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Juan Carlos se va, la monarquía no
¿Dónde vas Alfonso XII?, se preguntaba Juan Ignacio Luca de Tena, sobre la suerte del rey consorte sentimental de María de las Mercedes. ¿Dónde vas, triste de ti?, le reclamaba la copla, el teatro y el cine. Ahora, lo habríamos sabido al día siguiente de que decidiera marcharse. Los reyes antiguos se iban a Londres o a Roma. El emérito nuestro, puede que a la República Dominicana, como si fuera un proletario en un resort con pulserita de plástico para la barra libre.
Lo mismo que a Franco no le juzgamos sino que murió en la cama, a Juan Carlos I no le hemos echado, sino que se va por su propio pie. También su abuelo, Alfonso XIII, lo hizo en la convulsa primavera de 1931, cuando tomó las de Villadiego después de unas elecciones municipales que ni siquiera ganaron los partidos republicanos, aunque si ganaran en las grandes ciudades, relativamente más lejos del caciquismo y de los pucherazos. Otrosí su padre, don Juan de Borbón --el rey sin tierra que terminó montando su corte en Estoril entre contubernios liberales--, tuvo que salir pitando de la escuela de la Armada de San Fernando y encajarse en Gibraltar, una formidable salida de emergencia para españoles fugitivos, de uno y de otro signo.
Al actual Rey emérito no lo expulsamos, sino que se va aparentemente por su gana tras el consabido pacto con parte del Gobierno, y no a jugar a la brisca en un casino sino a ejercer como campechano en una isla caribeña: ¿quién habrá elegido ese destino? Nos lo han puesto a huevo, para hacer chistes y echar a retozar memes sobre las monarquías bananeras. Cualquier día los borbones cambiarán su escudo de armas: una caja fuerte, sobre campo de gules.
La corona siempre tuvo un componente mágico, que explicaba lo inexplicable en un sistema democrático: esto es, que una familia pudiera heredar una jefatura de Estado por nacimiento y sin concurrir a la ITV de las urnas. Que todo un clan, incluyendo nietos, bisnietos, cuñados presidiarios o ex cuñados en patinete, les toque el euromillón de la zarzuela por derecho de cuna. Eso explica que, en nuestro país, la democracia también tenga un contrato a tiempo parcial y que su luz benéfica no alumbre a la Jefatura del Estado ni alcance sombras tan importantes como las del poder judicial o las de la fiscalía, por ejemplo.
Los reinos hundían sus raíces remotas en jóvenes capaces de sacar a Excalibur de las piedras o de unificar bajo la cruz y la espada a una Península tan montaraz como la nuestra. A la monarquía se le atribuía un papel de hechicera de la tribu, por un poder que emanaba de Dios o del pueblo, y que servía como argamasa mítica de intereses opuestos y de etnias enfrentadas. Más medieval que vintage, cuando empezaron a surgir Cromwells de debajo de las piedras o cuando los franceses sacaron a la pasear a Madame Guillotine, la realeza descubrió el parlamentarismo y también el transfuguismo político: que se lo digan a Fernando VII, el deseado indeseable, que en España terminó pactando con los liberales después de haber intentado exterminarles.
A Juan Carlos I, no le ha abandonado el desodorante ni su viejo halo seductor mucho más cuarteado que el rostro de Robert Redford. Le ha abandonado el amor de su pueblo, esa emoción que a decir de Severo Ochoa y de Joaquín Sabina, consiste en la fundición de la física con la química. Poco a poco, sus enamorados fueron perdiendo interés por aquel galán de cine que salía en el No-Do, al que desfilaba por las calles de la transición como si estuviera inaugurando España, al de los huevos fritos en Lucio, el palco en Las Ventas, el Bribón, el Fortuna, las pistas de Baqueira, los osos europeos, los elefantes africanos, las portadas de El Jueves, las vedettes de lujo, las amistades peligrosas. Sin física ni química, su nación enamorada cualquier día terminaría espetándole a su paso, sin piedad pero sin acritud: “¿Por qué no te callas?”. El rey jubilado sigue siendo, seguro, un sentimental, y no habrá querido quedarse a comprobar el desamor de sus españoles todos, o casi todos.
Definitivamente, no estamos en 1931. Aquel 14 de abril de hace ochenta y nueve años, Alfonso XIII sabía que al reloj de su reinado se le había parado la cuerda, pero a la monarquía borbónica también. Tuvo que venir una dictadura terrible, mucho miedo y una Constitución concebida como un armisticio más que como una utopía, para restaurar a la Corona sobre este país tricolor que incluso en los momentos más álgidos de la popularidad de Juan Carlos I, sus habitantes, que no sus súbditos, asumían el término juancarlistas, porque les daba pudor o les daba la risa si alguien pretendía identificarles colectivamente como monárquicos.
¿Seguimos siendo juancarlistas, después de las cacerías, las corinas, los dineros fugaces, las comisiones sobrecogedoras, etcétera? Ya no nos llenan, en cualquier caso, de orgullo y satisfacción las correrías de aquella suerte de paladín de las libertades que abandonaba palacio embutido en su moto y oculto por su casco, para acudir a arriesgadas reuniones clandestinas, sólo que no eran con abogados con trenka, perilla o jerseys de cuello vuelto estilo Marcelino Camacho. Le pregunté en cierta ocasión a Desmond Bristow, jefe de la sección ibérica del servicio secreto británico en la España de la transición, si seguían de cerca los movimientos del entonces joven príncipe: “¿Juan Carlos? No, Juan Carlos salía en la moto a follar. A quien teníamos vigilado en Portugal era a su padre, que ese sí mantenía relaciones peligrosas”.
