Desprendimientos (III). Las cartas

27 de abril de 2025 12:12 h

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Edición de 1806 de las "Cartas a su hijo y amigos" de Madame de Sévigné.

“¡Estaba dibujando cuando llegó tu carta! ¡Alegrías, sorpresas, noticias!”

Philip Guston a Elise Asher (17-08-1964)

No, no es que vayamos a desprendernos de las cartas que poseemos, no, no las vamos a llevar al contenedor de papel; las seguiremos guardando porque ocupan poco espacio y son una prueba contundente de algo que consideramos valioso. Como si fueran un documento de fe de vida, acreditan la historia de quien las escribe y de quien las recibe, no en vano llevan fecha, lugar y firma, dirección y remite. Nuestro desprendimiento tiene que ver con el hecho drástico de que ya no vamos a escribir más cartas en papel y enviarlas en un sobre con sello. No lo volveremos a hacer porque el mundo de la comunicación entre las personas, ha cambiado. La intimidad que antes era cosa de uno o de dos, ha pasado a ser, con más o menos interés, percepción de muchos en las redes sociales. El concepto de público y privado se disuelve en unos márgenes cada vez más confusos. El whatsapp, ya sea texto o voz, con o sin video, es ahora la manera más rápida y habitual de llegar a alguien que se halla lejos. Enviar una misiva por correo es una práctica que pertenece al pasado; algo que era muy habitual en otro tiempo donde las distancias obligaban a una separación sólo consolada por una única vía posible: las cartas. El filósofo Carlos Javier González Serrano dice que “esta tradición está en desuso o, por desgracia, se ha perdido”. Afirma que antes la gente se relacionaba “más que por la distancia, por la necesidad y el valor de expresar palabras que no corrieran el riesgo de ser llevadas por el viento”. Había una intención de que fueran “conservadas en un papel para estar siempre al alcance de las manos y el corazón de su preciado destinatario.” Corren otros tiempos, quizá, corren demasiado rápido. Hace dos semanas escuché una noticia alarmante: El gobierno danés acaba de anunciar que se plantea eliminar la empresa pública de correos.

Tienen las cartas la marca personal de alguien cercano. Pertenecen a un familiar, a la amada, al maestro o al amigo. No hay dos cartas iguales, son únicas como los cuadros; tienen algo especial que siguen conservando con el paso del tiempo al depositar en ellas, tal vez, nuestro cariño. De alguna manera niegan el vacío o hacen que éste parezca más pequeño. Cuando se escribe una carta hay una entrega y cuando se recibe puede comenzar una historia o no llegar a dar inicio. Pero queda constancia del acontecer humano en un ordenamiento de palabras que partieron hacia un destino fijado. No es escribir ficción. Dejan las cartas ciertas pinceladas del carácter, del estilo y a veces de la elocuencia. Dan ganas de pensar que cuando se escribía una carta no se podía mentir y puede que por ello, las cartas contienen siempre una verdad. La verdad de una persona, de su relación con el otro, de las circunstancias adversas o favorables de su época, del misterio, de los secretos, del dolor y de la pasión de vivir en el mundo. Cuando una carta ha mentido ha provocado alguna catástrofe, ya sea particular o general si es, por ejemplo, entre naciones. Al parecer, si no recuerdo mal, una mala traducción de una carta diplomática, hecha a propósito, fue la gota que colmó el vaso (la excusa) para el enfrentamiento entre Alemania y Francia durante la Primera Guerra Mundial.

"Prize Papers". Cartas incautadas a los barcos españoles en el siglo XVIII.

