Veinte años de la conquista del matrimonio igualitario en España

Pedro Zerolo y Carla Antonelli celebran la aprobación de la Ley del Matrimonio Igualitario a la entrada del Congreso de los Diputados, junto a otros miembros de distintos colectivos LGTBI.

Francisco Javier León Álvarez

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El activista y político socialista Pedro Zerolo (1960-2015) dijo en su momento la siguiente frase: “Pese a quien pese, el reconocimiento de la diversidad no tiene vuelta atrás, pero para ello es necesario seguir apostando por las conquistas que lo han hecho posible”. Su contenido refleja perfectamente la larga lucha que los homosexuales han mantenido en España hasta que, finalmente, el Estado ha reconocido el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo. Aunque esto último forma parte de la igualdad jurídica, hoy en día este colectivo sigue estigmatizado por un sector muy amplio de la sociedad, heredero de la mentalidad conservadora y católica de la etapa franquista, y por otro, de nueva base, adoctrinado por la ultraderecha.

Países Bajos fue el primer país del mundo que, en 2000, aprobó el matrimonio igualitario, a los que siguieron Bélgica, en 2003, y España y Canadá, en 2005. A partir de aquí, otros se han sumado a cuentagotas hasta alcanzar la cifra exigua de 39, el último de los cuales ha sido Tailandia a comienzos de este año.

Queda mucho, mucho camino por recorrer sobre este tema a nivel mundial, teniendo en cuenta que la criminalización de la homosexualidad afecta incluso a 64 Estados miembros de la ONU, según Amnistía Internacional, donde están prohibidas por ley las relaciones entre personas de idéntico sexo. A esto se suma que, en países como Arabia Saudí, Mauritania y Uganda, se considera un delito, que puede estar castigado con la pena capital. Las terribles grúas de la muerte en Irán, donde su Gobierno suele colgar en público a hombres que han mantenido encuentros íntimos entre ellos, son solo una muestra del miedo con el que viven millones de personas cuya orientación sexual está a merced de la imposición de las ideas de otros, incluida la sentencia a muerte.

En el caso español, este avance matrimonial, de carácter además inclusivo, se lo debemos al Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, pero eso no implica que todas las formaciones políticas estén a favor. El principal opositor ha sido el Partido Popular (PP), para el cual la sacrosanta unión entre un hombre y una mujer es inviolable porque así lo establecen los preceptos de la religión católica. El recurso que presentó en 2005 ante el Tribunal Constitucional, con el cual pretendía anular esa Ley del Matrimonio Igualitario, demuestra no solo su rechazo a que la Administración pública esté en sintonía con los derechos de los homosexuales, sino la marginación, exclusión y reeducación de los que, por detrás, sigue considerando como desviados. Ya lo dijo José María Aznar: “La unión entre homosexuales no puede ser llamada matrimonio porque esto ofende a la población”.

Curiosamente, muchos políticos del PP se han aprovechado de este avance, como por ejemplo el edil de Cultura del Ayuntamiento de Ourense, Pepe Araújo (2006), y el exalcalde de Vitoria, Javier Maroto (2015), a cuya boda asistió hasta el propio Mariano Rajoy, baluarte de ese recurso de 2005. Su presencia fue un claro proceso de blanqueamiento público para, finalmente, mostrar una imagen más amigable de reconocimiento a este tipo de uniones. Por detrás, la maquinaria sigue siendo la misma: rechazo frontal a la homosexualidad y a cualquier derecho implícito, desvirtuando este logro fundamental que ha roto barreras para seguir progresando hacia la plena igualdad de derechos entre la ciudadanía.

Hoy en día, el matrimonio entre homosexuales está normalizado, fruto de una conquista social, pero su recorrido ha estado plagado de todo tipo de obstáculos. El deseo de unión legal entre dos personas del mismo sexo debe estar por encima de cualquier marco reglamentario porque responde a una necesidad innata a la propia humanidad y a una decisión personal, que no debería estar condicionada por la idiosincrasia de la comunidad en la que se vive ni de la cual tampoco se necesita su autorización moral.

Muchas mujeres y hombres han migrado del ámbito rural o de municipios pequeños, donde nacieron y crecieron, a la ciudad por la incomprensión y el desprecio de sus vecinos al mostrar públicamente su orientación sexual. Ellos, tildados con adjetivos peyorativos como maricón, sarasa y mariposón. Ellas, como marimacho, bollera y tortillera. Allí, el término homosexual no existe, sino estas otras formas, basadas en insultos y vejaciones que, acompañadas de la correspondiente agresividad física, los marcan y excluyen, sometiéndolos a las miradas inquisidoras de quienes deciden por encima incluso de las leyes. Su libertad de decisión altera las normas comunitarias. Por eso, los que pueden, emigran hacia la ciudad para compartir su vida con alguien de su mismo sexo, pero con una carga de dolor en forma de recuerdos de la que jamás se desprenderán.

Por eso, el matrimonio igualitario es un acto de justicia social, pero también de reparación moral del colectivo homosexual, cuyo sentimiento de unión no se ha materializado formalmente hasta hace dos décadas y que implica un respeto a su identidad.

No obstante, aún es necesario seguir educando a la población para erradicar la homofobia, tal y como lo decía el propio Pedro Zerolo. Nuestra mentalidad debe evolucionar de manera general, sin imposiciones, atendiendo a la reflexión y al bien común, ya que lo que hoy es una conquista, mañana, con un cambio de partido político y de pensamiento, puede desaparecer de forma abrupta y autoritaria.

Aunque pueda parecer contradictorio, la homofobia se ha extendido notablemente entre los países que han aprobado ese modelo de matrimonio. Esto sigue lastrando el avance hacia una sociedad plenamente igualitaria e inclusiva, pero además pone en riesgo la propia vida de las personas afectadas, coartando sus derechos, a la vez que abre la puerta a la violencia y la persecución sistemática, auspiciadas por el discurso del odio.

También hay que estar alerta ante el esnobismo político, que ha sabido canalizar para sus intereses todo el trabajo y la lucha del movimiento LGTBI+ hasta convertirlo en una moda. De la noche a la mañana, muchos cargos públicos son sus acérrimos defensores y hasta pintan bancos con los colores de la bandera arcoíris en las plazas públicas de las localidades donde gobiernan. En el fondo, son actores secundarios, que no abordan aspectos cruciales como el freno a la homofobia, tan extendida entre los jóvenes, ni ponen en valor la trascendencia que tuvo (y tiene) el matrimonio igualitario con la aceptación de los diferentes modelos de familia y la incorporación de los derechos familiares al referido colectivo, incluida la adopción de niñas y niños.

Ahora mismo, hay muchas parejas homosexuales que lucen un anillo que simboliza la unión de lo terrenal con lo espiritual, pero también nos recuerda que es un triunfo para quienes luchamos por una sociedad abierta y diversa.

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