Una campaña de imagen perfectamente diseñada le aupó desde la irrelevancia al estrellato. Antes de la muerte de Franco, nadie daba un duro por aquel niño nacido en Roma al que su padre entregó a un dictador como si Abraham hubiera terminado por degollar a su primogénito. Después de asumir el reino sin sentarse en el trono, su papel se tornó imprescindible, si no como árbitro, al menos como juez de línea, para que aquel partido histórico no terminase, como de costumbre, a garrotazos: esa convicción y otras heterodoxias le costó a Santiago Carrillo la secretaría general del PCE. Como antídoto al frecuente ruido de sables y a las temidas pero improbables subversiones izquierdistas, se tejió un blindaje de protección legal a su figura, desde la inviolabilidad frente a cualquier delito que pudiera cometer a la persecución a caricaturistas, periodistas, cantantes o cómicos que tuvieran a mal poner en solfa a su majestad, sirvió para acuñar un respeto mayoritario asentado sobre el papel que aparentemente jugó durante la larga tardenoche del 23 de febrero de 1981, o su intermediación áulica con la comunidad iberoamericana, con su primo Hassan II de Marruecos, o con los jeques árabes, por un quítame allá ese Ave a la Meca.
Una cosa era Juan Carlos y otra su avatar: ambos compartían el campechanismo, pero uno pronunciaba discursos bonancibles en navidad y otro leía libros de cheques; uno alardeaba del catolicismo y otro había borrado de su disco duro todos los dicterios de la Santa Biblia en contra del adulterio. ¿Por qué? Porque podía hacerlo. Era impune. Inviolable. Sagrado. Poco a poco, no obstante, con la minuciosidad de estalactitas y estalagmitas, fue abriéndose paso entre el pueblo uno de los refranes más iconoclastas que conozco: “Santo que mea, maldito sea”.
Mucho antes de que hasta TVE se hiciera amplio eco de las andanzas financieras del ex monarca, a la gente ya dejó de hacerle gracias sus pesadas alocuciones, su acento de niño nacido en el destierro, sus palabras sin sustancia por la pequeña pantalla o en la pascua militar. A ver si hoy va de uniforme o de paisano, se limitaba a decir la mayoría de la audiencia antes de cambiar precipitadamente de canal televisivo. Pasamos del amor al cariño y del idilio al matrimonio de conveniencia. Ahora, Juan Carlos ha iniciado un cese temporal de la convivencia con España, lo mismo que ya hicieran entre si hace años la infanta Elena y Jaime de Marichalar.
Se ha ido, se ha fugado, ha abandonado nuestro grupo de WhatsApp, lo que queramos, pero no lo hemos echado ni ha recurrido al exilio porque le acongojáramos cantándole el himno de Riego, aunque a lo peor lo haya confundido con el Resistiré del Dúo Dinámico. En el imaginario actual de este país, hay menos banderas y mascarillas republicanas que las que llevan el pollo, el toro de Osborne o las siglas de Vox. Lo curioso es que quienes le han hecho poner los pies en polvorosa no fueron los progres de toda la vida o los sobrevenidos, sino la amenaza de que las togas que lucen jueces en su mayoría conservadores, no tengan más temprano que tarde que ponerse a aplicar la ley, aunque sea de baja intensidad y le veamos sentado en el banquillo sin un macero al lado.
Juan Carlos se va, pero, en todo caso, la monarquía se queda. El espacio y el ciberespacio se pueblan de trovadores cortesanos que, en columnas, tertulias o tweets elogiaran los servicios prestados por el emérito a la causa democrática: los hombres buenos, ya se sabe, hacen a veces cosas malas y los malos en ocasiones hacen cosas buenas, como dio en escribir Agatha Christie. Otros intentarán desviar la atención hacia las diferencias que sobre este asunto parece albergar el Gobierno español. E incluso ya han comparado a la familia real con el hecho de que dos ministros, Irene Montero y Pablo Iglesias, sean también familia, como si fuese comparable la sangre azul con el plasma mestizo de los votos.
Tampoco escasean quienes equiparen que la Generalitat de Catalunya siga en forma después del saqueo de los Pujol, a que la monarquía sobreviva a un rey que nos pedía que nos estrecháramos patrióticamente el cinturón cuando el contaba, al igual que su padre, con cuentas millonarias en paraísos fiscales. Es verdad que las instituciones no deben purgar los pecados de sus representantes, pero si existe un poder establecido en torno a los lazos de sangre, la monarquía española necesita una hemodiálisis de urgencia para seguir aspirando a ser popular. Al menos, hasta que los republicanos decidamos salir del confinamiento, si es que ese milagro alguna vez se produce. Lo más probable es que después de lo de su hermana Cristina y lo de su padre, Felipe VI termine abdicando por voluntad propia cuando se canse de celebrar a solas la Nochebuena.
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