En las décadas de los sesenta y setenta llegaban a mi casa cartas de Venezuela, de Bélgica y de Australia, además de las típicas postales de Navidad de tíos y tías y primos y primas. Anunciaban los nacimientos, hablaban de sus trabajos y de la ciudad donde vivían, del mucho frío o del mucho calor que pasaban, de la nostalgia que sentían y de que pronto vendrían de vacaciones a la isla de La Palma. Cuando hice el servicio militar en el País Vasco en 1983, el día que llegaba una carta o una simple postal, era un día alegre que rompía la monotonía del resto. En la adolescencia y primera juventud, como a muchos de mi generación, nos tocó escribir cartas a las novias o más bien a las que pretendíamos que fueran nuestras novias. Se mostraba el amor por escrito y se esperaba que cayera algún beso a cambio. Cuando era un muchacho, recuerdo escribir cartas en papel rayado que se compraba en las tiendas de ultramarinos. Haciendo de amanuense para algunas vecinas del barrio, generalmente de edad avanzada, escribía lo que ellas me dictaban: “Querido hermano: Espero que al recibo de esta carta que te envío, te encuentres bien de salud…” Eran misivas que enviaban a sus parientes en el extranjero: sobres blancos bordeados en azul marino y rojo. Me viene, ahora que lo nombro, el sabor que quedaba en los labios después de humedecer el borde triangulado al cerrar los sobres. En el interior o en lo alto de los armarios y en la mayor parte de las casas, siempre había una caja de zapatos con cartas, otra con fotos y otra con los recibos de los plátanos, todas ellas sobre las inevitables radiografías extendidas a lo largo, pues no había en la casa otro lugar tan amplio donde guardarlas a salvo. Al coleccionar sellos en la infancia como influencia de José Ramón, un vecino que había emigrado a Amsterdam y que, en vacaciones, amablemente me traía un álbum nuevo de regalo para seguir aumentando la colección, pasaron por mis manos muchas cartas. Yo buscaba en los baúles, en la cajas de tea, en los armarios y desvanes de las casas viejas o incluso, en las abandonadas. Las cartas más antiguas eran de Cuba, luego estaban las de África y después las de Venezuela. Grandes y con mucho colorido, los sellos más hermosos eran los cubanos y los venezolanos; los europeos eran más austeros y monocromos. Gracias a los sellos accedí a una lección no sólo de intimidad, sino de una humanidad que se hallaba esperando en la oscuridad del olvido. En un objeto que cabe en las manos podías sentir el hilo oculto de las cosas importantes, de la vida de aquellos que nos precedieron. Sin remedio somos animales que practicamos la curiosidad. Así, furtivos, aprendemos más pronto. Sin embargo, el escritor alemán Heinrich Heine, estaba en contra del uso público de las cartas privadas. A finales de noviembre de 2023, los Archivos Nacionales del Reino Unido, sacaron a la luz una selección de documentos incautados a barcos españoles, a los barcos apresados en las habituales disputas entre los dos imperios marítimos durante el siglo XVIII. Puestos a disposición pública en la web, los “Prize Papers” incluyen numerosas cartas del servicio postal con detalles esclarecedores de la vida en España y en las colonias americanas. Primorosamente conservadas, envueltas en papel crema más grueso y atadas con una cinta blanca, como era la costumbre de la época, son un tesoro que abre para los investigadores otras perspectivas desconocidas de aquellos tiempos lejanos. En una de esas cartas salvadas, en este caso gracias a la captura de los ingleses, hace 270 años, Francisca Muñoz muestra de un modo admirable su indignación a su marido, Miguel Atocha, que se había marchado a América:

Quisiera sabe qual es el motivo de haberte escrito treze cartas sin estas y de ninguna a ver tenido respuesta, quisiera saber si allá no ay papel o plumas o tinta para siquiera a ver escrito una, ya veo que es por falta no de lo dicho, ni de lugar, sino de mucho olvido que ya has hecho de toda tu familia, pues todos por acá tienen sus socorros, razón y sola yo soy la desgraciada, rodeada de tantas miserias qual no otro en este mundo, con más arrastes, y colmo de miserias el verme rodeada de estos dos pedazos que tanto tu te has apagado en el amor”.

Edición de "Epistolario". 1944-1977. Correspondencia entre María Moliner y José Ferrater Mora..

