Espacio de opinión de Canarias Ahora
La costumbre de vivir peor
Desde el inicio de la crisis económica, que se ha cebado con España de manera especialmente virulenta, las recetas de los “mercados” han girado siempre alrededor de las imposiciones de ajustes y recortes sin freno. La obsesión por sanear la economía a costa de enfermar a la sociedad se convirtió en una profesión de fe por parte del neoliberalismo, que se ocupó de usurpar el Estado para anularlo y dejarlo en evidencia ante los ciudadanos, menoscabando la política, las instituciones y la democracia.. Se aplicaron a fondo para conseguirlo y los resultados no han podido ser socialmente más injustos y económicamente más catastróficos. Les sirvió de excusa, además, para quebrar el pacto social, el Estado de bienestar y el Estado de derecho y para imponernos leyes retrógradas limitadoras de derechos para la mujer, la justicia, la educación, la sanidad, los servicios sociales, las libertades públicas, los trabajadores...
La troika, las asociaciones empresariales, los ultraliberales y la derecha neoconservadora han insistido una y otra vez en la necesidad de que se “eliminen las rigideces del mercado laboral” y en que se bajen los salarios para propiciar una economía más competitiva. Las decisiones que se han adoptado al abrigo de estas “sugerencias” no han traído sino más paro y más pobreza. La reforma laboral y las reducciones de salarios han llevado la precariedad y los abusos al mundo del trabajo y han frenado el desarrollo de la economía destruyendo la estructura productiva. El aumento de los impuestos ha quebrado el consumo y destruido a miles de pymes y autónomos. Cinco años después del inicio de la crisis soportamos las cifras más altas de la UE de paro, pobreza y exclusión social. Según el FMI la brecha social en España es la mayor de los países desarrollados, mientras los márgenes de las grandes empresas suben más que en la UE. Para la OCDE “las ayudas públicas (españolas) no están dirigidas hacia los más afectados por la crisis”. Lo que se nos vendía como una solución ha devenido en una profundización de la crisis y sus dramáticas consecuencias.
Lejos de amilanarse, lejos de pararse a reflexionar sobre las consecuencias de las medidas adoptadas y de plantear un giro a sus políticas, suavizando la presión por el déficit (para aliviar el paro y la exclusión social de millones de personas), poniendo el BCE al servicio de los estados y no de la banca privada o facilitando las inversiones o el aumento del gasto público, la Comisión, el BCE, el FMI y el empresariado más conservador, exigen otra vuelta de tuerca al Gobierno español. En las últimas semanas no han cesado de demandar que se amplíe la reforma laboral, que se ejecuten más ajustes y recortes en la economía y en los servicios públicos y que se bajen los salarios sin importarles lo más mínimo que los sueldos en España ya hayan bajado en más de un 12% de media (en algunos casos superan el 16% de caída y el propio BdE asegura que la caída de los sueldos es mayor que la de las estadísticas oficiales) y que el salario mínimo interprofesional español se sitúe en el undécimo puesto de la UE, por detrás de países como Luxemburgo, Irlanda, Holanda, Francia o Bélgica que superan todos los 1.300 euros frente a los 748 euros de España.
Es lo que han llamado competitividad y que al final no es otra que perder derechos y poder adquisitivo trabajando mucho más y cobrando mucho menos hasta convertirnos en la China de Europa. Hay que competir con los países emergentes, pero no se trata de que ellos se aumenten sus sueldos. Se acabaron las horas extras, las vacaciones con los contratos temporales de la ATT, los despidos debidamente gratificados... Y encima sin beneficios económicos puesto que ni aumentan las exportaciones, ni se genera consumo interior, ni aparece un modelo económico alternativo...
