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Cuando la comunicación hechiza

Carlos Felipe Martell

Hay dos maneras de abrir una puerta. Tocando o a patadas. Si llamas a la puerta pero no te abren, si vuelves a llamar sin obtener resultado, si tocas una y otra vez pero no recibes respuesta, al final tienes dos opciones. O te resignas o la abres de una patada. Algo así nos pasa a unos cuantos profesores universitarios, los inconformistas, sobre todo a algunos que damos clase en facultades y grados tan aparentemente gélidos como pueden ser la Economía, la Contabilidad o el Derecho. Nosotros, esa minoría, somos animales emocionales encerrados en un mundo muy frío. La puerta que nos aísla es paradójica, pues para abrirla hay que hacerlo hacia dentro y hacia fuera. Una puerta muy complicada. Por eso solemos pasar muchos años resignados hasta que llega el momento de rebelarse y tomar decisiones. Todo mundo, toda facultad, todo grado universitario, deja de ser frío cuando le aportamos calidez. Necesitamos entender que, para que ese grado o esa facultad tengan ese calor acogedor, su corazón, su motor, su alma, debe tener un protagonista indiscutible: el alumnado. Nosotros, los animales emocionales docentes, tenemos que darle una patada (a veces muy fuerte) a la primera cerradura de la puerta para dejar entrar al alumnado. Luego esos alumnos tendrán que darle otra patada a la segunda cerradura para que nosotros podamos salir con ellos, acompañándolos y apoyándolos.

Hace poco más de un mes que una vicedecana de la facultad donde trabajo me propuso colaborar en un proyecto. Yo no suelo implicarme mucho en la gestión universitaria, a veces porque no me considero adecuado para el cargo, y en otras ocasiones porque los enfoques planteados por el equipo gestor suelen ser muy institucionales. Sé que sufro de alergia a lo políticamente correcto y a lo institucional, lo cual me limita. En esta ocasión, sin embargo, la propuesta venía de una vicedecana muy especial, pues ella y yo coincidimos en muchos aspectos. Por ejemplo, a nivel docente creemos en lo mismo, si bien utilizamos diferentes herramientas para tratar de llegar al mismo objetivo en las aulas. La vicedecana utiliza armonía para conseguir armonía. Yo utilizo caos para conseguir armonía. Lo mío es más radical, no lo discuto, y se debe a mi creencia en mi propia definición del arte. El arte es la armonía surgida del caos. O sea, yo pongo unos Power Rangers encima de la mesa cuando explico Estadística, mientras que la vicedecana pone música. Los dos buscamos lo mismo, los dos pretendemos ponerle los ojos como platos al estudiante.

El proyecto en cuestión consistía en organizar y participar en las Jornadas de Puertas Abiertas, unas charlas que ofrece la universidad a los alumnos de bachillerato. Me resultó muy atractivo, pero puse una condición. Le prometí que me integraría en el equipo, siempre y cuando tuviésemos libertad para diseñar las charlas en base a nuestros esquemas mentales. Y así fue. Nadie nos puso restricciones. Eso hay que agradecérselo al decanato de nuestra facultad. La universidad solo nos impuso dos verbos de puro sentido común. Informar y motivar. No hay nada que motive más que la palabra motivar.

Nuestro equipo lo tuvo claro desde el principio. ¿Cuál es la mejor manera de llegar con nuestro mensaje a jóvenes preuniversitarios de diecisiete años? Fácil, ¿verdad? Que les cuenten la película, que les cuenten sus experiencias alumnos universitarios de diecinueve o veinte años. Alguien cercano en edad que esté estudiando la misma carrera que ellos quieren hacer. Alguien que les genere confianza. La comunicación entre jóvenes siempre será más pura, más fluida y más sincera. Basándonos en este planteamiento elegimos, como parte indispensable del equipo, a estudiantes de los cuatro grados que imparte nuestra facultad. No elegimos alumnos con un perfil determinado ni les dijimos lo que tenían que contar. Casi fueron elegidos al azar. La idea era que nosotros, los profesores, habláramos muy poco para dejarle el tiempo al alumnado. Y así lo hicimos.

Las jornadas en nuestra facultad, tal como teníamos previsto, comenzaron con una breve combinación discursiva muy variada: el magistral discurso emocional de Montse, la creatividad infinita de Inés, la paz y seguridad que aporta Javi cuando fluyen sus cadentes palabras, la innegociable claridad esquemática de Franci, la fe arrolladora en su propio mensaje de Juanjo y los escupitajos de locura (y espero no parecer pedante) de quien escribe este artículo. Pero mi propósito no es felicitar a mis compañeros profesores. No planteo ningún reparto proporcional de méritos, porque nosotros, al fin y al cabo, cobramos a fin de mes. Y nuestra participación en las Jornadas de Puertas Abiertas, aunque voluntaria, es una parte más de nuestro trabajo.

Cuando nosotros terminamos de hablar, llegaron ellos. Ellas y ellos. Las alumnas y los alumnos. Llegaron, pero no lo hicieron de cualquier manera. Fueron implacables, contundentes. Se comieron textualmente el escenario. Nos echaron. Nos sacaron del encuadre para autoenfocarse. Se apropiaron los micrófonos y jamás los devolvieron, ni siquiera para que la vicedecana pudiera dar paso a las consultas del público. Fueron ellos mismos quienes, con su descarada e insultante juventud, invitaron a los asistentes bachilleres a exponer sus (a veces) afiladísimas dudas. Y fueron ellos mismos quienes respondieron a todas y a cada una de las preguntas para rescatarnos del posible mal trago. Esa actitud surgió de manera espontánea y enriqueció las sesiones hasta alcanzar la excelencia.

Más tarde llega la calma y la resaca. La vuelta a la rutina académica. Cuando oyes en los pasillos a algunos compañeros decir que los jóvenes universitarios son unos críos inmaduros a los que hay que tutelar, te dan ganas de llorar. Pero claro, hay gente que vive una realidad paralela. O perpendicular, no lo sé. Los alumnos de los grados que participaron en este juego se sintieron sabios, poderosos, ansiosos por volver a participar en actos como este. Están esperando recibir una llamada similar. Cuando nosotros, los profesores participantes, comentamos con otros compañeros cómo hicimos la puesta en escena, se sorprenden y aseguran que ha sido una buena idea la presencia de los alumnos. ¡Una buena idea! ¿Acaso es original? Me quedo atónito. Me resulta sorprendente que esto no se haya hecho antes. Me resulta sorprendente que no se haga en otros grados, al menos no de manera habitual. La presencia de alumnos hablando a otros alumnos, algo que parece de puro sentido común, hay quien lo considera “una buena idea”. Es triste. Espero, al menos, que, quien lo considere “una buena idea”, contribuya a convertirlo en un ejemplo a imitar. Por el bien de la comunidad universitaria.

Nota del autor. Este artículo está dedicado a tres estudiantes del Grado en Contabilidad y Finanzas (Eli, Nicolás y Adrián), cuatro del Grado en Turismo (Maryna, Andrea, Raquel y Sara), tres del Grado en Administración y Dirección de Empresas (Ana, Andrea y Alejandro) y otros tres del Grado en Economía (Gabriel, Javi y Joni) de la Universidad de La Laguna.

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