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Economía colaborativa: límites urgentes

Enrique Benítez Palma*

La llamada economía colaborativa o economía compartida (si nos atenemos a una traducción más adecuada del término original, sharing economy), ha supuesto una importante innovación en los modelos de negocio, derivada por una parte de la aplicación masiva de las nuevas tecnologías y por otra de la popularización del precepto “el acceso es la nueva propiedad” (access is the new ownership), según el cual no es ya necesario poseer un bien para poder disfrutar de sus prestaciones. Así, quizá fue Spotify el primer ejemplo auténtico de esta economía compartida: a través de conexiones en red P2P (peer to peer), cualquier persona suscrita a esta plataforma podía disfrutar de cualquier tipo de música que estuviese disponible para compartir en dispositivos electrónicos, portátiles o tabletas.   

Hay un poco de trampa en este concepto, ya que para compartir, alguien tiene que poseer. El lema que llama a compartir lo que nos sobra o lo que no utilizamos del todo es a priori eficiente y solidario, y desde luego ha revolucionado el mundo de la música y de los derechos de propiedad intelectual. Los valores de la economía compartida no sólo tenían que ver, en sus orígenes, con el ahorro de dinero y el aumento casi ilimitado de una oferta hasta entonces finita (pensemos en toda esa música que podíamos escuchar sin la necesidad de comprar los soportes físicos, cedés o vinilos). También mucha gente se subió al carro por cuestiones más románticas y altruistas, como conocer gente, ayudar a los demás, tener una experiencia o reducir el hiperconsumismo. Las encuestas así lo avalaban.  

Sin embargo, la extensión de este modelo de negocio, de manera descontrolada y sujeta a una escasa o nula regulación, ha puesto sobre la mesa un debate postergado en la mayoría de los países occidentales. La etiqueta de la economía colaborativa o compartida es una excelente herramienta de márketing (hay expertos que incluso la engloban en la economía solidaria y la economía ciudadana), pero al espíritu joven y casi altruista original, enfocado a la idea de abaratar costes y de procurar unos ingresos para esos jóvenes precarios de todo el mundo, ha sucedido una aplastante lógica capitalista. Hoy por hoy, la economía colaborativa se enfrenta a dos grandes cuestiones: la delimitación del concepto y la conversión de sus empresas más exitosas en poderosas multinacionales, como la estadounidense Airbnb o la francesa Blablacar.  

UBER, CASO PARADIGMÁTICO   

Es urgente que el universo colaborativo delimite qué es y qué no es economía colaborativa o compartida, porque de lo contrario puede estar abocado al fracaso y a la antipatía de amplios sectores sociales. Hablamos, por supuesto, de Uber, una empresa ya transnacional, que supera en valoración bursátil a otros grandes conglomerados tradicionales, y que opera bajo el paraguas maravilloso de la economía colaborativa cuando en realidad es una empresa de ‘economía a demanda’ (economy on demand), cuya principal ventaja competitiva consiste en poner a competir a particulares contra profesionales.    

Uber es un caso paradigmático de los peligros que supone eludir el debate público. El sector del taxi es un sector muy contestado en muchos países, maniatado ahora por la misma regulación que impedía cualquier tipo de competencia, tanto externa como interna. En España, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha emitido varios dictámenes contra ordenanzas municipales muy proteccionistas, dada la capacidad de movilización del sector. Pero hay que preguntarse en voz alta si lo que queremos es la sustitución del taxi por una suma de conductores particulares, que además sólo cobran en función de los servicios que presten.  

En Estados Unidos, los trabajadores bajo este régimen se acaban de agrupar exigiendo más derechos laborales. Son los llamados independent workers, sin vinculación laboral con plataformas como Uber y otras muchas de esta galaxia creciente de entidades que operan bajo fórmulas similares. No está de más recordar que en Reino Unido la flexibilidad laboral ha permitido la creación de los “contratos de cero horas” (zero hours contracts), contratos de pura y dura disponibilidad, y  que la Friedrich Ebert Stiftung, una fundación vinculada al SPD y a los sindicatos alemanes, alerta sobre la extensión del llamado “empleo atípico” y sus efectos sobre las pensiones y el Estado de bienestar.  

Por tanto, es urgente una delimitación que permita poner a cada uno en su sitio, y propiciar una legislación adecuada para favorecer la competencia (en la que todos creemos), pero con reglas similares para todos.  

