Abanderados

Y entonces llegó Banderas. El discurso del actor malagueño, desde ayer Hijo Predilecto de Andalucía, nos cogió desprevenidos. Acostumbrados al cabreo generalizado, a que cada día nos metan el dedo en la llaga y remuevan nuestros peores sentimientos, sus emocionantes palabras en el 28-F nos han permitido elevarnos, siquiera momentáneamente, por encima de nuestras vísceras y pensar en nosotros, los andaluces, no como una causa perdida, sino como una sociedad capaz de grandes cosas.

Porque esta crisis no sólo nos está empobreciendo económicamente. Nos está comiendo por dentro. Después de cinco años de sufrimiento y mentiras, ya casi no nos acordamos de qué era no estar enfadados, no estar hartos, no tener ganas de tirar la toalla o de retorcerle el pescuezo a alguien. Vamos a las manifestaciones y gritamos consignas –“PSOE y PP, la misma mierda es”, se oía ayer frente al Teatro de la Maestranza- que brotan de nuestras entrañas, desde lo más profundo, pero no siempre de lo mejor de nosotros.

Estamos cansados de estar indignados. De la crispación, propia y ajena. Cada noche nos vamos a dormir con un “ya está bien” y nos levantamos con un “no puedo más”. Nos han arrebatado la esperanza y la autoestima. Y nos dicen que no hay nada que hacer, que sólo toca sufrir y maldecir y padecer y renegar y, al final de todo, aguantarnos.

Churchill prometió “sangre, sudor y lágrimas”, pero también fue capaz de transmitir a su país la confianza en sus posibilidades, en su capacidad de aguante, el orgullo de resistir, codo con codo, solidariamente, ante la adversidad. La promesa de una sociedad que saldría de aquella guerra siendo mejor que antes. ¿Cómo habrían, de lo contrario, aguantado tantas calamidades si el mensaje de su líder hubiera sido que esto es lo que hay?

Hacen mucha falta emociones como las que transmitió ayer Banderas: limpias, estimulantes, movilizadoras. Nos recordó que la gente de la cultura, además de divertir y entretener, sabe como pocos canalizar esa energía. Algunos podrán decir que su discurso no resuelve nada, no borra ni un solo parado de la lista del INEM, no devuelve su vivienda a ninguna familia desahuciada ni reabre las miles de empresas cerradas. Es verdad. Y, al mismo tiempo, sí que cambia muchas cosas. Nos cambia a nosotros, porque nos inspira a ser mejores. Porque nos invita a mirarnos al espejo sin la habitual mueca de rabia.