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La confusión

José Miguel González Hernández

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Haciendo un ejercicio de imaginación, si fuéramos homínidos tendríamos una cantidad de estímulos sobre los que deberíamos estar atentos que se podrían resumir en cuatro: hambre, frío, reproducción y seguridad. Con esos temas no creo que tuvieran tiempo para aburrirse. O que se pusieran a pensar en lo que pudo ser y no fue… Según pasó el tiempo, le fueron preocupando otro tipo de asuntos. Por ejemplo, una vez descubierto el fuego y el palo, pudo bajarse de los árboles o salir de las cuevas para defenderse de sus depredadores. De ser cazado, se convirtió en cazador. Pero, cuando además de adiestrar a las bestias adiestró a la tierra, fijó su residencia y pintó las fronteras. Y con las fronteras, la distinción entre lo tuyo y lo mío. Luego aparecerían los excedentes. Y con los excedentes, el intercambio. Ahora ya no solo es lo tuyo y lo mío, sino quién tiene más. Y con la gestión de la abundancia o de la escasez, aparece la distinción entre clases productivas y sociales. Sé que esta modelización es muy simple y hace aguas por todos lados, pero la sencillez también nos permite diseccionar la realidad y así llegar hasta dónde queremos llegar.

Después de miles de años, llegamos a la actualidad. Hoy recibimos unos tres mil impactos al día de supuestas necesidades que no sabíamos que necesitábamos. Necesidades que nos hacen la vida ¿más fácil?, pero ¿más dependientes?. La propia teoría sobre nuestra evolución ha cambiado. En un primer momento se pensaba que seríamos seres cabezones con brazos y piernas escuálidas pero, dada la innovación tecnológica, el cerebro no hace falta que siga creciendo (ATENCIÓN, ahí va un ejercicio: ¿cuál es el último número de teléfono que se ha aprendido de memoria?) porque para eso están las máquinas. Como hemos crecido unos diez centímetros más de media en el último siglo y medio y, en algo más de diez lustros hemos incrementado nuestra esperanza de vida en veinte años, imaginemos cómo seremos y pensemos cuántos nanochips necesitaremos que nos “incrusten” en nuestros tejidos biológicos.

Tendremos más altura, viviremos más, las extremidades se alargarán para utilizar más aparatos, tendremos más terminaciones nerviosas para interactuar con equipos adosados al cuerpo, la boca será más pequeña para una nutrición más eficiente por lo que los intestinos se acortarán, los ojos crecerán porque las comunicaciones se basarán en expresiones faciales y, como consuelo, lo que menos cambiará es la nariz. Pero ¿y nosotros qué? ¿por dentro, cómo estaremos? Pues si tenemos en cuenta que hoy en día cualquier menor de diez años ha recibido más estimulación que cualquier otra persona que haya vivido en nuestro planeta, en donde las aparentes oportunidades se multiplican geométricamente por cada segundo que pasa, hará que la indecisión y la confusión haga acto de presencia en cada proceso de determinación que pretendamos acometer. El denominado coste de oportunidad (que nos viene a dar el valor de la mejor opción no realizada) cambia en tiempo real y nos aturdimos sin saber qué decisión y dirección tomar. Se trata de evolucionar en una sociedad llena de confusiones y, por lo tanto, de falta de compromiso. A continuación, aparece el bloqueo. Aparece la necesidad de sentir para arriesgar. Aparece la exigencia de una recompensa inmediata y constante por la deficiente gestión de la frustración. Y si la gratificación inmediata no hace acto de presencia, pues nos hundimos en el desengaño.

¿Entonces? Entonces pongámonos la ropa interior primero y luego nos vestimos con el resto. Ir con los calzoncillos o bragas por fuera del pantalón parecería ridículo (aunque sobre gustos no hay nada escrito). Es cierto que pareceríamos superhéroes, pero no lo somos, porque el único poder que tenemos es el de decidir qué queremos hacer y palpar qué queremos experimentar y no depender de un entorno que nos haga sentir bien o nos provoque una sensación de estar en una situación de permanente desgracia.

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