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Excursión por el Londres convertido en parque nacional urbano

Un zorro fotografiado en Londres en 2011.

Laura Rodríguez

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“Mirad lo que hay aquí”. Todos nos acercamos al agujero que Oliver destapa debajo de un tronco podrido. Menos los dos monitores, el resto vamos equipados con una lupa, un pincel grueso, una bandeja de plástico y una red. “Debe ser algún tipo de escarabajo”, dice uno con un helado de chocolate en la mano. “O quizá un hemíptero lleno de sangre, ¿no os parece?”. El grupo asiente convencido. Llevamos unas horas en este humedal en el oeste de Londres, cerca de la parada de metro de Hammersmith, sin acordarnos de los aviones que nos sobrevuelan de Heathrow. Muchos han participado ya antes en una ‘captura de bichos’ en esta megalópolis.

Para mí, es mi primera vez. Igual que los padres con los que hablo me pregunto por qué no haríamos más actividades así en el colegio. He aprendido muchos datos interesantes. Como que las libélulas pueden pasar hasta siete años en estado de larva (o en estado de ninfa, para ser más exactos) o que los cisnes forman relaciones monógamas que pueden durar toda la vida. También que en Londres viven al menos 10.000 zorros y que gracias a la menor contaminación del Támesis se han vuelto a ver focas en la ciudad.

La fundación WWT es una de las 60 organizaciones que apoyan la nueva campaña para convertir Londres en un parque nacional. Como primera capital del mundo con este estatus, supondría una vuelta de tuerca a nuestra imagen de estas reservas. Casi todos suponemos que la vida salvaje, con algunas excepciones como las palomas o las ratas, se halla en el campo. Sin embargo, las ciudades ofrecen un hábitat para muchos animales y plantas que se han adaptado a sus parques, jardines y descampados. Un análisis global de 54 ciudades en cinco continentes realizado en 2014 por la Royal Society mostraba que el 20% de las especies de aves conocidas vive en poblaciones urbanas y mamíferos como los coyotes, los babuinos o los jabalíes pueden encontrarse respectivamente en Chicago, Ciudad del Cabo o Berlín.

Aún así, la propuesta resulta excesiva para algunos. Londres tiene un 48% de espacios verdes y azules, casi una quinta parte de su territorio está cubierta por árboles y cuenta con más de 13.000 especies, pero es también una megalópolis, con atascos interminables y calles de cemento. “Lo más importante de nuestro parque nacional no es qué tiene sino para qué sirve”, explica Daniel Raven Ellison, el geógrafo detrás de la idea. “Cada vez hay más estudios que señalan los enormes beneficios físicos y psicológicos de los espacios verdes. Un parque nacional ayudaría a protegerlos y, sobre todo, comunicaría a la gente que dispone de parques fantásticos con una biodiversidad impresionante. Seguramente, hasta aparecerían en las guías de turismo”.

La visión de grupos de turistas fotografiándose con las ardillas representa para algunos naturalistas una verdadera pesadilla, pero para otros abre una ventana para recuperar el contacto con la naturaleza y, así, el interés por conservarla. “En realidad, el hombre ha modificado la mayor parte del campo. Mucha tierra se destina a la agricultura y otra se preserva de forma artificial. Debería haber linces, osos, lobos. Hay que pensar en renaturalizar nuestro mundo”, comenta el geógrafo.

Nuestro conocimiento y nexo con la naturaleza se está deteriorando. Según los datos de Woodland Trust, el 43% de los británicos no puede reconocer un roble a pesar de ser uno de los árboles más comunes de este país, un porcentaje mucho mayor en las generaciones jóvenes. Y en un estudio de la Universidad de Cambridge de 2002 , los niños mayores de 8 años podían nombrar casi el doble de criaturas de Pokémon que de especies típicas del Reino Unido. Curiosamente, a los 4 años, casi todos conocían mejor los animales y plantas de su entorno, por lo que habría que preguntarse qué estrategias usan los departamentos de marketing que superan con tanto éxito a los profesores.

