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John John y el pibe del tranvía

12 de noviembre de 2021 08:50 h

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Llevo varios días pensando en qué motivo o qué creencia puede llevar a alguien a pensar que John John Kennedy iba a volver de entre los muertos -después de descansar en paz durante 22 años- para presentarse en el mismísimo lugar en el que le volaron la cabeza a su padre y anunciar que quiere ser vicepresidente de Estados Unidos con Donald Trump de presidente.

Ya solo de escribir esta cantidad de ideas surrealistas me muero de la risa; una risa que se me frena en seco al saber que no acudieron cuatro flipados mal de la cabeza sino más bien varios cientos de personas absolutamente confiadas de que iban a asistir al milagro.

¡Madre mía cómo está el patio!

Estos mismos lumbreras son los que consideraron necesario asaltar al Capitolio americano bajo la excusa de que se había cometido un pucherazo en las elecciones para impedir que Trump continuara cuatro años más como presidente y, para ello, nada mejor que ponerse unas pieles y unos cuernos, llevar armas de fuego y sacarse fotografías groseras, por no decir indecentes, en la sede de la democracia estadounidense.

Da que en qué pensar.

De hecho, por cosas así me sorprendo a mí misma repitiendo interiormente una y otra vez aquello de que el mundo está loco. La mayor parte de las veces me convenzo de que no, de que en general lo que prima es la gente buena y con buen corazón, y no tanto salvajismo y sin razón como vemos mañana, tarde y noche en los medios de comunicación, en las redes sociales e incluso a nuestro alrededor.

Pero reconozco que de un tiempo a esta parte me cuesta un poco más llegar a esta conclusión tan positiva.

Será porque me hago mayor, o quizás porque veo como cada día crece y crece la ignorancia, la intransigencia, las faltas de respeto y la violencia, pero reconozco que empiezo a tener miedo.

Si, miedo, porque si veo a dos chicas pasear de la mano me enternece pensar lo bonito que es el amor y lo difícil que es encontrarlo, pero no puedo evitar pensar que hay quien las verá como unas desvergonzadas e incluso les increpe por no esconder sus sentimientos.

Pero si son dos chicos a los que veo quererse, tampoco me tranquilizo. La memoria de Samuel Luiz sigue muy presente en mí y temo que alguien los pueda agredir o como poco insultar al grito de maricones.

Si alguien lleva alguna camisa o un logo que identifique su ideología o sus gustos también hace que me recorra un escalofrío por el cuerpo, porque por menos de eso sabemos que dan palizas, sobre todo si eres de izquierdas.

Si eres del Madrid temo que te metas en problemas con uno del Barça y la cosa acabe mal, y viceversa.

Que eres una mujer y vas sola por la calle de noche, pues miro al cielo y pido que ojalá no te topes con ningún malnacido que te ataque para robarte o para violarte porque cree que eres un blanco fácil… y encima lo justifica pensando que si no haberte quedado en casa que nada bueno haces tú sola por ahí y de noche. ¡Grrr!

A los chicos que han llegado de África en los últimos meses y que conviven entre nosotros en casi todas las islas a la espera de una oportunidad para seguir hacia Europa no puedo evitar mirarlos con tristeza por lo que acumulan a sus espaldas y por lo que aún les toca por vivir, pero, sobre todo, me da miedo que les amedrenten gritándoles que se vayan de aquí, que aquí sobran, que nos quitan el trabajo, que viven del cuento y que se les trata mejor que a los propios canarios. Me pregunto yo si alguien conoce a alguna otra persona, no llegada de África, que viva durante meses bajo lonas que arden en verano y no resguardan del frío en invierno, sin derecho alguno a ningún tipo de ayuda o prestación social más que a un catre y lo básico para alimentarse y asearse. Yo apuesto mi brazo derecho a que no, pero la ignorancia es muy osada.

Y así, día tras día, voy viendo peligros y miedos por todas partes: la viejita que va con el bolso abierto y colgando de su endeble brazo, el señor que se olvida siempre la mascarilla, el obeso mórbido que en su carrito de la compra lleva dos cajas de refrescos, la mujer asfixiada que apaga un cigarro y enciende otro, la zoqueta de más de 60 años que aún sigue sin vacunarse, la niña de 7 años que canta reguetón y baila sensualmente, el sinvergüenza de 20 años que amenaza a su abuelo exigiendo dinero y comodidades, la chica que desde que tiene novio ha roto con casi todas sus amistades,…

Hay días en los que flaqueo, me aplastan los miedos y temores y no puedo evitar pensar que somos un asco de sociedad, egoísta, sucia y con grandes carencias morales que solo va a peor. Barajo la posibilidad de no salir nunca más de casa y de crearme mi propio mundo lejos de tanto espanto y entonces es cuando, saliendo del tranvía, un pibe de unos 20 años lleno de piercings y tatuajes sale corriendo detrás de mí y me dice: “Señora, señoraaaa…. que se le han caído estos 20 euros del bolso y no se ha dado cuenta”.

Entonces lo miras con cara de imbécil, te percatas de que tiene una camisa de Imagine de John Lennon y que en la mano lleva un libro sobre fundamentos de la economía y no puede evitar quedarte paralizada y darle el mayor y más sinceros de los “GRACIAS”, aunque él no sepa que no es por los 20 euros sino por haberte devuelto la esperanza en la bondad del ser humano.

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