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Hoy no tengo ganas de opinar

La sociedad del espectáculo. (Guy Debord)

Ana Tristán

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Este fin de semana le he dado una tregua a mi hígado. He roto con la tradición de la resaca y el ibuprofeno, he abandonado los bares y me he mantenido fiel al sofá, el gato y el internet.

Hacía tiempo que no me pegaba una maratón de series como Dios manda, es decir, pizza, mantita y bebidas híper-calóricas. Qué bien sienta la pereza, el enmimimasmiento y el descuido personal. No quitarse el pijama en dos días, asearse sólo cuando de las costuras brotan ya musgo y champiñones, desayunar a las dos, almorzar a las siete y tomar aperitivos todo el rato.

Al principio no sabía por dónde empezar, de un tiempo a esta parte el mundo del espectáculo televisivo se ha expandido hasta casi, casi más allá del infinito. Qué elegir entre tanta oferta de entretenimiento, entre tantísimas opciones una no sabe qué hacer.

La televisión se ha convertido en un ser extraño y obsoleto en esta casa. Si antes se usaban libros para calzar la tele, ahora utilizo la tele para calzar el módem y colocar los cactus. Tres minutos de programas por otros ocho de publicidad: Hasta luego, cacharro infernal.

Mi precariedad vital, ontológica (qué me gusta utilizar este concepto, aunque no toque), me impide tener canales de pago y programas que molen, estoy condenada a Jordi Hurtado, Íker, Ana Rosa y Jorge Javier. Qué nivel.

Así es que me he enganchado al wifi y me he visto ocho capítulos en una tarde. Afuera el sol salió y luego se quitó, debió llover y luego parar, la calle como un manto de paraguas y personas que hacen cosas, van a sitios, toman algo, parecía una galaxia lejana en la que yo nada tenía que ver.

Ahí afuera, imaginaba, las horas se seguían rigiendo por los mismos parámetros, si es que nadie los cambió. Un montón de gente estaría hablando de Vox, de Gillette, de Carmena y Errejón, pero yo andaba pastando por las praderas de Northumbia muy atenta a las vicisitudes de unas personas que no existen, yo a lo mío con mi chute de fantasía y emoción.

Aislarse de la realidad y su contrato social por unas horas, por un fin de semana, es algo necesario para afrontar el ritmo de estos tiempos, de todos ellos. De los tiempos sociales más cercanos, de los compromisos cotidianos, familiares, vecinales, laborales, políticos, comerciales y del amplio mundo en general. Cuánta carga sostenemos en nuestra férrea levedad.

Alguna amiga me llamó para vernos y hacer algo, para hacer lo que hacen las personas cuando quedan, hablar de anécdotas y curiosidades, escrutar la realidad, consumir productos. Corta y perezosa zanjé por lo sano y le dije “hoy no tengo ganas de opinar”. Se me han gastado, me he quedado sin ninguna. Podemos quedar, si quieres, para estar en silencio, dar de comer a las palomas o aprender coreano. Pero en serio, me he auto recetado unos días en los que no puedo hablar de temas de actualidad. Ni de Inda, ni del niño, ni de Pablos, ni de nada que no sea respirar.

Y es que la actualidad es como una montaña rusa en la que no te da ni tiempo a saber dónde estás, que te deja con cara de susto y un regusto a náusea. La incesante actualidad es ya casi una ilusión, un frenesí, una sombra, una ficción, que diría Calderón (no el del fútbol, ese no).

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