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Hemos cumplido una edad a la que casi nadie llegaba hace un siglo, y después de 41 años de cotización a la Seguridad Social llega la hora de la jubilación. Nacimos en La Palma y desde allí hemos caminado otras islas y otros continentes. Y ahora es un momento de cierta melancolía. El verano es la estación de la fertilidad, en los campos se recogen las cosechas, el mar nos concede la cabalgadura de las olas. Este año el invierno ha sido más frío que de ordinario, y unos cuantos conocidos han emprendido el último viaje sin apenas despedirse. Son odiosos los tránsitos bruscos que nos trae la vida, son duras las visitas tan frecuentes al tanatorio, es terrible contemplar la caída del féretro en la gran llamarada que lo envuelve y aniquila. Sobre la ciudad de Las Palmas la habitual capa de nubes que nos da el alisio, y ha sido inevitable la sucesión de días turbios, sin luz. Sales para Las Canteras y te pilla un chaparrón de cinco minutos que te obliga a dar la vuelta.

Tras las mañanas nubladas y lluviosas, hemos de entender que cada jornada de este mundo ha sido un regalo inesperado y que ?por lo tanto- nos pueden arrebatar en cualquier momento. Los dioses son celosos de nuestra felicidad, siempre que pueden nos regatean el placer, y a los mortales nos cuesta mucho asumir el proceso de que somos efímeros, insustanciales, imperfectos. Y sin embargo es en la imperfección donde el ser humano se engrandece. Incluso en los momentos en que hemos sido sublimes, no hemos dejado de ser criaturas nacidas de mujer. A los emperadores romanos en los desfiles victoriosos les recordaban que más allá del oropel y de las coronas triunfales les aguardaba la pira funeraria. Humanos y por lo tal limitados en nuestras pasiones y nuestros gozos. De tal modo lo somos que hasta los mesías que hemos adoptado desde hace milenios también son imperfectos, pues están hechos a nuestra imagen y semejanza. Cristo, Mahoma, Buda, toda la legión de las múltiples deidades de Egipto, Grecia, Roma o la India, desde el dios-cocodrilo a Afrodita, no dejan de ser representaciones de nuestra furia y nuestro llanto, de nuestra desazón y nuestra espera.

Recuerda, cuerpo, no sólo cuánto se te amó, / no sólo los lechos donde estuviste echado, / sino también aquellos deseos que, por ti, / en miradas brillaron claramente ?dijo Kavafis. Este hermoso mundo, el único que conocemos, merece ser exprimido en sus mañanas luminosas, transparentes, copas de sol para ser bebidas de un largo sorbo. Días como los que suele obsequiarnos la vertiente sur de las islas. La vida nos trae amores y desamores, derrotas y triunfos, amigos y odios, desazones y esperanzas. Hemos de sentirnos dichosos pues nos fue concedido conocer los árboles y los barrancos, los pájaros y los caseríos, las playas y los cuerpos que alguna tarde remota nos concedieron su estremecimiento fugaz e inolvidable. No hay que ponerse trascendental, sino sentir el tiempo que nos vivifica y nos derrota. Vivimos en las afueras, casi mirando a Teror, y en la mesa atiborrada de libros y papeles ?tantas ideas sueltas, tantos borrones, tantas páginas inconclusas- la gata mezcla de siamés y callejero se ha acomodado en la larga mesa, lo más cerca posible de la pantalla del ordenador, sabe que cuando uno se pone sentimental hay que cerrar los ojos. Y eso es lo que hace: ronronea feliz y olvidada en su cielo, tiene la ventaja de no pensar en la muerte mientras suena música barroca, la belleza que persistirá cuando ya no estemos.

(Del Blog La Literatura y la Vida)

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