «el investigado mantiene lógicamente su ideario soberanista». Otra frase antológica que certifica la persecución ideológica y la condición política de los presos, en una renovada inquisición postmoderna que expide chantajes inaceptables en cada resolución. Acto de fe maccarthista: o renuncias y abjuras o a la hoguera represiva. Lejos, muy lejos, quedan las palabras del juez que hoy juzga a unos pocos para condenarnos a todos. La pronunció Pablo Llarena en 2012: «la cuestión de la identidad catalana y la integridad del Estado español no tienen solución judicial, sino política“.

La inquisición, como tecnología del castigo, es universalmente conocida. Hoy, ahora y aquí, se condensa en el terrible grito del «a por ellos!», de matriz persecutoria y ratificación borbónica, con el que las unidades policiales salían de sus comisarías para reprimir brutalmente el referéndum catalán del primero de octubre. Comunidad contra imposición, no pudieron evitarlo gracias a la determinación colectiva y la dignidad compartida, arraigada en una sólida resistencia civil pacífica y no-violenta, de más de dos millones de personas –de bomberos a estibadores, de las abuelas a los agricultores– que protegieron escuelas, personas y urnas para preservar la democracia frente a la virulencia policial. El tres de octubre, cosa sabida, el país vivía la mayor huelga general desde el final de la dictadura franquista. Así están las cosas.

¿Y entonces? Entonces lo que nos pasa es que estamos bajo la doctrina del shock, explicada al detalle por Naomi Klein: nos imponen por vías judiciales autoritarias lo que ya saben que son incapaces de ganar por vías democráticas. Quieren imponer represivamente lo que ya no pueden conseguir electoralmente. Anulan la política, proscribiéndola: azuzan la excepción para impedir la solución.

Finalmente, la gramática internacional del conflicto político catalán es tan sencilla como una urna democrática prohibida. Hace dos meses, la Ministra de Defensa del Gobierno español –salpicado hasta los tuétanos por una corrupción sistémica– afirmó que pondrían ‘urnas de verdad’ en las elecciones del pasado 21 de diciembre. Decía también que las habían convocado para ganarlas ellos: pero de 135 diputados, el PP sólo obtuvo 4. De forma persistente, cada vez que se ponen urnas –lo único que reclamamos– el independentismo vuelve a ganar. Hace dos meses sumó un apoyo electoral del 47,5%, con 100.000 votos más respecto a 2015 y en unas elecciones marcadas por una participación histórica. En un país donde la idea de referéndum como mecanismo democrático resolutivo –Escocia, Quebec– tiene el apoyo del 80% de la sociedad y toda la negativa absoluta y absolutista del Estado.

Al reclamo de más y mejor democracia, el Estado español ha respondido en los últimos meses, bajo la noción de venganza y castigo, con una aplicación inconstitucional y expansiva del artículo excepcional 155 –nunca utilizado antes. Recurriendo al autoritarismo, se ha disuelto un parlamento, se ha depuesto un gobierno, se ha intervenido toda la administración catalana y ahora pretenden iniciativas ilegales contra el modelo educativo catalán. El rastro de la represión tiene su oscura contabilidad: 1.066 heridos, 900 investigados judicialmente –entre ellos, 700 alcaldes–, seis exiliados y cuatro presos políticos. Y 140 agresiones ultraderechistas.

Esos hechos son los que han motivado que este mismo enero ‘The Economist’ haya definido al Reino de España como democracia ‘flawed’. Defectuosa. Un defecto persistente que ha provocado un cierto milagro. El ‘milagro catalán’ logrado por el Estado español: convertir una sociedad históricamente tranquila, paciente y pactista en una comunidad resistente, disidente y desobediente. Hay que hacer las cosas muy mal para conseguirlo.

Esa anomalía democrática, con todo, viene de lejos y dura demasiado. Desde 2010 nos regimos por una ley que no votamos del todo: con el apoyo del 90% del arco parlamentario, y refrendado en referéndum, el nuevo Estatut de Catalunya fue recortado y cepillado en aspectos clave por la judicatura española. Como señala el constitucionalista sevillano Pérez Royo allí se produjo el primer ‘golpe de Estado’. Desde entonces, esa excepción ha persistido. Se han suspendido más de 40 leyes aprobadas por amplias mayorías en el Parlament. Cuando decimos que no nos podemos gobernar remitimos directamente a eso: de esas 40 leyes, 26 han sido definitivamente fulminadas y anuladas por el Tribunal Constitucional, monitorizado gubernamentalmente, teledirigido políticamente y colonizado partitocráticamente. Alguna de aquellas leyes tumbadas eran tan necesarias como las de pobreza energética, igualdad entre mujeres y hombres o la de lucha contra contra el cambio climático. Cualquiera se iría de un lugar donde le maltratan, le sabotean las leyes que aprueba y donde se encarcela a sus cargos electos.

