“Fora Dilma!”, la consigna que une a un millón de brasileños

Protestas en Brasil

María Neupavert

Sao Paulo —

La popularidad de la presidenta Dilma Roussef está en caída libre . Así lo corroboran las decenas de manifestaciones que han tenido lugar este domingo 15 de marzo y a las que han asistido millones de ciudadanos brasileños para protestar contra la corrupción y la mala situación económica por la que atraviesa el país.

Desde Santa Catarina hasta Fortaleza, pasando por Manaus, Rio de Janeiro o Belo Horizonte, las concentraciones se han repetido en muchas ciudades, tanto del nordeste, la zona más pobre y afín al Partido de los Trabajadores, como del sur, en donde existe una mayor concentración de la riqueza. En total, se han contabilizado 18 convocatorias, aunque la más destacada e importante ha sido la de la capital financiera, Sao Paulo. Allí, en la Avenida Paulista, más de un millón de asistentes han mostrado su rechazo a las políticas implantadas por el Gobierno y han exigido el impeachment de la presidenta, es decir, su dimisión inmediata.

Sao Paulo, la ciudad que clama contra el PT

Vuvuzelas, camisetas de la selección y muchísimas banderas de Brasil han llenado una de las avenidas más conocidas de Sao Paulo. Pero en esta ocasión no era un partido de fútbol lo que ha hecho que los ciudadanos salgan a la calle. Tampoco un motivo de celebración. Por el contrario, el malestar generalizado que se respira en la ciudad ha sido el principal revulsivo.

Este descontento no es algo nuevo. Desde que el Partido de los Trabajadores volviera a ganar las elecciones en el pasado mes de octubre las críticas han sido constantes. Por su parte, el escándalo de corrupción en Petrobras ha contribuido notablemente a avivar el sentimiento de rechazo a todo el ejecutivo. La operación Lava Jato, en la que se apunta tanto a la propia Dilma como a otros muchos altos cargos de la política brasileña, ha levantado ampollas en una sociedad que ya se encuentra terriblemente dividida.

Aún así, lo que podría ser una protesta legítima y hasta unánime de todos los ciudadanos de Brasil se torna algo mucho más complejo cuando se mira de cerca. Bajo las banderas nacionales y las pancartas en contra de la corrupción surgen eslóganes que atacan directamente al perfil político del PT, acusándolos de comunistas y de querer convertir al país en una especie de Cuba o Venezuela. Igualmente, son muchos los que evocan la época de la dictadura militar y piden la vuelta de este régimen. Los cánticos entonados por los asistentes, en los que se nombra repetidamente no sólo a Dilma sino también a Lula, hacen referencia al color “rojo” del partido y culpan directamente a ambos líderes de la situación actual.

Asimismo, cabe destacar el escaso respeto mostrado por algunos participantes a las manifestaciones celebradas el día 13 de marzo, con las que sindicalistas y trabajadores mostraron su apoyo a Petrobras y cuya repercusión mediática tanto dentro como fuera del país ha sido bastante inferior. Ciertos speakers han llegado a afirmar que quienes acudieron a aquella cita fueron pagados por el gobierno y por los propios sindicatos, restando así voz y legitimidad a un sector de la sociedad que se muestra favorable al gobierno.

Teniendo en cuenta estos hechos, cabe preguntarse hasta qué punto las manifestaciones no son el reflejo de una lucha de clases. Tal y como ya han apuntado varios intelectuales brasileños, el odio hacia el Partido de los Trabajadores y hacia sus dirigentes se está convirtiendo en un nuevo fenómeno en la vida social y política del país latinoamericano. Más allá de la división de pareceres, es fácil advertir un desprecio profundo por las políticas y las medidas adoptadas por el PT, sin ni siquiera existir la posibilidad de establecer un debate sobre la idoneidad de su programa o sobre cómo estas iniciativas han podido repercutir en la calidad de vida de los más desfavorecidos.