Cuando leemos una carta así, sabemos que es cierta y ésto es unánime hasta para un niño o una niña. Esta impagable misiva que no llegó a su destino, tiene un contenido extra por las trece cartas anteriores que no tuvieron respuesta. Ésa es la clave. Ésto, Francisca lo escribe, ¡casi nada!, como si fuera Cervantes, incluyendo las faltas de ortografía: “quisiera saber si allá no ay papel o tinta para siquiera a ver escrito una”. Esta carta extraordinaria puede dar lugar a una novela o, incluso, a una serie para una plataforma digital, y además, a la par que los tiempos, siendo el personaje principal una mujer. Una Ariadna abandonada por Teseo en la isla de Naxos. A ver si se animan los y las novelistas. No es la primera vez que una carta es el principio de una novela.

Algunos escritos de carácter privado dirigidos por una persona a otra, acaban formando parte de la historia humana e incluso, aportan detalles que la hacen más visible. Todo historiador, investigador o editor sabe que cuando encuentra una correspondencia, cuando encuentra una maleta llena de cartas, descubre una mina con un filón de oro. La estupenda biografía de Humboldt que tuve la suerte de leer el año pasado y que fue obsequio de mi amigo Fernando Savaté, “La invención de la Naturaleza”, de Andrea Wulf (Taurus, 2017), no sería igual de amplia y abarcadora sin las cartas de Goethe, del hermano Wilhelm, de Bolívar, de Jefferson, de Darwin, de Thoreau o de John Muir. El carteo de todos ellos sirve para unir la trama general de un hombre que ejerció una gran influencia, como si echáramos argamasa a una estructura. A mitad del siglo XIX y en sus últimos años, el genio alemán recibía en su casa de Berlín cuatro mil cartas al año y llegaba a escribir cerca de dos mil, lo que hacía que se sintiera “implacablemente perseguido por la correspondencia”. Rechazaba la ayuda de secretarios privados para que le ayudaran, porque decía que las cartas dictadas eran demasiado “formales y serias”. Caso poco común de clarividencia, Alexander von Humboldt fue una suerte para el mundo. Y lo sigue siendo.

La vida de las personas ha dejado cartas (ya muchas menos), para todos los gustos, más frívolas o más serias; las sigue habiendo insufribles, que reclaman nuestro escaso dinero para Hacienda, para la banca o para Endesa; las hay con más o menos información histórica o política. Hace poco Feijó le escribió una carta a Pedro Sánchez, y éste le contestó escribiendo otra con cierta ironía. No sirvieron para nada; parece que en política las cartas están fuera de onda. Una carta certificada puede indicar una deuda con alguna administración, el ingreso en prisión o la baja de un trabajo. Hay cartas que dan miedo y cartas que te alegran la vida. Estar en prisión y recibir una carta o escribir a alguien querido que se halla en una cárcel, es harina de otro costal. Escribir una carta a tu amada antes de que te fusilen en el patio al amanecer, es un límite insuperable para quién la escribe y para quién la recibe, y también para nosotros que la leemos pasados los años y no podemos hacernos ni idea de un asunto tan comprometido. No se puede elevar más el nivel de escribir como parte imprescindible de las exigencias de un destino implacable. Ésto lo tuvieron que hacer muchos españoles y españolas que, sin crímenes de sangre, fueron fusilados por la represión franquista una vez logrados los objetivos militares y después de terminada la contienda. Nunca una carta ha contenido tanto. En ciertas capitanías del ejército aún no se han abierto los archivos al público general. Cuarenta años de dictadura dejan un reguero de pólvora mezclado con el aroma de las rosas rojas del olvido. Cartas de amor y de guerra. En este país solemos recurrir a la ficción del realismo social porque no sabemos llegar a un acuerdo con la realidad del pasado a nivel político, con la memoria de lo que fue esa realidad si es que ésta se puede dilucidar cuando algunos son partidarios de volver a ella. Mientras tanto, aquí están las cartas para los incrédulos. Entre los libros que se han publicado con transcripciones de soldados o prisioneros, encontramos: “Cartas presas” (Marcial Pons, 2016) de Verónica Sierra Blas. “Nuestra historia no es, sino en gran medida, la historia de nuestra escritura”, afirma la autora. “Madrina de guerra: Cartas desde el frente” de C. Ortiz y “Ya sabes mi paradero: la Guerra Civil a través de las cartas de los que la vivieron” de J. Cervera. Las cartas son una prueba, cuentan lo que muchos esconden. A lo largo de la historia hay algunas cartas que son o fueron definitivas: Belarofonte, acusado falsamente de acoso por Anteia, la mujer de Proteo, fue enviado por éste, en un arrebato de celos con una carta al rey de los licios, Iobates, cuyo texto decía: “Al recibo de la presente, me harás la merced de dar muerte al portador”.

