El verano que nos debemos
Hay estaciones que huelen a promesa. El verano, para muchas, ha sido siempre la gran metáfora de la libertad: la ropa ligera, las horas dilatadas, los cuerpos que se sueltan o el deseo que se insinúa sin necesidad de excusas. Se nos ha enseñado que el estío es la gran tregua del año. Pero para nosotras, las mujeres, esa tregua viene llena de condiciones.
Caminar solas en la noche tibia de un pueblo del Bajo Aragón, volver de un concierto por una carretera comarcal, compartir una risa en la barra de un bar cualquiera en Huesca o bailar entre multitudes en un festival cerca del Ebro sigue teniendo un coste: pensar en la ropa, vigilar el vaso, fingir indiferencia frente a miradas invasivas, calcular la ruta de regreso, enviar un “ya he llegado” antes de dormir. No es libertad si no podemos vivirla sin miedo.
Lo sabemos bien en Aragón, donde las calles se llenan de gente cada verano, donde los pueblos se reinventan con ferias, fiestas patronales, festivales de música, mercadillos y encuentros culturales que celebran la vida. Pero en esa celebración también se filtran las cifras: agresiones, tocamientos, violencia sexual. En espacios que deberían ser seguros, compartidos y gozosos, la desigualdad se cuela con la música de fondo. A menudo disfrazada de broma, de ligoteo mal entendido, de derecho al deseo unilateral.
El verano también es un espejo: de lo que aún no hemos resuelto, de lo que toleramos en nombre del ocio y del silencio cómplice que calla cuando debería actuar. Y frente a ese espejo, muchas mujeres hemos aprendido a modular nuestra presencia, a reducir nuestro espacio y a calcular cada risa. El precio de no hacerlo, demasiadas veces, ha sido la humillación o la violencia.
Pero resistimos. Como lo hacen también muchas iniciativas humildes, pero imprescindibles. Esas que convierten una plaza en un espacio seguro, que incluyen protocolos feministas en los eventos, que forman a profesionales para detectar situaciones de riesgo, que incorporan puntos violeta y que entienden que no se trata de moralizar el deseo, sino de garantizar que el placer no se ejerza sobre el miedo de otras.
No es una exageración ni una hipérbole. Es un cambio urgente. Porque no hay libertad verdadera si para algunos significa poder y para otras peligro. Y porque la noche, la música, el verano, el deseo, nos pertenecen también a nosotras. No queremos pedir permiso para vivirlos. Queremos vivirlos con plenitud.
Y lo hacemos también desde la cultura, que siempre ha sido nuestra trinchera más luminosa. Desde las poetas que han bordado el cuerpo femenino en la lengua del paisaje, como Magdalena Lasala o Marta Navarro, que escriben la piel y el deseo sin pedir disculpas, hasta las voces jóvenes que en escenarios pequeños de Veruela o Barbastro cantan con una lucidez desarmante sobre amar sin miedo y sobre salir y volver sin tener que dar explicaciones. Esa es también nuestra manera de resistir: contar la experiencia desde dentro, desde quienes la habitan con el pulso en la garganta pero sin ceder el paso.
No queremos demonizar el verano. Al contrario: queremos devolverle su sentido. Que bailar en un festival de Fraga o reír bajo las farolas de una verbena en el Maestrazgo no sea una escena marcada por el sobresalto, sino un acto de ciudadanía plena. Que el turismo, el ocio, la fiesta y el deseo se vivan desde el consentimiento, el respeto y una alegría que no borre a nadie.
Porque no es tan difícil imaginarlo: una red de mujeres que no tienen que protegerse entre sí, sino que pueden simplemente disfrutar. Un grupo de amigas que vuelven caminando a casa sin tener que fingir llamadas. Un festival en el que las únicas manos que se acerquen sean las que bailan contigo, no contra ti. Un verano en el que podamos ser sin cálculo.
Y ojalá no sea sólo una imagen poética. Ojalá no sea sólo literatura. Pero mientras tanto, que siga la poesía. Que nos sigan acompañando los versos de Goya Gutiérrez, que escribe que “la verdadera libertad se mide por la piel que no tiembla”, o las canciones que ya no nos silencian, sino que nos celebran.
Porque ése es el verano que queremos. Y no lo vamos a pedir más: lo vamos a hacer nuestro. Día a día. Fiesta a fiesta. Cuerpo a cuerpo. Hasta que ser mujer no sea un riesgo en la noche cálida, sino simplemente otra forma de estar vivas.