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“Mi verdad es la única válida aunque difiera de la tuya... y viceversa”

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La reciente irrupción mediática de una plataforma titulada “Médicos por la verdad” invita a la suspicacia con una pregunta: ¿Es que hay médicos no partidarios de respetar la verdad?

La misma elucubración me acometió la primera vez que leí “Jueces para la democracia”… ¿Acaso existen aparte jueces adversos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, por tanto, ajenos al resto de principios democráticos? 

Si así fuera, en ambos casos, estaríamos todos asomados a un precipicio sin barandilla. Por espíritu de supervivencia nos interesa interpretar los conceptos “veracidad” y “democracia” muy por encima de la ambigüedad semántica que los caracteriza. Considerémoslos como dos sustantivos abstractos que cada persona utiliza a su conveniencia y aplica con la subjetividad ajustada a sus intereses individuales o a una ideología granítica –por aquello de que las ideas son como las huellas dactilares, personales, indelebles y difíciles de cambiar–. Es habitual tener que sufrir cómo los menos indicados para abanderarlo se visten de fatuos demócratas; o comunicadores mediocres que alardean de “veracidad”, aunque comprados al dictado de quien paga manda.

La citada plataforma del grupo creciente de médicos adversarios, arremete con cierta virulencia contra el discurso oficial sobre el coronavirus, la pandemia, y la eficacia de tests, PCRs, mascarillas y confinamientos. Pudiera haber razón en algunos de los puntos planteados; sobre todo los ofrecidos en términos técnicos inaccesibles para el profano normal. Pero en otros razonamientos aparecen una ambigüedad e imprecisiones, en modo elucubración o divagaciones, que inducen a la duda razonable sobre el predicado total. 

Es un hecho incuestionable que el movimiento reivindicativo está surtiendo  un efecto multiplicador de voces disidentes, que se han soltado la melena en plan masivo, inundando las redes con el programa articulado, despotricando contra todo lo que se mueve alrededor del problema.

¿Por qué esta proliferación intempestiva de criterios contrarios en aluvión contra la doctrina oficial? Parece claro que la insuficiente transparencia informativa, influida por intereses excesivamente políticos, y por tanto ajenos al bien común, ha servido de escarmiento para una opinión pública cansada de recibir mensajes erróneos, criterios cambiantes y datos falsos que, por correlación, afectan a la credibilidad total del discurso. Una desconfianza popular que supone grave perjuicio para el desarrollo de las imprescindibles medidas colectivas, encaminadas a encontrar la solución definitiva a una crisis sanitaria, económica y política de una entidad tan grave como inesperada. Objetivo que puede pasar a segundo plano por motivos “defensivos”.

Ante coyunturas comprometidas que pueden afectar el cálculo de votos que puedan ganarse o perderse, según lo que se haga o se diga, no falla; se impone la táctica de la distracción. Nada mejor que una cortina de humo que haga de bombazo mediático para que primeras páginas y artículos de opinión dejen de hablar de la maldita pandemia y sustituyan la atención, por ejemplo, con las presuntas fechorías de rey emérito. Este método de gestión, contemplado en la asignatura correspondiente de Ciencias Políticas (ahí llamado “bombas de humo”), es de una eficacia absoluta como medio de manipulación hacia la opinión pública, con la colaboración imprescindible de los medios de comunicación.

Otra cosa son las consecuencias del éxito obtenido. La calculada vulnerabilidad de la ingenuidad ciudadana, tocada en su buena fe, hace sencillo el estímulo de sentimientos, la exaltación de pasiones y radicalidad de pensamiento. Energías que se desvían hacia objetivos distintos del fundamental, en favor de temas que no es momento de tocar; que debería dedicarse todo el esfuerzo, en este caso, a sobrevivir en términos sanitarios.

La confrontación de los dos bandos de siempre le da un respiro a la caterva de dirigentes propensos a pifiarla en cada decisión tomada, antes de, durante y en plena desescalada, que está resultando calamitosa. Los dos contendientes, con o sin mascarilla, respetando o no la distancia social, se disponen a partirse la cara en nombre de unos ideales que nada tiene que ver hoy con la realidad actual.

De un lado, en el rincón de la izquierda, el republicano de toda la vida que exige un referéndum sobre la monarquía, pues como el emérito ha metido la pata hasta el corvejón, hay que aprovechar la oportunidad de sacar la bandera tricolor.

En el otro rincón, la derecha recalcitrante que, para contrarrestar al adversario exige otro referéndum. Este para que sean ilegalizados todos los partidos anti constitucionalistas, los formados por terroristas, separatistas sediciosos o formaciones antisistema que quieren destruir la patria. 

Por fortuna, nuestra Carta Magna nos protege de asechanzas de este calibre. Por estar escrita y adscrita al amparo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sería inviable atentar contra la libertad de expresión, de pensamiento o de ideología. Otra cosa será controlar a quienes contravienen las leyes, con los medios democráticos de que disponemos en un Estado de Derecho. 

El tema republicano, a pesar de la beligerancia que se está desplegando, tampoco tiene posibilidad, de momento. La truculenta historia de nuestra 2ª República y sus trágicos episodios, inhabilitan esta posible opción como alternativa. Fue un experimento democrático fallido, demasiado cruento como para regresar a un punto de la historia con mucho riesgo de repetirse.

Si la sociedad civil es la única capacitada para resolver sus propios problemas, obremos en consecuencia. No nos dejemos manipular y luchemos por nuestra salvación.

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