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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

La democracia puede resquebrajarse

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Las elecciones autonómicas a celebrar en la Comunidad de Madrid el próximo 4 de mayo nos han desvelado el rostro más autoritario de Vox. El cartel y las consignas utilizadas por el partido en la propaganda electoral para criminalizar, señalar y generar sentimientos de odio sobre los menores inmigrantes acogidos en distintos centros madrileños o la banalización de la violencia dudando de las amenazas de muerte realizadas contra los ministros Grande Marlaska, la Directora de la Guardia Civil y el exvicepresidente Pablo Iglesias nos muestran al desnudo el perfil más xenófobo y filofascista de esta organización.

Alentados por la actitud de este partido y su presencia importante en las instituciones, diferentes organizaciones fascistas o neonazis se están haciendo presentes, y de manera muy agresiva, en las calles de distintas ciudades españolas. La polarización es cada vez mayor. La violencia se ha desatado en Madrid estos días como nunca antes en unos comicios.

Llevo más de diez años escribiendo cada cierto tiempo sobre el auge de la extrema derecha en Europa. En Francia, Marine Le Pen alcanza una intención de voto del 49%. Lo que nunca. En realidad el autoritarismo y el populismo antidemocrático se expanden por el mundo en una suerte de pandemia. Había tardado en llegar a España porque se habían cobijado en el seno del Partido Popular y se desdibujaba su presencia. Hoy ya no es así.

Setenta y cinco años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial y de las derrotas del fascismo y el nazismo, las crisis sanitaria, económica, política y social, están devolviéndonos al origen de estos movimientos de corte totalitario, violento, racista y antidemocrático. El descrédito de la política y de las instituciones está siendo propiciado por el neoliberalismo y por la propia debilidad del sistema (inacción, incapacidad, corrupción…).

“Todos son iguales” es una frase que se repite hasta la saciedad cuando la sociedad civil hace referencia a los políticos y a los partidos políticos. Y lo hacen todos: la ciudadanía dolida, los que pretenden hacer calar el mensaje de manera interesada y cierta progresía de salón que le hace el juego. Los que se sitúan en la equidistancia: medios de comunicación, tertulianos, articulistas… También una prensa mayoritaria que alienta juicios paralelos y la quiebra de la presunción de inocencia, poniendo el acento en la acusación interesada sin que después trascienda de la misma manera una decisión judicial en contrario. La incapacidad de los liberales de hacer frente al neoliberalismo y de la izquierda -aturdida, perdida- de proponer alternativas, unida a un aumento exponencial de la desigualdad y la pobreza han servido de cultivo para el rearme de la antidemocracia. Los partidos son percibidos simplemente como una maquinaria de poder al servicio de una élite que los controla. En los distintos medios de comunicación no dejamos de escuchar un día tras otro que sobran políticos, cargos públicos y hasta instituciones. El mensaje machacón de atacar lo público para vaciarlo va calando poco a poco en la ciudadanía cuyo alejamiento de la política es cada vez mayor. La sensación de cabreo y hartazgo no hace sino amplificarse.

Indudablemente tiene que ver también con la corrupción que se ha encriptado en las entrañas del poder. Que se ha convertido en estructural y en fuente de iniquidad social. Y que está relacionada y mucho con la financiación de los partidos. Y con la permisividad social. Y con la pérdida de valores. Con el individualismo. Con la duda sobre la existencia de instituciones sólidas y una ciudadanía tenaz para combatirla. Con una monarquía salpicada por la corrupción. Se produce entonces una crisis institucional que debilita a los sindicatos, a la justicia, a los parlamentos, a los partidos políticos… Y empieza a reafirmarse en todo el continente la vieja peste parda que antecedió al fascismo y al nazismo y que se nutrió de una profunda crisis económica, social, política y ética. 

La preocupación se extiende por Europa y el mundo sin que apenas se tomen medidas para evitarlo. Por citar solo a unos pocos, Glyn Ford, eurodiputado laborista, afirmó no hace mucho que “los que antes eran partidos puramente fascistas son ahora partidos populistas de derechas cuyos adeptos constituyen una variada grey que engloba desde personas de ideología fascista hasta racistas, xenófobos y los blancos alienados de clase trabajadora. Ahora se expresan en términos de nación, tradición, soberanía y comunidad, en vez de eugenesia, exterminio y patria”. Pierre Moscovici, ex Comisario Europeo de Asuntos Económicos, ha lanzado una fuerte advertencia sobre el avance del fascismo en Europa, Macron ha llamado a la unidad europea para “evitar que el mundo descienda hacia el caos”, tanto el Presidente del Parlamento Europeo como el del Consejo Europeo han lanzado mensajes de alerta…

Timothy Snyder en una entrevista de Irene Hernández en El Mundo fue muy contundente: “Y lo que la historia europea nos enseña es que las sociedades pueden resquebrajarse, las democracias pueden caer y la gente puede verse abocada a situaciones inimaginables”.

La antipolítica se hace dueña de las calles. Europa hace aguas. La democracia europea también y es que, como plantea la periodista, escritora y filósofa alemana Carolin Emcke, las demandas de los movimientos sociales reclaman que los valores democráticos de libertad y solidaridad, de igualdad y pluralidad no solo se afirmen y prometan, sino que también sean tangibles.

La solución a la pobreza, la exclusión social, el paro, la pérdida de derechos sociales y laborales, las garantías de equidad e igualdad inherentes a un estado de Derecho deben ser el marco estratégico en el que se muevan los partidos democráticos. Deben ser los partidos y las instituciones públicas las que, de la mano de la sociedad civil, desde luego, ofrezcan alternativas y soluciones viables a la situación que estamos viviendo. No puede ser que miremos para otro lado. La extrema derecha, que niega la democracia y ofrece opciones tramposas, no puede ser combatida sino con más democracia y, como plantea la Red Europea de Economistas Progresistas, luchando contra la austeridad con fuertes inversiones públicas; controlando las finanzas, eliminando los paraísos fiscales y obligando al BCE a proveer liquidez para desarrollar políticas expansionistas; creando empleo y dando marcha atrás en la divergencia económica; reduciendo la desigualdad, defendiendo el estado de Bienestar y ampliando la democracia con una mayor participación ciudadana en las decisiones sobre el bien común.

Tenemos que elegir entre autoritarismo o democracia. Entre fascismo o democracia. Si decidimos pelear por resucitar la democracia y recuperar sus valores, debemos ser conscientes entonces de que la democratización que vivimos tiene que ver con el neoliberalismo que pretende desmantelar lo público para privatizarlo todo y para anular a los gobiernos elegidos; que lucha por desregular la economía y los mercados para eliminar el control público; que impone ajustes y recortes aniquilando derechos y libertades; que ataca directamente a la justicia fiscal evadiendo cada año miles de millones de euros a lugares fabricados ex profeso para no contribuir a la justicia social; que socializa las pérdidas de un capitalismo insaciable que nos acusa de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. La crisis como excusa para acabar con el estado de Derecho y el estado de Bienestar. Como pretexto para atacar las libertades públicas y la educación, la sanidad, los servicios sociales y el derecho a la existencia que ya planteó Robespierre en 1794 y que no se puede garantizar con la lacra de la pobreza y la desigualdad que avanza como una epidemia sin control. Y que nos trae la pandemia del odio, la violencia, el autoritarismo y la antidemocracia.

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