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Contar el mundo

Alexis Ravelo

Gabriel García Márquez murió en Jueves Santo. Aunque se temía desde hacía días, la noticia nos sorprendió a mi pareja y a mí en un hotel rural, apartados del mundo y del ordenador. Fue una amiga quien nos telefoneó para darnos la noticia. Hoy es domingo y la noticia ya no es noticia. Por eso, quizá, sea un buen día para reflexionar y escribir sobre García Márquez.

Cuando yo era adolescente, todos leían a García Márquez. Le habían concedido el Premio Nobel hacía pocos años y su fama, antes grande, se había convertido en universal, así que todo el mundo tenía en su casa un ejemplar de Cien años de soledad, de Crónica de una muerte anunciada, de La mala hora o Relato de un náufrago, había aprendido a decir Aracataca y cantaba Ojos de perro azul. Y quizá por eso, porque todo el mundo le leía y ser adolescente es leer en contra y ser también, por qué no, un poco pedante, tardé mucho en abrir un libro suyo. Finalmente lo hice a los 18 o 19 años. Fue una edición de Bruguera de El otoño del patriarca, que comenzaba:

Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza.

Continué leyendo, como hipnotizado, aquella novela escrita a grandes párrafos de decenas de páginas, plagada de imágenes, de adjetivos imprevistos, de hechos crueles o hermosos o ambas cosas (hechos que yo no acababa de entender del todo pero que poblaban mis sueños por la noche), de enumeraciones que comunicaban una rara música que fluía a un ritmo constante que lo llevaba a uno desde aquella primera oración hasta las últimas líneas, aquellas que hablan de:

… las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado.

Y ahí cambió todo. Ahí descubrí que me equivocaba: que la unanimidad del aplauso no está reñida con la excelencia de la obra.

García Márquez (luego descubriría que él no había estado solo en esa tarea) había sabido mitificar la realidad, haciéndola fantástica, para acercarse mejor a la parte más invisible de ella.

Y sí, había en su obra imágenes impresionantes de jóvenes de belleza mortal llevadas por los aires, cogidas de las puntas de una sábanas y fantasmas que envejecían y enamorados que comían las flores de los jardines de sus amadas, pero lo importante es que García Márquez podía contar aquello en el más bello y exquisitamente poético de los discursos (tal vez no publicó poesía porque toda su obra es un largo poema) y llegando, al mismo tiempo, a cualquier lector o lectora, fuera cual fuese su bagaje intelectual. Esa es una de las cosas que le hacen grande. Y raro. Quizá solo Cortázar comparta con él ese lujo de ser amado simultánea y unánimemente por público y academia. Por eso el llanto que arrojan las redes sociales me parece esta vez sincero: quienes lamentan su fallecimiento son, esta vez sí, personas que han leído sus textos, que los aman, que acaso descubrieron la literatura gracias a él.

Yo he puesto hoy ante mí la docena de libros suyos que tengo (me faltan algunos títulos, curiosamente su primera novela, La hojarasca y la última, Memoria de mis putas tristes, así como Del amor y otros demonios; todos esos libros que faltan fueron prestados y jamás devueltos, pero solo echo de menos al primero) y he recordado cómo fui devorándolos en desorden, en distintas ediciones, con ojos fascinados y con la tentación, en algunos momentos, de dejar el libro para hacerle la ola por las cosas que era capaz de hacer con las palabras: recuerdo seguir la aventura (o desventura) de Luis Alejandro Velasco, asistir con curiosidad morbosa a las últimas horas de Santiago Nasar, penar con el coronel (un coronel cuya miseria y angustia tantos hemos compartido), vivir una temporada larga en Macondo, con la familia Buendía, pasearme con variable interés por sus Doce cuentos peregrinos o Los funerales de la Mamá Grande. Y, sobre todo, asistir a los amores contrariados de Florentino Ariza y Fermina Daza, los protagonistas de la que sigue siendo mi novela favorita de entre las suyas (he leído en estos días que era también su preferida, así que sospecho que no ando tan mal de gustos).

García Márquez fue muchas cosas: narrador, periodista, guionista, activista político, hombre cabal que si tenía que decir algo no se callaba ni debajo del agua, el protagonista de un sinfín de anécdotas que involucran nombres importantes de la cultura y la política y, en sus últimos tiempos, una especie de icono, una figura amable que representaba la bondad y la sabiduría.

Para mí es esa docena de libros (y unos cuantos más), un maestro que supo aprovechar los hallazgos técnicos (un tanto indigestos) de la nueva novela y verterlos en el crisol del español para hallar una nueva forma de contar y de contarnos el mundo.

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