Espacio de opinión de Canarias Ahora
La fábrica de las mentiras
En algún lugar entre la ficción y la realidad, entre los algoritmos y las pantallas, existe una máquina invisible, omnipresente, eficiente. Una máquina que no necesita engranajes ni chimeneas, pero que produce incesantemente, sin descanso, día y noche. No fabrica objetos materiales de uso cotidiano. No son coches ni armas. No produce alimentos ni medicinas. Produce mentiras. Y como toda gran maquinaria, está perfectamente diseñada para hacer su trabajo sin que notemos, del todo, sus efectos.
Realmente no es una máquina en el sentido literal. No tiene un edificio físico, no se puede apagar con un interruptor. Es una estructura compleja que combina medios de comunicación, redes sociales, intereses políticos, plataformas tecnológicas y comportamientos humanos. Su combustible es la atención; su producto, la confusión. Y sus beneficiarios, por supuesto, no son la verdad ni la democracia, sino quienes saben manipular la percepción de la realidad.
El término puede sonar exagerado, incluso conspiranoico. Pero basta con observar el mundo actual para comprender que la mentira ya no es un accidente ni un tropiezo ocasional del discurso. Es una herramienta estratégica, una mercancía rentable y, cada vez más, un modo habitual de operación en múltiples esferas del poder. La mentira ya no necesita esconderse: desfila orgullosa por titulares y declaraciones oficiales. Ha dejado de ser lo prohibido para convertirse en lo útil.
La fábrica no siempre existió con esta eficiencia. Durante siglos, la manipulación de la información fue un privilegio reservado a unas pocas capas sociales donde el control de la palabra era sinónimo de poder. Pero con el desarrollo de los medios masivos, la capacidad de moldear la opinión pública se convirtió en una prioridad geopolítica. La propaganda dejó de ser una palabra tabú para convertirse en una ciencia. Sin embargo, fue con la revolución digital cuando la fábrica adquirió su forma definitiva. Las redes sociales, en su promesa de democratizar la voz, abrieron un nuevo espacio sin filtros. Lo que parecía un ideal de libertad de expresión pronto se convirtió en un campo fértil para la distorsión masiva porque los algoritmos no premian la veracidad, sino la viralidad.
Y aquí es donde la fábrica brilla. Ya no es necesario mentir directamente. Basta con repetir, insinuar, dudar, confundir. La verdad se vuelve relativa, fragmentada, subjetiva. Y cuando todo es opinable, la mentira se disfraza fácilmente de “punto de vista”. Pero lo más preocupante no es solo la existencia de la fábrica, sino su legitimación social porque mentir ya no es vergonzoso teniendo como resultado una población desinformada vulnerable al miedo, a la manipulación y al odio. Es una comunidad incapaz de construir consensos básicos, porque ni siquiera comparte una misma idea de realidad, deformando los hechos a la vez que destruye confianzas.
Pero no todo está perdido. Frente a esta maquinaria también hay resistencias asumiendo que la batalla no es solo técnica ni legal sino cultural, evitando premiar la inmediatez sobre la profundidad, el escándalo sobre la evidencia o el sesgo sobre la duda razonable. Mientras valoremos menos tener razón que buscar la verdad, evitaremos ser cómplices. De lo contrario, somos parte de la propia máquina.
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