Alexander von Humboldt, por Joseph Stieler, 1843.

El maestro que renovó la literatura de terror H. P. Lovecraft, era un hombre que escribía cartas; hay quien dice que más de cien mil, de las que se conservan una décima parte. Traducidas al español por Javier Calvo, se editó una primera selección en 2023: “Escribir contra los hombres” (Aristas Martínez Ediciones). Lewis Carroll no se había quedado atrás: según su propia declaración, escribió 98.721 cartas en los últimos treinta y siete años de su vida. En el siglo XVIII, Horace Walpole, envió más de cuatro mil misivas a lo largo de cuarenta y cinco años, sobre todo, a su amigo Horace Mann, ministro de Inglaterra en Venecia que, además, nunca solía contestarle. En una carta al conde de Hertford, el 12 de febrero de 1765, escribe: “Carecemos de libros, drama, intriga, casamiento, fuga de amantes o disputa nuevos; en resumen, estamos muy apagados. En punto de política, a menos que los ministros metan traviesamente las manos en algún fuego, creo que ni siquiera habrá humillo”. Con gracia y desenfado se aburría Walpole en Arlinton Street. El momento dorado de la correspondencia fue el siglo XVII y el siglo XVIII. También el de la novela epistolar. Las mujeres y los salones que ellas dirigían de un modo admirable, tuvieron mucha importancia a nivel cultural. A Madame de Sévigné se la considera un modelo, al igual que a Madame du Deffand y a Lady Montagu. Laura Cobos, nuestra querida profesora de Filosofía, nos las dio a conocer a finales de los setenta, en la época el Instituto. El griego Epicuro escribió a Heródoto, y su carta a Meneceo inicia la filosofía epistolar. Hay centenares de cartas de Cicerón y de Horacio. Comencé el año 2025 leyendo las “Cartas morales a Lucilio”, en dos volúmenes; la obra de madurez de Séneca que es muy de agradecer. Miren qué actual es esta cita que subrayé, parece que habla de las fake news: “Los deseos naturales tienen un término; los que brotan de una falsa opinión no se detienen, ya que lo falso carece de límite”. Plinio el Joven cuenta en una carta a Tácito, la muerte de su tío Plinio el Viejo, durante la terrible erupción del Vesubio en el año 79 d. C. Mientras el volcán Tajogaite seguía en activo en El Paso en 2021, cité la correspondencia de Plinio el Joven. A la hora de escribir artículos sobre el volcán para este periódico digital, las cartas del escritor griego y otros clásicos, me sirvieron de antecedente a tener en cuenta para una necesaria reflexión y así, no sólo mirarnos el ombligo, como veía que sucedía en los medios de comunicación insulares y regionales ante un asunto tan dramático y sorpresivo.