Pero eso no basta. Al calor del aumento de la deuda pública, que antes de la crisis era una de las más bajas de Europa, pero que ha engordado porque, entre otras cosas, ha caído la economía productiva y porque se ha empleado una cantidad ingente de dinero en sanear a la banca, (mamandurrias aparte), las mismas voces (las élites que se han enriquecido, paradójicamente, con la situación, que se llevan los dineros fuera con fórmulas más o menos legales) se desgañitan pidiendo la reforma de la Administración. Les parece poco lo conseguido hasta ahora. Les importa lo más mínimo que la austeridad no haya mejorado el empleo, ni eliminado la deuda, ni el crédito. No les importa el empobrecimiento de la sociedad para varias generaciones. Ni que se esté poniendo en riesgo la democracia. Ni que el país esté en venta. De saldo, como lo refleja la foto del Santander vendiendo en Madrid el edificio España por mucho menos de lo que le costó, ante el interés de grupos de inversión brasileños, mejicanos y chinos... Y aprovechan el momento para insistir en las privatizaciones, en la reducción de los servicios públicos, en los recortes a las prestaciones sociales que garantizaban la igualdad efectiva que ya no existe.
Ahora bien, se acercan las elecciones europeas y todo se atempera. Aparecen voces por doquier augurando brotes verdes y recuperaciones para el 2015. La reforma fiscal presentada “inoportunamente” por los expertos y que ataca a los sectores más débiles, es aparcada, con ciertos modos despectivos y apariencia de indiferencia, por el ministro Montoro; el presidente Rajoy dice que no es el momento para más ajustes y convoca una reunión “secreta” con los sindicatos y la patronal para plantear un diálogo social... Incluso el comisario europeo de Mercado Interior y Servicios, Michel Barnier, manifestó durante su campaña para ser elegido como candidato de los populares europeos a las próximas elecciones que “demasiada austeridad mata el crecimiento”, que “hay que prohibir al banco que utilice tu dinero para especular” y que “tras la ola ultraliberal, hace falta regresar a la regulación”. Nos toman por tontos y terminamos creyéndolo.
O puede que suceda lo que apuntaba Antonio Lucas en El Mundo hace unos días: “la recuperación también era esto: caer de otro modo y dejar que el hombre se acostumbre a vivir peor”. Me vino a la mente, tras leerlo, la fábula de la Metáfora de la ranita del escritor franco-suizo Olivier Clerc que nos dice que “Erase una vez una ranita que nadaba tranquilamente en una cacerola de agua fría. Un pequeño fuego se enciende bajo la cacerola, el agua se va poniendo tibia poco a poco, lo que la ranita encuentra más bien agradable, y sigue nadando. Al cabo de un tiempo, el agua está caliente y ella un poco cansada, pero no asustada. Con el agua más caliente aún, la ranita encuentra aquello desagradable ya, pero está muy debilitada, se aguanta y no hace nada. Y la temperatura sigue subiendo..., hasta que la ranita termina simplemente cocinándose y muriendo. Si la misma ranita hubiera estado metida directamente en el agua a 50 grados, con un golpe de sus patas inmediatamente habría saltado fuera de la cacerola. Esto demuestra que, cuando un cambio viene de un modo suficientemente lento escapa a la conciencia, y no provoca en la mayor parte de los casos ninguna reacción, ninguna oposición, ninguna revuelta...
Si miramos lo que sucede en nuestra sociedad desde hace algunas décadas, podemos ver que estamos sufriendo una lenta deriva a la cual nos estamos habituando. (...) Las negras previsiones para nuestro futuro en vez de suscitar reacciones y medidas preventivas, no hacen más que preparar psicológicamente a la gente para aceptar las condiciones de vida decadentes, y también dramáticas. El martilleo continuo de informaciones por parte de los medios satura los cerebros, que no están ya en condiciones de distinguir las cosas. Cuando hablé de esto por primera vez, era pensando en el mañana... ¡¡¡ Ahora es para HOY !!!¡Conciencia o cocción, debemos elegir! Entonces, si no estás como la ranita, ya medio cocinad@, da un saludable golpe con tus patas ¡antes que sea demasiado tarde!“
No se entiende, si no fuera así, que una parte importante de la ciudadanía siga votando a los mismos y que el resto siga anclado en la apatía y en la tolerancia mansa. Si queremos dejar de aceptar resignadamente la realidad que nos imponen, es preciso que movamos las patitas.
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