LA MAYORÍA DE EDAD DE LA ECONOMÍA COLABORATIVA

La economía colaborativa se ha hecho mayor muy pronto, y ya hay varios niños prodigio actuando en los escenarios de todo el mundo. Uno de ellos es Airbnb y otro es Blablacar. Veamos qué pasa con estas plataformas, que sí pueden definirse con absoluta claridad como “economía colaborativa”.  

Airbnb propone una plataforma que pone en contacto a personas que disponen de alojamiento no utilizado (habitaciones, viviendas) con personas que desean disfrutar de un tipo de alquiler vacacional no hotelero. Las ventajas son indudables para todos: la oferta recibe ingresos adicionales, y la demanda puede viajar (en plena revolución low cost) a precios asequibles. Hoy por hoy, una familia española estándar (pareja con dos hijos) sólo puede tirar de hotel en destinos turísticos como Benidorm, Roquetas de Mar o Port Aventura. Esta opción abre el abanico de posibilidades. Diversos estudios realizados en Estados Unidos han concluido que Airbnb no compite con la oferta hotelera. Sin embargo, la Asociación de Hoteles de Nueva York denuncia que, de hecho, Airbnb opera como una cadena hotelera más, pero sin los costes, la reglamentación o la presión impositiva que sufren los hoteles.  

Algo parecido ocurre con Blablacar en el sector del transporte. Es cierto que por ahora sólo transporta anualmente a 600.000 viajeros en Europa (cifras de 2014). Pero también es cierto que está sacando tajada de un sector sujeto a una regulación muy estricta en materia de seguridad y de condiciones laborales. 

CONCLUSIONES  

El mundo de la economía colaborativa ha supuesto una revolución que ha llegado para quedarse. Aplica las nuevas tecnologías para hacer un uso más eficiente de los recursos disponibles (habitaciones y viviendas vacías, asientos desocupados, etc.) y ha tenido la virtud de agitar las aguas mansas de sectores demasiado protegidos e inmovilistas (turismo, transportes) que seguían actuando en el siglo XXI con la lógica económica del siglo XIX.  

Ahora bien, estas empresas, en ausencia de una regulación específica, están triunfando porque han puesto a competir a particulares contra profesionales, una competencia desigual y brutalmente injusta. No en vano el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han ha hablado de “mercantilización del comunismo” al referirse a este modelo de negocio, que ha puesto precio a lo que antes era altruismo comunitario. También el sociólogo español Jorge Galindo ha escrito sobre “la explotación silenciosa” que todo esto supone. 

Bienvenida sea la competencia, siempre buena para la sociedad, pero cuidado con la aprobación entusiasta de la tiranía del low costlow cost. Si lo que deseamos es una espiral de bajos precios en todo, las primeras víctimas van a ser los salarios y las relaciones laborales. Un precio que pagar demasiado alto, y que en absoluto es colaborativo ni solidario. 

* Enrique Benítez Palma es economista y consejero de la Cámara de Cuentas de Andalucía.

[Este artículo ha sido publicado en el número de diciembre de la revista Alternativas Económicas, a la venta en quioscos, librerías y app.  Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

La llamada economía colaborativa o economía compartida (si nos atenemos a una traducción más adecuada del término original, sharing economy), ha supuesto una importante innovación en los modelos de negocio, derivada por una parte de la aplicación masiva de las nuevas tecnologías y por otra de la popularización del precepto “el acceso es la nueva propiedad” (access is the new ownership), según el cual no es ya necesario poseer un bien para poder disfrutar de sus prestaciones. Así, quizá fue Spotify el primer ejemplo auténtico de esta economía compartida: a través de conexiones en red P2P (peer to peer), cualquier persona suscrita a esta plataforma podía disfrutar de cualquier tipo de música que estuviese disponible para compartir en dispositivos electrónicos, portátiles o tabletas.   

Hay un poco de trampa en este concepto, ya que para compartir, alguien tiene que poseer. El lema que llama a compartir lo que nos sobra o lo que no utilizamos del todo es a priori eficiente y solidario, y desde luego ha revolucionado el mundo de la música y de los derechos de propiedad intelectual. Los valores de la economía compartida no sólo tenían que ver, en sus orígenes, con el ahorro de dinero y el aumento casi ilimitado de una oferta hasta entonces finita (pensemos en toda esa música que podíamos escuchar sin la necesidad de comprar los soportes físicos, cedés o vinilos). También mucha gente se subió al carro por cuestiones más románticas y altruistas, como conocer gente, ayudar a los demás, tener una experiencia o reducir el hiperconsumismo. Las encuestas así lo avalaban.