Las “Cartas de Relación” de Hernán Cortés al Emperador de las Españas, son el primer documento sobre la conquista de México. Sigmund Freud rompió con su colaborador Carl G. Jung, a través de una carta, y éste le respondió con otra muy elocuente. Una carta que envió la actriz Ingrid Bergman a Roberto Rossellini, cambió la historia del cine, y la de ellos dos; y nos dejó, entre otras perlas, “Stromboli”. Las cartas literarias y filosóficas, que son las que más me interesan, han ido evolucionando como la propia literatura; las griegas tienen más oratoria, las latinas más atención al detalle; en la Edad Media y principios del Renacimiento, tienden a ser más retóricas y después se vuelve a una cierta nitidez, nos dice Alfonso Reyes, en “Literatura epistolar”, un excelente y viejo compendio del género que utilizo a menudo. Importante es la correspondencia de Van Gogh, y muy bellas las cartas a su hermano Théo; íntegras son las de Unamuno, y ya va siendo hora de que en España se publique su correspondencia completa; picantes son las que cruzaron Galdós y Emilia Pardo Basán; elegantes y pintorescas las de Eca de Queiroz; Voltaire dejó unas diez mil cartas, todas admirables, casi todas publicadas; ocupan trece volúmenes en la Bibliothèque de la Pléiade; “Las cartas a un joven poeta” de Rilke, son un manual de escritura y de supervivencia ineludible; el Flaubert que se esconde en su obra como un mago, aparece en carne y hueso en su sustanciosas cartas: “El hilo del collar: Correspondencia” (Alianza Editorial, 2021), que es, además, una lección maestra sobre la creación literaria. Se cartea con Louise Colet, con Baudelaire. Si hubiera publicado en vida lo que dice de los burdeles de Estambul o de El Cairo, habría ido a la cárcel por escándalo público; en las misivas entre George Sand y Alfred de Musset, se ve el amor que se profesaban, al igual que las que se cruzaron Rimbaud y Verlaine ; Kafka no se entendería tanto sin “Carta al Padre”, una sola carta de 78 páginas, y sin las numerosas “Cartas a Milena”; el epistolario de Nietzsche, desde la adolescencia, es casi una autobiografía; Goethe mantuvo con Augusta de Stolberg un largo epistolario sentimental en secreto que nunca fue revelado; hay mucha ternura en las cartas de Leopardi a sus amigos de Toscana y mucha contención en las de Turgueniev a la soprano española Paulina Viardot; Óscar Wilde desde la cárcel de Reading, abatido, le escribía a su amigo Robert Ross. En el tiempo de la invasión nazi en Francia, que al final le costó la vida a Paul Valéry, el 17 de junio de 1940, el poeta escribe desde Dinard, una conmovedora carta a Victoria Ocampo, directora de la revista “Sur” de Buenos Aires: “Victoria: lloro al escribirle. El barco naufraga...Se hizo lo que se pudo. Nada iguala a lo que realizaron nuestros hijos. Pero el número y la bestialidad nos aplastan. ¡La traición en el Norte, la cobardía en el Sur han permitido el triunfo de una bestia misteriosa!...Ahora el desastre público engendra todos los desastres privados”.

"Cartas de artistas", de Michael Bird.

Por fin se ha traducido al español el epistolario entre la gran actriz de teatro María Casares y Albert Camus; mil seiscientas cartas entre 1944 y 1959, incluida, la última antes del fatal accidente de tráfico que costó la vida al Nobel francés. Si hiciéramos un mapa con la correspondencia que el ser humano ha realizado, sería una cartografía del mundo, y en ella estaría fielmente reflejado lo que de verdad somos, pues cada carta firmada implica una confesión, un lugar en el espacio y una fecha en el tiempo. Lo que se dice en una carta, tal vez, no se pueda decir en ningún otro sitio. Escribir cartas no es hablar; es otra cosa, implica una mayor reflexión. Es un hervor más tibio, tiene otro tiempo de espera. El que está detrás, el otro, el de verdad, coloca su pensamiento en una escritura dirigida, como al tensar un arco y disparar una flecha. Y lo hace desde la soledad, pero es desde la soledad hacia una ausencia que pretende cambiar y que por ello tiene la esperanza de que se haga presencia.

“Siempre he de comenzar mis cartas pidiéndole excusas de haber tardado tanto en escribirlas, lo cual no está de acuerdo ciertamente con la alegría que me produce el recibir las suyas, pues aparte de lo mucho que le estimo y quiero no suelo recibir muchas tan inteligentes, perdón por el término, pero así es. ¡Qué descanso, Señor!, dan ganas de decir a las pocas personas con quien se puede hablar aunque estén lejos, gracias, infinitas gracias.” Así comienza la carta que le envía, el 7 de octubre de 1952, María Zambrano a José Ferrater Mora. Las cartas eran una suerte en esos tiempos de exilio, mantenían un hilo de esperanza y afinidad ante la dispersión que suponía para los españoles la dictadura de Franco. Editorial Renacimiento publicó en diciembre de 2022, “Epistolario 1944-1977”, una correspondencia intensa entre los dos filósofos que pienso leer lo más pronto posible. 

