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Como una olla a presión

Concentración en demanda de más servicios sociales, frente al ayuntamiento de Alcalá.

Fernando Repiso

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José Antonio Escalona ha tenido, muy a su pesar imagino, los 15 minutos de fama que en el futuro todos íbamos a tener, como pronosticaba en su día Warhol. Como la pólvora han corrido por las redes sociales las imágenes del vídeo grabado durante el transcurso del último pleno del Ayuntamiento gaditano de El Puerto de Santa María. En un momento del mismo se está debatiendo sobre una partida de 25.000 euros destinada a gastos de publicidad institucional, cuando un indignado José Antonio alza su voz para llamar sinvergüenzas a sus representantes políticos. José Antonio, según hemos podido saber después, es un padre de familia desesperado, sin apenas ayudas, prácticamente en la calle, que lleva meses solicitando una vivienda. Desesperado y ya también cabreado. Y por lo que podemos apreciar en el vídeo, muy cabreado.

No voy a entrar en si es lícito o no gastarse esos 25.000 euros en publicidad mientras hay gente pasando hambre. Desconozco el presupuesto municipal de El Puerto y desconozco el porcentaje que esos gastos puedan representar sobre el total. Desconozco qué otras partidas puedan estar dedicándose a promover el empleo y a atender otras necesidades más imperiosas, como las que tiene este padre de familia numerosa y otros muchos Joséantonios de El Puerto. Sería demagógico confrontar unas cifras con otras. No se trata de eso. Se trata de que se agota la paciencia. Se trata de que ya no hay agujeros en este cinturón que nos piden que nos apretemos.

Esta lunes en otro municipio, Alcalá de Guadaira, unas doscientas personas se manifestaban a las puertas de su Ayuntamiento para protestar airadamente por el fallecimiento de los 3 miembros de una misma familia, supuestamente, por una intoxicación alimentaria. Estas personas han insultado y abucheado a miembros de la corporación. Incluso alguna ha sido detenida tras intentar irrumpir en la casa consistorial. Aún no se sabe a ciencia cierta qué ha provocado esas muertes. El caso está bajo secreto de sumario. No se puede enjuiciar nada ni acusar a nadie. Ni se debe. Todavía. Hay que seguir manteniendo el “supuestamente”.

Todavía. Entonces, ¿qué hacemos con la indignación? Aguantar. Esperar. Sofocarla. Apagarla...

Pero la paciencia tiene un límite y ese límite está en las tripas. Está en el ruido que hacen cuando no hay nada que echarse a la boca para comer un día y otro también. El límite está en la mochila del que tiene que dejar el hogar para irse al extranjero a trabajar por aquello de la “movilidad exterior”. Está también en la tristeza con la que hay que dejar una casa o un piso porque ya no se puede pagar la hipoteca. Está en las colas que ya empiezan a dejar de formarse en las oficinas del INEM/SAE, porque total, para qué, ni hay trabajo ni se le espera. Está en ese 28% de hogares españoles que vive sólo con el dinero que entra de una pensión. Está en el castañeteo de los dientes por no poder encender la calefacción con el frío que hace, porque esa pensión no da para gastos “superfluos” (Casi el 55% de las pensiones en España no llega al Salario Mínimo Interprofesional, hagámonos una idea de lo que significa vivir con menos de 600 euros al mes)

¿Y a partir de ese límite qué? ¿Qué hacemos? José Antonio ya ha hecho algo. Y parece que, además de la satisfacción del pataleo, le ha dado resultados. En el área de Bienestar Social del Ayuntamiento de El Puerto se han comprometido a darle una ayuda mensual en concepto de alquiler de un piso durante, al menos, los próximos 6 meses, mientras se le habilita una vivienda de propiedad municipal.

A la familia de Alcalá no podemos hacer otra cosa más que enviarle nuestro sentido pésame y aunque para los fallecidos ya sea tarde, en cuanto sepamos los resultados de la investigación habrá que exigir responsabilidades.

Me alegro mucho por José Antonio y su familia pero en cualquier caso esto debe cambiar. Ya hace tiempo que se han sobrepasado todos los límites. Ya hace tiempo que la presión está haciendo silbar la pesa en la olla y el ruido que hace es ensordecedor. Tanto, que hay que estar sordo (o hacérselo), para no oírlo.

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