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El día que Montesquieu señaló a los jueces

El juez de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón, en una imagen de archivo.

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Hay una neolengua o si prefieren jerga de los políticos, incluyo a los medios, que marca el territorio de lo aceptable. Para los alguaciles de su orden, se entiende. Pensaba en las palabras, acertadas en mi opinión, de Teresa Ribera sobre el juez García-Castellón. Algunos medios se han referido a la crítica de la ministra con el verbo señalar: la ministra ha señalado a un juez. ¡Anda lo que ha dicho!, se oía en mi cole cuando algún niño decía una picardía. Ya de mayorcito también se escuchaba con frecuencia aquello de ¡a mí no me señales con el dedo! Señalar te señala como maldito y no a los señalados.

Y pensaba en positivo en la reacción de su partido, el PSOE, apoyando sus palabras. Y seguía pensando en la que se habría armado si hubiera sido una ministra de Podemos. Las reacciones de la corporación judicial ya eran previsibles y así seguí pensando, ahora en mi incomprensión de la ausencia de crítica, de la falta de autocrítica de los togados, cuando algunos de ellos se vuelcan en un manejo de los tiempos y decisiones que más tiene que ver con la política que con la ley. 

Qué se podía esperar del enquistado Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) o de las asociaciones profesionales de jueces. Es una ingenuidad espantarse porque se irriten de oficio o porque algunos, muchos jueces, estén recibiendo una guía para entorpecer la ley de amnistía, claro filibusterismo procesal, pero sorprende la sorpresa, ¿acaso no se distribuyó algo parecido con la ya casi olvidada ley del sí es sí? Cómo sorprenderse del informe de unos letrados del Congreso sobre la ley orgánica de amnistía en curso. Es de papamoscas.

Alguna vez he señalado que si grave es que los políticos se atrevan a mangonear a algunos jueces, de su cuerda, más grave es que los jueces se dejen y se identifiquen con cuerda alguna, sobre todo porque cuando tienen que tomar decisiones, eligen la conveniencia de su atadura política. 

Lejos de ser leales a su función y a la ley, lo son a su ideología y a la de quien los prefiere y elige; es lo que Gustavo Zagrebelsky, constitucionalista y un día presidente de la Corte constitucional italiana, señaló como fidelidad impropia. Es decir, fidelidad al partido y sus estrategias por delante de la ley, algo, por cierto, que nada tiene que ver con la Constitución cuyo texto señala justo lo contrario.

Un vicio no menor y, además, muy perturbador de la estabilidad democrática. Sin embargo, los jueces no admiten críticas, es más, lo llevan muy mal. Se sienten invadidos, precisamente los menos separados y dependientes del poder político, sea su dependencia explícita, vía un partido, pongamos que el PP, o sea asolapada dependencia de los poderes profundos del Estado, de los que algunos jueces, de manera metajurídica, se sienten representantes, investidos de nobleza. Noblesse d’Etat, o de robe, es decir, nobleza de Estado y de toga, otra raza, en palabras de Pierre Bourdieu.

La injerencia de los jueces en la política no es nueva ni una simple preocupación u ocupación temporal, cuando se da es a tiempo completo. La sufrieron los alemanes durante la República de Weimar hasta allanar el camino del Tercer Reich, por eso la Ley Fundamental de Bonn, recuerda y señala, sin decir diciéndolo ―hago una interpretación libre de El Chavo del Ocho, a aquellos jueces activistas de antaño y tomó sus prevenciones en el nuevo poder judicial, federal y estatal, restablecido en Alemania. 

La democracia clásica griega, mucho antes, vivió estos mismos temores, por eso se esmeró en la forma de elegir a los jueces pero, sobre todo, instituyó la figura de la euthyna para que, como todo ciudadano con responsabilidades públicas, juez o no, tuvieran que rendir cuentas al final de su ejercicio. Más cerca, Eugenio Montero Ríos, ministro de Gracia y Justicia y presidente del Tribunal Supremo, señaló como sigue: “La inamovilidad sin la responsabilidad, es la tiranía del poder judicial”.

Durante estos tiempos de molestamiento judicial se invoca con frecuencia la separación de poderes, su división, y se cita para quedar aseado a Montesquieu. Se sorprenderían los que se atrevan a leerlo de que el sabio jurista francés en su defensa de la separación de poderes y su conveniencia hablara de equilibrios y contrapesos entre los tres poderes, la crítica lo es, como luego insistirían los padres de la Constitución estadounidense. En su Espíritu,  Montesquieu de quien advertía era de los jueces, en aquellos tiempos ya los señalaba.

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