En los últimos años las editoriales se han puesto las pilas y han publicado numerosas ediciones de la correspondencia entre artistas, músicos, escritores y científicos. Entre ellas me gustaría destacar: “Querido maestro. Correspondencia de Pau Casals” (1893-1973), edición y traducción de Anna Dalmau y Anna Mora (Acantilado, 2024). En una de ellas dice el maestro: “Las cartas deben ser autógrafas. No hay ninguna igual. Una palabra de comprensión, de esperanza, de consuelo...¡eso es lo que cuenta!” También me gustaría leer la recopilación de cartas entre la poeta Wislawa Szymborska y el escritor Kornel Filipowich a lo largo de casi veinte años: “Escribe si vendrás. Correspondencia” (1967-1978) (Editorial Las afueras, 2023), “un homenaje al amor y a la literatura, a la naturaleza y a la libertad”. En la librería “Iriarte” de mi pueblo, en Los Sauces, adquirí hace poco “Cartas de los artistas” (Blume, 2022). Con una cita de Auden: “Llega tu carta, que habla como tú”, se inicia este bello libro. Una amplia selección de más de noventa misivas de la esfera del arte y al cuidado de Michael Bird. Desde Leonardo da Vinci hasta David Hockney, de 1482 hasta 1995. Con introducción y foto para cada carta, vemos no solamente lo que cuentan, sino la variada caligrafía y los dibujos en blanco y negro, en sanguina y algunos a color, con que solían acompañar el texto. “Las cosas que amigos y amantes se dicen el uno al otro en cartas no ha cambiado mucho en quinientos años”, comenta en la introducción Michael Bird. No da uno abasto a leer toda la correspondencia que se publica y que nos llama la atención. También es muy interesante y curioso el caso de Tchaikovsky que ahora conocemos al publicarse sus cartas. El compositor ruso, de carácter tímido y humilde, tuvo por mecenas durante más de diez años a una acaudalada viuda, Nadezhda von Meck. Algunas de sus obras están dedicadas a esta generosa dama. Sin embargo, sin nunca llegar a conocerse, mantuvieron una relación solamente a través de la correspondencia.

Los escritores de ficción o los poetas, se han dado cuenta de cierta capacidad de convicción que tiene el género epistolar y han utilizado sus cualidades para construir ciertas obras maestras. Las cartas cruzadas entre Hiperión, Diotima y Belarmino constituyen lo más bello de Hölderlin y conforman una de las obras cumbres del Romanticismo alemán: “Hiperión o el eremita en Grecia”. “Querido Marco:...” da inicio a ese discurso, no una novela como dicen muchos, que es “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar; en realidad, se trata de una sola carta. “Drácula” de Bram Stoker, está compuesta de cartas y algunos fragmentos de un diario. “Los idus de marzo” de Thornton Wilder, que no me canso de recomendar, es un ejemplo de creación literaria compuesta exclusivamente de misivas. Antonio Tabucchi escribe a una dama en la novela epistolar “Se está haciendo cada vez más tarde” (Anagrama, 2002). Recuerdo a Sara leyendo este libro en la playa de Las Teresitas. Mi amigo, el poeta Bernardo Chevilly, recurrió a este género para, por ahora, su último libro: “Cartas imaginarias” (Renacimiento, 2017). Me pregunto, si todo lo que escribimos no es sino una carta abierta dirigida a no sé quién; incluso a uno mismo, pues somos otro cuando recibimos que cuando emitimos el mensaje. Toda obra de una escritora, toda obra de autor, es una carta al mundo. Toda la literatura es una sola carta al universo. El pobre cosmos, con tanto vacío de por medio, se encuentra tan solo y tan desconsolado que nos da una pena tremenda. Escribir es enviar una carta al mundo sin esperar acuso de recibo. Es sentir misericordia de la distancia, de los horizontes, de la vastedad que no alcanza nuestra mirada. Los sueños solo cuestan un sello de correos. El lado iluminado que necesita todo cuerpo en sombra.