“Nuestros niños están desconectados de su entorno”, lamenta Raven Ellison, “cada vez pasan más tiempo encerrados. En mi última excursión desde el barrio de Croydon al de Barnet, me encontré ciervos, serpientes, pájaros carpinteros, pero ni un solo niño. Los niños están en peligro de extinción en nuestros bosques”.

En un mundo donde el 50% de la población vive en áreas urbanas (en España y el Reino Unido esta cifra llega al 80%), nuestra falta de relación con la naturaleza cada vez preocupa más. La Organización Mundial de la Salud ha estimado que las ciudades deben tener como mínimo 10 m2 de áreas verdes por habitante e investigadores como Peter Groenewegen hablan de déficit de vitamina G (la recientemente inventada vitamina ‘green’), una herramienta para medir la dosis óptima que los individuos necesitan de contacto verde.

Dos de las mayores autoridades en Psicología y Biología, Erich Fromm y E.O. Wilson, ya advirtieron este tipo de instinto por estar en contacto con la naturaleza y lo llamaron ‘biofilia’, atracción por todas las formas de vida. Desde entonces, los estudios solo han engrosado la lista de beneficios para la salud: reducir el estrés, mejorar el sistema cognitivo, moderar los efectos del autismo, combatir la hiperactividad, disminuir el tiempo de convalecencia tras una enfermedad. Richard Louv, autor superventas del New York Times y defensor del diseño biofílico (es decir, aquel que incorpora plantas, seres vivos o incluso sonidos del campo, en los lugares que usamos a diario, como las casas o las oficinas), asegura que incluso la productividad mejora cuando estamos más cerca de nuestro hábitat natural.

La influencia positiva de los espacios verdes se respira en toda la ciudad. Las hojas de los árboles retienen parte de las partículas contaminantes en el aire, las superficies permeables palían las inundaciones absorbiendo el exceso de agua, las arboledas filtran el viento, y las plantas moderan el calor extremo liberando vapor y humedad. Aunque hay pocos estudios sobre las ventajas económicas de este tipo de áreas, muchos informes apuntan que su efecto en el cambio climático se traducirá en millones de euros.

Claire, una diseñadora gráfica que vive en el norte de Londres, enseña un refugio para murciélagos en un huerto que ha alquilado al Ayuntamiento junto a las vías del metro. En su terreno crecen tomates, ajos, judías, pimientos y unos calabacines amarillos que parecen platillos volantes. Un petirrojo mira intrigado desde un ciruelo. “Los murciélagos son fantásticos para controlar los insectos”, comenta con una coliflor en la mano. “Igual que las ranas del estanque. Las rosas y la lavanda las planto para atraer a las abejas”.

El llamado rusticismo urbano se ha disparado, según el London Wildlife Trust, desde el comienzo del milenio. Los huertos urbanos, la cría de abejas o la jardinería de guerrilla (plantar en lugares donde no se tiene derecho legal) son solo un ejemplo de actividades locales que, gracias muchas veces a las redes sociales, han aflorado en muchas ciudades del mundo. “Cuando vives en la ciudad”, dice Claire, “tener un lugar verde y tranquilo para descansar resulta imprescindible”.

Ante la falta de espacio, las ciudades se han vuelto creativas y han encontrado alternativas como los techos vivos y los jardines verticales para ampliar sus zonas verdes. Londres ha aprobado un proyecto para construir en el Támesis un gran puente jardín. Las propuestas para mejorar nuestro vínculo con la naturaleza no faltan a pesar de que la cultura del peligro y el mayor tiempo que pasamos frente a las pantallas lo ponen difícil.

Esta sección en eldiario.es está realizada por Ballena Blanca. Puedes ver más sobre este proyecto periodístico aquí. aquí

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