Un helicóptero se estrella en el Himalaya. Esta vez en Lobuche, mientras intentaba evacuar a un grupo de montañeros atrapados por la nieve. Y otra vez, los titulares hablan de tragedia, cuando en realidad deberíamos hablar de coherencia. Noviembre en el Himalaya es invierno. Invierno del de verdad, de ese que saca los dientes y muerde sin piedad.
Lo previsible se convierte en noticia cuando lo olvidamos por completo. Pero esto no va de meteorología, sino de algo más profundo, de cómo el dinero ha ido asesinando, poco a poco, la aventura.
Durante años, la montaña fue un territorio de incertidumbre, de esfuerzo, de soledad, de decisiones y consecuencias. Hoy, en muchos casos, es un destino turístico con servicio de rescate, dron y wifi. Uno puede comprar el riesgo sin tener que asumirlo. Pagar por sentir vértigo, pero con helicóptero, eso sí, esperando al fondo del valle, no vaya a ser que estas cosas se líen cuando menos te lo esperes.
Hasta hace poco veíamos colas de alpinistas esperando pacientemente su turno para tocar su “campana” particular en la cumbre del Everest. Ahora ya los tenemos en el K2. Hordas de seres humanos viviendo su momento, eso sí, que no falte el oxígeno suplementario, su ejército de sherpas, las cuerdas fijas hasta el último metro y el hotel cojonudo en Katmandú. Que para eso he pagado.
Cada vez se parece más a un safari de ricos: el cazador posa con gesto aguerrido mientras detrás va un tirador profesional por si la cosa se tuerce. Porque, claro, los bichos, al igual que las montañas, tienen muy mala hostia cuando no aciertas bien.
La industria del trekking y el alpinismo comercial ha hecho su trabajo a la perfección: convertir lo salvaje en accesible, lo incierto en un paquete organizado, lo peligroso en una opción del menú. Cuanto más se profesionaliza el turismo de montaña, menos espacio queda para la aventura. Porque la aventura, la de verdad, no era una foto en el collado ni una camiseta conmemorativa. Era la posibilidad de fallar. Era esa parte del viaje que no controlabas, que te obligaba a improvisar, a tener miedo, a seguir y, de vez en cuando, a no salir vivo de la empresa. Hoy, cuando algo sale mal, se activa un protocolo y aparece un helicóptero. Y de vez en cuando, ese helicóptero se cae o directamente no despega y, de pronto, nos sorprendemos de que, en un rincón lejano del planeta, las reglas que rigen la vida simple y cotidiana en nuestra comodidad y civilización del primer mundo no se cumplen. Y nos escandalizamos, como si la montaña nos debiera garantías.
Claro que todos queremos que nos rescaten cuando lo necesitamos, yo el primero. Pero cuando el rescate forma parte del plan desde el principio, ya no hay aventura. Solo consumo.
La montaña no ha cambiado. Somos nosotros los que la intentamos domesticar con dinero, wifi y una falsa sensación de control. Y en ese proceso hemos ido matando aquello que nos hacía sentir vivos: la incertidumbre.
Por eso da tanto miedo cuando un helicóptero cae. Porque lo que se estrella no es la máquina, sino la certeza de que alguien vendrá a sacarte del problema. Y ahí, cuando ya no hay plan B y solo quedas tú, frente al silencio, ahí, amigo… es cuando empieza la aventura.