Cartas de John Berger a Óscar Lorenzo.

Nadie escribe cartas hoy en día, nadie, excepto el veterano periodista y escritor neoyorquino Gay Talese, que en una reciente entrevista afirmaba que aún mantiene correspondencia con algún amigo. En febrero pasado leí su último libro: “Bartleby y yo” (Alfaguara, 2024). Escribe tan bien como viste; el padre era sastre y había emigrado a Nueva York desde la isla de Sicilia. Las cartas serán, en su estado sólido de papel y ahora digitalizadas, sustancia para los archivos, universidades y museos. Es decir, materia indispensable para nuestro propio conocimiento. Su carácter frágil se digitalizará para salvarlo de las llamas de un posible incendio, pero no del vértigo tecnológico que las condena a un cierto olvido excepto para especialistas. Hoy, nos asaeteamos con whatsapp, nos torturamos con video llamada, cerramos el día y lo abrimos con el correo electrónico, escribimos en un chat múltiple, en fin, hay innumerables formas de comunicarse, pero toda ellas van a parar a la papelera, y la papelera no se sabe a dónde. Un abanico de posibilidades comunicativas, por un lado; pero también, mucha soledad por el otro. Una soledad a la que nadie pone remedio. Y nadie quiere escribir sino lo mínimo indispensable porque cansa el teclado, cuando lo que cansa en un mundo como el de hoy, es tener que reflexionar. Y esto es así, porque si lo hiciéramos, saldríamos muy mal parados. Al publicar en las redes sociales es como si entregamos una carta abierta. ¿Dónde queda lo privado, lo que proponían las cartas solamente entre dos personas? Al margen de que luego, más tarde, con los permisos pertinentes, (que por cierto, son un follón), fueran publicadas en un libro bien editado, lo privado de la comunicación en internet se ha desintegrado en un no lugar y en un no saber quién es el lobo y quién es la oveja. Enviado un e-mail, digamos, lo más parecido a una carta en plan digital, éste es lanzado como un hijo sin retorno a un porvenir desconocido; hasta para los máximos especialistas informáticos, lo que será de ese mensaje en el futuro es una incógnita. 

Al final del estudio preliminar a “Literatura epistolar”, el escritor mexicano Alfonso Reyes nos advertía en 1968: “Sin el estudio de las cartas, la cultura en general (tesoro espiritual acumulado por las generaciones), la historia, la biografía, las letras, presentan zonas de silencio o, a veces, carecen de explicación.” En un agujero negro digital buscarán nuestra huella. Nuestros cuerpos se incinerarán, nuestro rastro será energía oscura de saldo en la inmensidad del vacío. Como yo busco ahora en la literatura epistolar la huella humana, cosas del día a día, de la relación con los otros y con el paisaje, de cómo vivían, detalles que conforman, rasgos, señales, verdades en definitiva, me pregunto humildemente: ¿cómo buscarán en el futuro los investigadores cuando estudien una biografía, una época o unos hechos determinados, si no va a existir nada sólido, como, precisamente, un paquete de cartas? Yo mismo, guardo cartas, algunas muy hermosas. En un artículo anterior les hablé de las dos cartas que poseo de John Berger y les expliqué el gran valor que les doy. Sé que algunas mujeres tienen cartas enviadas por mí; el que las guarden aún, cuando ya han pasado más de treinta años, es un favor que me otorgan. Eran cartas de amor, seguramente algo cursis. La última carta que recuerdo haber escrito, fue una carta para una mujer muy hermosa de un país mediterráneo. Un ángel. Los ángeles no tienen whatsapp ni Facebook ni correo electrónico; los ángeles hermosos sólo reciben cartas, cartas de amor.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

25-04-2025

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