Fuera corruPTos del gobierno

Uno de los argumentos más repetidos para criticar al gobierno del PT y exigir la salida de la presidenta Dilma es el de la corrupción. El escándalo de Petrobras ha dejado al descubierto toda una casta política que desde hace años se ha estado lucrando con fondos públicos. La Operación Lava Jato, con la que se pretende investigar lo ocurrido en la mayor empresa pública del país, ha puesto en el punto de mira los nombres de hasta 49 políticos. De entre ellos, 32 pertenecen al Partido Progresista (PP), un partido liberal y nacionalista que en el año 2002 consiguió 49 diputados y que mostró su apoyo a Fernando Henrique Cardoso, quien perteneció al PSDB y presidió el país desde 1995 hasta 2003. Por su parte, hay seis imputados pertenecientes al Partido de los Trabajadores, y todavía no existen pruebas que incriminen directamente a la presidenta Dilma Roussef.

También Aecio Neves, que se enfrentó directamente a Dilma en las elecciones de octubre de 2014, ha estado bajo lupa. Se sospecha que el actual líder del PSDB está involucrado en el desvío de fondos públicos destinados al servicio de salud de Minas Gerais, estado del que fue gobernador hasta el año 2010. Igualmente, su nombre formaba parte de la lista de Lava Jato, aunque el Fiscal General de la República, Rodrigo Janot, solicitó que ni Aecio ni Dilma fuesen investigados, al no considerar que existiesen pruebas suficientes para criminalizarlos.

Así, a pesar de que los casos de corrupción son muchos y afectan a numerosos grupos políticos, las quejas de los brasileños se han focalizado en la figura de Dilma y en exigir responsabilidades al PT, sin pedir explicaciones a los otros partidos.

Respuesta gubernamental y nuevo panelaço

Poco después de las 18.30 horas, el Ministro de Justicia José Eduardo Cardozo y el Presidente de la Secretaría General de la Presidencia Miguel Rossetto han aparecido en rueda de prensa para hacer una valoración de la jornada del día 15.

En sus declaraciones, ambos han coincidido en elogiar el carácter pacífico observado en todas las convocatorias, algo que, según sus palabras, confirma que Brasil “vive en un estado democrático”. Más contundente se mostró Rossetto al asegurar que el Gobierno no admitirá “ningún tipo de golpismo ni de impeachment fundado”, a pesar de que “sí tomará nota de lo ocurrido” y “entablará conversaciones con los diferentes sectores que conforman la sociedad brasileña para tratar de buscar salidas conjuntas y en consenso con los demás partidos”. Cardozo también aprovechó la ocasión para asegurar que “dentro de unos días” se publicará una lista con nuevas medidas que permitirán combatir el problema de la corrupción de forma más efectiva.

Estas declaraciones poco interesaron a parte de la población brasileña que, repitiendo lo ocurrido la semana pasada durante el discurso televisado de Dilma Roussef por el día de la mujer, salió a los balcones para hacer sonar cacerolas y sartenes. El panelaço se prolongó durante unos 15 minutos y sólo cesó cuando Cardozo y Rossetto terminaron de hablar.

El equilibrio imposible de la balanza

Con la valoración realizada después de las manifestaciones, el ejecutivo brasileño parece no haber entendido la difícil encrucijada en la que se encuentra. Por una parte, el desgaste económico que vive el país (que en 2014 registró un crecimiento de apenas el 0,3%, según las estimaciones del FMI) comienza a hacer mella en el poder adquisitivo de las clases medias y altas, que no están dispuestas a renunciar a su nivel de vida. Por otro lado, en un intento de buscar soluciones a la crisis, el gobierno ha incumplido algunas de las promesas realizadas en la campaña electoral, dejando desamparados a parte de sus votantes.

A pesar de todo, con las manifestaciones celebradas este domingo un país entero ha puesto sobre el tapete la necesidad de tomar medidas drásticas, de reformular la estrategia política y económica y de reconocer los propios errores, algo que –según muchos ciudadanos- la presidenta no está haciendo. En lugar de ello, Dilma ha culpabilizado de todos los males a agentes externos sin asumir su responsabilidad. Le toca ahora a ella mover ficha. Y hay toda una nación expectante por saber dónde colocará la pieza.

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