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Más allá del virus: hambre y cambio climático en África
Es crudo decirlo así, pero la peor parte de la pandemia aún no se ha sentido en África. Ya he escrito en anteriores ocasiones que la decidida y eficaz respuesta inicial del continente ha conseguido que África tenga hoy un escaso 3% de todos los casos de coronavirus en el planeta. En la mayor parte de países están logrando contener las cifras y mantener a raya el número de contagios: 44 de los 54 países africanos resisten aún con menos de 5.000 casos oficiales casi cuatro meses después de la detección del primer caso. En otros, lo estamos viendo ya en países como Sudáfrica, les llegan ahora los meses más peligrosos. En estos momentos, ocho países concentran el 85% de los contagios en las dos últimas semanas, constituyendo lo que la OMS llama los ‘hotspots’, los puntos calientes donde se esperan cifras de enfermos, y fallecidos, mucho más duras que las actuales. Eso en lo que respecta al impacto sanitario.
Sin embargo, no hay un solo país africano que no afronte desde ya mismo una crisis económica de colosales dimensiones, la primera recesión africana en 25 años. Y las crisis económicas no hacen sino agravar los problemas estructurales que ya arrastraba nuestro continente vecino y que tienen dos principales protagonistas: la emergencia alimentaria (el hambre) y el ya sentido y creciente impacto del cambio climático. Ambos, obviamente, están profundamente intercontectados.
Las cifras claman al cielo. El Programa Mundial de Alimentos, que mantiene una de sus bases logísticas en el puerto de Las Palmas de Gran Canaria, estimaba en abril que el hambre mundial se duplicará este año. La ONU advierte que, a menos que se actúe de inmediato, las múltiples crisis preexistentes, sumadas a la crisis del coronavirus, podrían plasmarse en una emergencia alimentaria mundial de “gravedad y escala nunca vistas durante más de medio siglo”. La FAO informa de que 13 millones de personas en países como Etiopía, Kenia, Somalia, Yibuti y Eritrea ya se han quedado sin comida o pasan un día entero sin comer. En nuestra vecina África occidental, la situación del Sahel ya era de emergencia alimentaria antes de la llegada de la pandemia. Ahora se ha agravado, y con ella todo lo demás: inestabilidad política, inseguridad y terrorismo.
Los expertos aseguran que hay comida suficiente para todos en este planeta, pero también lamentan que no todos puedan adquirirla. La pérdida de empleos y el bloqueo de las comunicaciones dentro de los países y entre territorios diferentes conllevan dificultades para acceder a los alimentos, desde el golpe al poder adquisitivo de las familias, cuyos bolsillos penan por la mera supervivencia, a los millones de toneladas de fruta y verdura que se pudren en los campos cuando los agricultores no pueden trabajar ni los transportistas pueden distribuirlas por un territorio. Es obligatorio recordar en este punto que más de la mitad de los africanos son pequeños agricultores y que la agricultura es el sector económico principal del continente. De hecho, la agricultura se expande mucho más allá de las actividades de producción agrícola y se calcula que representará un mercado de un billón de dólares en 2030.
Ante esta realidad, instituciones como el Banco Mundial ya están trabajando en garantizar la seguridad alimentaria, apoyando a los agricultores para que puedan satisfacer las necesidades de las comunidades en las que viven y apuntalando el mantenimiento de las cadenas de suministro de alimentos. Leía, hace poco, que en Costa de Marfil, esta institución ha asignado 70 millones de dólares a un plan de respuesta al coronavirus que proporcionará ingresos a 320.000 agricultores y protegerá 5.000 empleos en unidades de procesamiento locales.
Hay más ejemplos. En Chad, se crean bancos de cereales y se distribuyen semillas y alimentos para evitar que los más vulnerables pasen hambre durante la crisis. En Kenia, las start up del dominio agrícola utilizan las nuevas tecnologías para facilitar la entrega de insumos, asegurar los cultivos y realizar pruebas de suelo, entre otras cosas. En Ruanda, unos 38.000 hogares de agricultores se benefician de un proyecto de intensificación agrícola sostenible que pretende mejorar sus vidas, la seguridad alimentaria y la nutrición.
El FMI asegura que la economía mundial se reducirá en aproximadamente un 3% este año, y las remesas, el dinero que los trabajadores del sur que están entre nosotros envían a sus familias desde nuestros locutorios y agencias, se han reducido en aproximadamente un 20%, según el Banco Mundial.
Las personas que trabajan en la economía informal representan más de un tercio del PIB del África subsahariana y para ellas, habitualmente en una situación ya vulnerable, no existen un Estado protector, la posibilidad del teletrabajo o la opción de quedarse en casa sin salir a buscarse la vida. Frente a estas realidades, el norte en el que vivimos (aunque nos ubiquemos en un pliegue de la costa africana) se cierra sobre sí mismo y también recorta fondos para el exterior que podrían suavizar el impacto de la pandemia, de posibles crisis alimentarias, económicas y medioambientales.
Por todas estas razones, me complace constatar que nuestro país no es ajeno a esta realidad y me enorgullece que nuestro gobierno sea consciente de los desafíos a los que nos enfrentamos como comunidad planetaria. La ministra Arancha González Laya anunció ayer en el Senado que la cooperación española dará prioridad absoluta a atender las consecuencias de la Covid19 en el exterior, citó las necesidades urgentes que requiere el continente africano y, con una partida para este año de 1.679 millones de euros, confirmó que la intención del Ejecutivo de Pedro Sánchez es destinar el 0,5% del PIB al apoyo a los países más pobres en los Presupuestos de 2023. La voluntad de nuestro Ejecutivo se expresa en una contundente frase de la ministra: “Nuestra intención de no dejar a nadie atrás no se puede poner en cuarentena”. Nuestra política exterior se reafirma en su intención de situar en su centro los Objetivos del Desarrollo Sostenible.
El cambio climático vuelve a mi pensamiento, puesto que es una cuestión capital, una emergencia que planta sus raíces en todo lo que nos afecta. La erosión del suelo, el aumento de las temperaturas, las lluvias torrenciales que ahora mismo están inundando zonas de África Occidental y el corolario de enfermedades que acompañan a estos y otros fenómenos ponen en peligro la seguridad alimentaria, provocan hambre y desplazamientos y desestabilizan a países, sociedades y las vidas de millones de personas.
Se sabe que casi 400 millones de africanos han sufrido los efectos de fenómenos climáticos extremos en los últimos veinte años. Las sequías están a la cabeza de los desastres naturales que causan más mortalidad en el continente, seguidas por las lluvias torrenciales y las inundaciones. Más de 45.000 personas han muerto en África por culpa de estos fenómenos entre los años 2000 y 2019, según un informe del Centro de Investigación sobre la Epidemiología de los Desastres (CRED) del que se hace eco un reciente reportaje en La Vanguardia.
Los países africanos nos piden solidaridad y justicia: para hacer frente a sus deudas, para luchar contra el cambio climático, para evitar el hambre. Cuando el coronavirus nos deje pensar más allá de su mera presencia, nuestro proyecto de planeta nos obliga a aceptar que todos estamos conectados y que nadie puede quedar atrás. Nuestra meta debe ser crear un mundo en el que no exista el hambre y sepamos cómo hacer nuestras existencias sostenibles. Trabajemos desde ya para conseguir un planeta más sano, equilibrado, pacífico y justo, en el que todos tengamos cabida y aspiraciones.
José Segura Clavell, director general de Casa África
19 de junio de 2020.
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