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Unos apuntes gramaticales

Carlos Castañosa

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Partido: Participio del verbo partir; a su vez, sinónimo de dividir… entre otros…

¿A quién se le ocurriría bautizar genéricamente a las formaciones políticas como “partidos”? Tuvo clarividencia y sentido del humor el ingenioso bautista. No es igual un “partido político” que un “político partido”, ni que un “partido político partido”. [Como tampoco es lo mismo estar “dormido” que estar “durmiendo” (pequeño homenaje al ínclito C. J. Cela)].

Términos homónimos son los que se escriben igual pero no tienen el mismo significado. Caso de “partido” o de “político”, según se utilicen cada uno de ambos:

  • - Nos fijamos en la expresión “partido político”, donde el sustantivo es “partido” y el adjetivo que le acompaña y matiza es “político”.
  • - Pero si bailamos los conceptos: “político partido” sustantivando lo político, el “partido” abandona su categoría de nombre común para convertirse en participio adjetivado. La expresión obtenida cambia radicalmente, y solo consigue calificar a los políticos y a sus partidos como elementos divididos en varios trocitos.

Pareciera que el subconsciente gramatical se entretuviese aquí con la travesura de trasladar un simple juego de palabras a la realidad. Pues se constata que casi todos los personajes públicos andan a la greña por dentro; malgastando la energía que debieran dedicar al servicio del pueblo, en intrigas palaciegas y conspiraciones individuales al abrigo soterrado de una falsa entrega a su ideario electoralista.

Con mayor o menor intensidad, cada grupo político, de los muchos que asolan nuestro escenario patrio, se halla dividido en facciones cual azulejos en formación de mosaico, que pueden dibujar dos o más paisajes temáticos, como bloques monolíticos poco conciliables. El problema es que cada baldosita es a su vez un núcleo de energía explosiva con aspiraciones personales trepadoras, a costa de lo que sea; con mirada torva al compi cercano y zancadilla preparada para el coleguita más próximo; silbando al techo para evitar la tarjeta amarilla. El más espabilado, o la más listilla, es quien logra encaramarse bajo la axila del líder para, al menor descuido, tirarle del brazo en plan broma para un “quítate tú que me pongo yo”. Es lo habitual que dentro del equipo se formen bloques de un lado y otro para conspirar contra el camarada de enfrente y maquiavelar lo suficiente para medrar dentro del subgrupo organizado; que tiempo habrá luego de escalar a codazo limpio contra los más allegados.

Son especie aparte, integrados todos en el género humano pero con peculiaridades que los diferencian de las personas normales. Se sienten especiales y apartados del grueso de la sociedad a la que, en teoría y ficticiamente, dicen representar; cuando en realidad la menosprecian y solo dedican su esfuerzo al beneficio propio y de sus intereses individuales que, entre otros, consisten en, una vez aferrados a la poltrona, colocar a parientes y amistades como baldosines bien pegados a su vera en el mosaico de colorines como homenaje al nepotismo.

Es difícil encontrar excepciones que confirmen esta regla de fracturas múltiples en los entresijos de las tribus políticas, pues todos estos grupos, si superan una situación grave de división interna y consiguen la unidad, forzada por la disciplina de partido –en contra de la artificiosa y precaria “democracia interna”–, indefectiblemente se resquebrajarán de nuevo en un futuro más o menos inmediato. Todas estas formaciones pasan por el mismo trance en determinado momento de su trayectoria, cuando se monta el cirio interno de las disensiones y la confrontación personal, que hasta pueden llegar a liquidar el partido. Pero si lo superan eventualmente, no hay duda: en breve volverán a repartirse estopa entre ellos.

Lo más lamentable es que el pueblo soberano no tenga más remedio que meter la mano en una pecera de pirañas donde buscar defensa de sus derechos y protección para sus legítimos intereses.

Hoy me he sentido demasiado propenso a generalizar. Pecado venial por el que pido disculpas.

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