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Vagabundos en tus calles

Francisco Javier León Álvarez

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Hay una verdad incómoda, molesta, enquistada en nuestra vida diaria. La evitamos a toda costa porque la sociedad individualista nos obliga a ignorarla a conciencia. Se tratada de ese colectivo denominado genéricamente como vagabundos, personas excluidas del sistema por culpa de cuestiones tan diversas como la ausencia de bienes materiales, los problemas psicológicos y las adicciones, entre otras cosas.

Su presencia nos produce un rechazo visual y estético, que evitamos a toda costa, y tiene las mismas consecuencias que un martillo golpeándonos la cabeza. Es una imagen que queremos borrar y negar su existencia porque consideramos que desvirtúa el mundo en el que vivimos. En realidad, es una muestra de nuestra actitud despiadada hacia los demás y de cómo ese mismo sistema, que nos devora a base del trabajo y la necesidad continua de consumir y pagar, nos puede llevar un día a esa misma situación. Nunca pensamos en ello.

Las grandes ciudades siempre son más proclives a su existencia porque, precisamente, carecen de la solidaridad que sí se desarrolla los pueblos, donde sus habitantes tejen relaciones más afectivas y, de alguna manera, tienden a ayudar al necesitado. No es que con ello solucionen el problema, pero actúan con más corazón y comprensión que en aquellas. Quizás, esto también tiene que ver algo con la actitud piadosa promovida por la religión, cuyo peso siempre ha sido evidente en esos ámbitos más rurales y que actúa como una forma de extirpar la culpabilidad impuesta por esa misma creencia con el fin de conseguir la redención.

Es humillante verse en esa condición, obligado a extender la mano para pedir unas monedas, con la esperanza de comprarte luego una barra de pan, o que alguien te deje algo de comida como si fuese un desperdicio. He visto caras destrozadas por el tiempo, sin dientes, sin recuerdos, con sus ojos a modo de fosas de un cementerio, esperando el día en que los cerrarán para no abrirlos jamás. Ellos, los vagabundos, ni siquiera levantan la cabeza para comprobar que los transeúntes ignoran tanto su presencia como su mano extendida, sucia y mugrienta, con la cual pretenden vivir de la caridad. Lo deleznable es que los consideran objetos deformes, atrapados en el hedor de su ropa vieja y de la suciedad.

Pienso en cada uno de esos buenos cristianos, educados en la fe del consumismo y que desoyen las palabras de Jesucristo, que predicaba la misericordia y la ayuda al prójimo. Tampoco es un buen espejo en el que mirarse: si el Mesías, en su época, ya hablaba de caridad, significa que había una distribución desigual de la riqueza y una división evidente entre pudientes y pobres, y que desde entonces la sociedad ha evolucionado bajo ese mismo paraguas, anteponiendo el dinero a la necesidad de ayudarse entre la personas para coexistir en igualdad de condiciones.

Ahora mismo, estoy delante de algunos de ellos. Santa Cruz de Tenerife, la capital, la urbe donde todo transcurre de manera acelerada, la ciudad que se abre al mundo con su puerto dinámico, tiene una cara oscura, fuera de su cosmopolitismo. La presencia de vagabundos es evidente, pernoctando en los portales y de bajo de los puentes. Están ahí, a la vista de todos. Camino a la altura del Mercado de Nuestra Señora de África. Nadie se fija en unas sombras amorfas que se revuelven en los bancos de una plaza a plena luz del día. Son otro componente del mobiliario urbano. Así, de esta forma tan grotesca, es como sabemos de su existencia. Para ellos, es otro día más, sin fecha ni calendario.

Un día, algún político planteará su desahucio de las calles, mientras se invierten millones de euros en la celebración del carnaval. Quizás, mañana alguno aparezca muerto por el frío de la madrugada, pero eso no importa porque “los otros” no existen.

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