¿Qué le pasa, entonces, a la sociedad catalana y española? Si tuviéramos que sintetizarlo brevemente, recurriríamos a la paradoja: una nación sin estado se enfrenta a un estado sin nación. En gris perspectiva, la construcción histórica de España ha sido un reiterado fracaso histórico, una construcción fallida de sus élites que ha pretendido siempre homogeneizar lo que es plural, negar lo que es diverso, perseguir lo que es diferente y divergente. Y aún así, enfrentados a un durísimo nacionalismo de Estado, hemos dicho siempre que no somos nacionalistas. Ya lo hemos sufrido demasiado. Somos demócratas. Y somos independentistas, eso sí y eso siempre: reclamamos poder decidir libre y democráticamente nuestro presente y nuestro futuro. Soberanamente. Causa autodeterminación, defendemos la razón democrática de la libertad política catalana frente al principio ultranacionalista, base ideológica de la dictadura franquista, de la «inquebrantable unidad de España». Ni más ni menos y como necesaria obviedad: anhelamos para nosotros lo mismo que deseamos para todos los pueblos del mundo. Gobernarnos democráticamente.

Miedo y excepción van siempre de la mano de una propaganda oficial que es el salvoconducto de la mentira. Razón de Estado, demofobia contra democracia, porras contra urnas, la diplomacia españolista dispara cada día sus fakenews y sus postverdades absurdas pero efectivas: desde la ridícula negación de la violencia policial, hasta equipar perversamente el pacifismo activo con una criminalidad sediciosa, pasando por tratarnos de región rica y insolidaria o incardinarnos falsamente en el peligroso destropopulismo que combatimos –de Trump a Le Pen– y que recorre un mundo a la deriva. Cuando es, precisamente, todo lo contrario: las bases del proyecto republicano catalán son eminentemente democráticas, democratizantes y democratizadoras frente a una sociedad con un 23,5% en riesgo de exclusión social, un millón y medio de pobres y un paro cronificado en medio de crecientes desigualdades sociales.

Si hay algún «hecho nacional catalán» se llama, afortunadamente, migración: venidos de todas partes hemos ido construyendo una casa común, no sin dificultades, durante el siglo XX. En los últimos quince años, mientras Europa decaía por el abismo xenófobo, se ha acogido millón y medio de personas llegadas de 187 orígenes diferentes. El país antiracista que reivindicamos es así: plural y diverso, mestizo y coral.

Desde el retrovisor de la memoria, tal vez valdría la pena recordar que Franco no tubo ningún Nuremberg y no acabó, como Mussolini, en ninguna plaza partisana. La mal llamada ‘transición española de la dictadura a la democracia’ se forjó bajo la plena impunidad de los crímenes y fortunas del franquismo, la continuidad en el poder de sus élites y una espesa ley del silencio. Han pasado ya 40 años, por supuesto, y muchas cosas han cambiado hasta llegar al actual punto de inflexión inquisitorial, retroceso antidemocrático y regresión autoritaria que afecta a la sociedad catalana, pero también a tuiteros, titiriteros, humoristas y músicos en todo el Estado. Lodazales y fangos, cabrá recordar el precio de la amnesia, la factura del olvido, que todavía pagamos: 114.226 persones enterradas aun en fosas comunes y 65.000 sentencias de los tribunales franquistas contra luchadores y luchadoras antifascistas catalanes que no fueron anuladas, en un acto de reparación histórica del Parlament de Catalunya, hasta julio de 2017.

Los sueños, los malos y los buenos, suelen abolir el tiempo y empequeñecen las agendas. Pero en el dilema global de si el mundo será más o menos democrático, la sociedad catalana ha optado claramente, y años ha, por la primera. Antes de ayer, hace seis meses, las calles se llenaban bajo el “no tenemos miedo” contra los atentados yihadistas en las Rambles, en solidaridad con todas las víctimas en cualquier lugar del mundo. Antes de ayer hace un año, las calles de Barcelona acogían la mayor manifestación europea de solidaridad con los refugiados ante la inhumanidad del momento. Antes de ayer también, hace 15 años, Barcelona registraba la mayor movilización registrada nunca antes: contra la guerra ilegal que devastó Irak.

Sí, de acuerdo, es posible que este sea un proyecto antihistórico: todos los que se rebelan contra la inquisición postmoderna lo son. Antihistórico porque pretende transformar situaciones injustas renunciando explícitamente a los mecanismos históricos habituales –dominación, imposición, violencia– y escogiendo siempre democracia, soberanía popular y justicia social.

Anna está en Ginebra, sí. Nunca se ha perdido ninguna de las iniciativas que nos han implicado en mil luchas sociales compartidas. Es de las que piensa que la pregunta ya no es si otro mundo es posible, sino como es posible que este sea tan imposible para tantos millones de personas. Está en Ginebra, sí, pero la conocimos hace mucho en Gusen. Arraigada a la tradición emancipadora y humanista europea, dimos con ella hace 13 años: ante las puertas del horror del campo de Mauthausen y con motivo del 60 aniversario de la liberación de los campos nazis. Hoy, lejos de casa, dignifica una comunidad política en resistencia, desde una opción sociopolítica feminista, ecologista, antifascista y anticapitalista.

Corrandas de exilio, sillas vacías y vacíos del alma, no sabemos cuando podrá volver. Para hacer que vuelva, habrá primero que derrotar toda excepción. No queremos más presos ni exiliados: ni uno más. Por eso ayer, a pesar de todo, Anna Gabriel no faltó a la cita puntual con la libertad: y por eso no compareció ante el tribunal que la persigue. No nos dejéis solos con la inquisición.

David Fernàndez (Vila de Gràcia, 1974) es periodista, activista social y exdiputado.

August Gil Matamala (Barcelona, 1934) es jurista, miembro de la Comissió de Defensa del Col·legi de l'Advocacia de Barcelona y expresidente de l’AED (Associación Europea de Abogados Demócratas).

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