La libertad, según Isabel Díaz Ayuso
Durante la pasada campaña de las elecciones en la Comunidad de Madrid, el término “libertad” fue uno de los más repetidos por su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, candidata a la reelección en ese cargo por el Partido Popular (PP) y, a la postre, ganadora de las mismas, denunciando que los madrileños habían sido secuestrados por el Gobierno de Pedro Sánchez al convertir la gestión de la pandemia de la COVID-19 en un medio directo para coartar todo tipo de autonomía ciudadana.
Realmente, este carácter reiterativo no solo tenía como referente al Gobierno central y la situación del estado de alarma, sino que también hundía sus raíces en su odio visceral hacia la figura de Pablo Iglesias, que abanderaba a Podemos en esos mismos comicios. De hecho, lo insufló una y otra vez sobre el electorado, bajo el eslogan “Comunismo o libertad”. Su intención era recordar a este último que, en caso de una hipotética victoria de la formación morada, el poder quedaría en manos del comunismo, con las consecuencias implícitas que esto tendría para la sociedad madrileña, para lo cual ya estaba el referente y los resultados de la coalición de ese Gobierno central entre socialistas y podemitas.
Ayuso nunca explicó cuáles serían esas consecuencias ni en qué se basa el comunismo, ni menos aún qué políticas de esta doctrina habría desarrollado Podemos en los distintos niveles territoriales en los que tiene presencia en España. Jamás lo hizo de manera argumentada y sólida en sus intervenciones, pero sí recurrió constantemente al típico mensaje del miedo, en forma de una proclama apocalíptica, que siempre cala entre una parte importante del electorado conservador, y que también han exhibido otros políticos como Toni Cantó y Santiago Abascal.
La privación de libertad no es algo de lo que se pueda hablar tan gratuitamente. Quienes la han perdido en algún momento de su vida pueden comprender la dimensión que supone y las consecuencias implícitas. Díaz Ayuso solo cree en la suya, representada por la conocida frase de Jean-Paul Sartre de “Mi libertad se termina donde empieza la de los demás”. Lo triste y preocupante es que hay miles de madrileños y españoles que se están sumando a la espiral de este pensamiento, donde lo único que prima es la individualidad por encima del bien colectivo y actuar al margen de la ley en beneficio propio.
Para mí, la ausencia de libertad es otra cosa diametralmente opuesta a lo que manifestó Ayuso. Significa las historias que mi madre me ha contado del período franquista en el que le tocó vivir, basadas en el yugo del silencio porque la democracia estaba prohibida; la sumisión de la mujer en una sociedad netamente patriarcal; la obligación de emigrar para poder comer a diario, teniendo como trasfondo directo la miseria por la que pasaban muchos vecinos, donde había demasiada sopa llena de gorgojos; y la imposición de la religión como justicia moral, que regía los pensamientos y las acciones.
La ausencia libertad fue el secuestro de publicaciones en los años de la Transición, donde escribir cualquier cosa en contra del Régimen moribundo todavía era sinónimo de una multa, el cierre temporal de un medio de comunicación o una paliza al periodista de turno por quienes seguían pensado que solo había una verdad y que nadie podía cuestionarla.
Y aunque eso suene a cuentos de la abuela, la llegada del período democrático puso de relieve que la libertad era tan frágil que ni siquiera sabíamos valorarla y, con el paso de los años, la hemos descuidado. Lo que en su momento fue una conquista, hoy es una mercancía en manos de políticos, banqueros y una parte de la sociedad que actúa de manera incívica.
La ausencia de libertad se manifiesta en las mujeres que llevan años sufriendo malos tratos en silencio, las palizas y las vejaciones de todo tipo que les dejan huellas en la cara y daños sicológicos irreversibles.
La ausencia de libertad son las personas que se suben a una patera, un cayuco u otro tipo de embarcación, huyendo de sus tierras en busca de un presente mejor, y su desesperación les lleva a jugarse la vida intentando cruzar el Atlántico o Mediterráneo, a expensas de no saber nadar.
La ausencia de libertad la representan esos miles de sanitarios que, día tras día, tuvieron que dormir fuera de sus casas cuando la pandemia de la COVID19 era tan brutal que todos desconfiábamos unos de otros. Ellos estuvieron al pie del cañón, obligados por su código ético y porque nuestras vidas estaban en sus manos, privándose de abrazar a sus seres queridos durante semanas y meses como prevención ante un posible contagio, los mismos que incluso sufrieron el desprecio de algunos de sus vecinos porque los veían como un peligro para su propia salud.
La ausencia de libertad fue la aprobación de la Ley Mordaza (2015), precisamente de manos del PP, que censura y sanciona cualquier tipo de comentario que cuestione las estructura sociopolítica de este país, incluida la monarquía como forma de gobierno. Tampoco olvidemos el Real Decreto-Ley 14/2019, también conocido como la “Ley Mordaza Digital”, que el Gobierno de Pedro Sánchez aprobó como medida para aplicar la censura en la prensa digital y que sigue vigente, como si todavía viviésemos en el período de la Transición anteriormente reseñado.
La ausencia de libertad es llegar final de mes y no poder respirar tranquilamente porque hay que pagar la hipoteca de una casa, sabiendo que los bancos se quedarán con gran parte de tu salario por sus insultantes intereses, mientras no se fomenta la vivienda pública y las “mordidas” de contratos fraudulentos en la Administración pública persisten gracias al entendimiento entre empresarios y ciertos políticos.
Por eso, me imagino que si la libertad comienza en Madrid, tal y como se ha jactado Ayuso, el proceso de liberación nacional, promovido por el Partido Popular y quienes piensan igual que ella, constituye otra vuelta de tuerca más al compromiso de no respetar la convivencia ni la pluralidad política y que hacen de la demagogia su carta de presentación.
Hace años, tuve la suerte de observar con todo lujo de detalles el cuadro “La libertad guiando al pueblo”, de Delacroix (1830), símbolo de la Revolución de 1830 que se inició en París e influenciado en su composición por otra revolución anterior, la de 1789. El pueblo se había levantado contra el monarca Carlos X de Francia porque había suprimido el Parlamento y pretendía implantar la censura en la prensa, entre otras cosas, decisiones que entroncaban con una forma de gobierno autoritaria. En primer plano, aparecía una mujer, que encarnaba el concepto de libertad y que ha sido considerada como versión temprana de Marianne, una personificación de la República francesa.
No me imagino a Ayuso, con la bandera de España apretada en una de sus manos y la otra arengando a sus seguidores para asaltar el Congreso de los Diputados, implicada de lleno en un proceso revolucionario para derribar una forma de dominio que anula directamente a los ciudadanos. No me lo imagino de alguien que ha hecho de la política la vía perfecta para la institucionalización de la corrupción y que ha utilizado la pandemia de la COVID19 en su comunidad autónoma con un carácter electoralista, sin respetar el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos.
La libertad, la verdadera libertad, tiene un precio y constituye un insulto que Ayuso presuma de ella de una forma tan banal bajo su soberbia y su demagogia, amparado en un discurso basado en la fiesta y el vino.
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