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La caída más peligrosa

Juan Capote

Poco tiempo después de la llegada de Grillo a Tenerife, cometí un error. Sorprendido en un principio por la facilidad con que el caballo aceptó mi nada despreciable peso en su silla y tras una semana montando con extrema prudencia, decidí sacarlo al campo. Mi amigo Luis llevaba la otra montura, que también había respondido con docilidad en las primeras semanas de doma y ambos trotamos tranquilamente por los prados colindantes a las cuadras.

Todo iba bien hasta que Tito, nuestro profesor, nos pidió que hiciéramos un galope para ver como respondían los animales. Cuando estaba en el suelo, sangrando por un codo, comprendí que no había sido la mejor idea iniciar la carrera en dirección a las cuadras. Más tarde supe también que un potro, que se ha criado con el contacto humano, puede admitir en el primer momento la silla y el peso del caballista, pero también que antes o después se va a medir con su jinete. Grillo esa vez me ganó y su triunfo terminó costándome varias volatas más.

No obstante, no fui el más perjudicado de aquel negocio: Gauguin, el otro caballo cuyo nombre empezaba por la misma letra que el de su medio hermano, como todos los nacidos en el mismo año en la yeguada, no tardó en dar muestras de su carácter. El dueño, quien estuvo a la expectativa en el primer momento, se confió al ver que solo yo había aterrizado en el galope y, sin dudarlo, se dirigió a Tito para decirle que él personalmente quería encargarse de la doma de su caballo. Todo esto parecería lógico si no fuera porque su potro había sido señalado por León, su criador, como el más necesitado de un jinete experto, y que él no llevaba sino un año en el mundo de la equitación. Pronto lo conocimos como ¡fiiuu!, onomatopeya del viento tempestuoso que quería representar la velocidad con la cual Gauguin pasaba bajo un jinete destartalado quien, irremediablemente, siempre terminaba cayéndose.

Pero aquel percance no fue el más serio ni el que más me dolió. Un año después, cuando creía que Grillo estaba lo suficientemente domado, durante un paseo solitario por el campo, inicié un galope, cuesta abajo, por cierto camino que discurría entre eucaliptos recién cortados. La musculación del caballo empezaba a notarse y su boca aceptaba con facilidad el apoyo. Echado ligeramente hacía delante, para liberar la grupa del animal, comencé la cautelosa carrera. Nuevo error. Había observado, hacía relativamente poco tiempo, que el caballo manifestaba una especie de leve cojera, la cual con la misma facilidad que aparecía desaparecía y, a pesar de ello, no supe medir sus posibles consecuencias: al tercer tranco de galope, en la bajada, sentí la grupa de Grillo casi en mi cabeza. Cuando ya el caballo se había perdido de mi vista, comprobé que estaba sentado entre dos troncos de eucaliptos los cuales, talados en bisel, eran auténticas estacas de empalamiento. Me levanté y fui caminando hacia las cuadras con la ligera esperanza de encontrarlo en el camino. No fue así y al llegar lo vi tranquilamente amarrado al picadero mirándome con su ojo bondadoso. Cuando, un poco más tarde, subido de nuevo a él, caminaba en el entorno cerrado de la pista, me di cuenta de que aquella era la caída con más peligro que nunca había tenido. Pero no la más dolorosa, porque solo afectó a mi cuerpo.

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