El destino de los árboles

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Hay quien odia los árboles. Son personas extrañas que se odian a sí mismas por distintos motivos: por desamparadas, por tristes, por innecesarias. Es un odio irracional, pero no soportan verlos crecer, esponjarse, alcanzar sus ventanas, golpearse en ellas, extender sus ramas hasta llegar a sus vidas opacas y anodinas. Todo su afán es acabar con ellos: podarlos, arrancarlos, quemarlos y cualquier otra cosa que los aleje de su vista y de sus vidas. Eliminarlos para no sentirse débiles ante su presencia. Eliminarlos es una prueba de su poder sobre ellos o, al menos, así lo creen. Les tienen miedo. Pero, ¿por qué? Los asocian a sus desgracias personales y desgracias universales y así cuentan toda suerte de males que los árboles traen consigo: que si extendieron sus raíces hasta secarles la tierra y hundirles la casa; que si un vecino murió partido por un rayo que cayó en el árbol donde estaba refugiándose de la tormenta; que si un familiar se sentó debajo de una higuera a dormir y se quedó ciego; que, si un árbol estranguló al hijo pequeño enredando las raíces en su cuello, etc. Las historias unidas a sus beneficios van a la par de los males que provocan según leyendas que pasan de padres a hijos y que algunas culturas defienden con ahínco.

Los árboles dan abrigo, madera para calentar y construir casas, puentes y túneles, barcos, juguetes y libros. Con madera hacemos ángeles, vírgenes y toda clase de santos que figuran en la corte celestial. Con árboles construimos patíbulos, cercados para encerrar personas y animales; cajones funerarios, demonios y serpientes para iglesias y tronos. Hay árboles que hablan, que aman, que protegen, que duermen a los niños con canciones antiguas. Hay árboles que curan, que tienen poderes sanadores, que tienen propiedades curativas. Árboles que guarecen, que atacan, que se transforman en gigantes buenos o malos, según quien lo cuente. Los árboles son mágicos. Se adoran, se convierten en dioses protectores de la familia entera y por esa razón todos los cuidan y engrandecen. Se reúnen a su alrededor y allí, al pie de su tronco, los más viejos de la tribu enseñan lo que saben a los niños y adultos; se cuentan historias y los hijos de los hijos heredan el árbol como algo sagrado e intocable y bajo sus ramas invocan a sus muertos más queridos.

A pesar de ser todo eso, los hay que no reparan en su fuerza y en la fuerza de sus dones y se dedican a eliminarlos de carreteras, plazas, calles y todos los lugares que pisan los humanos. Y no se dan cuenta de los beneficios de sus hojas y flores, de la suerte de su sombra en determinadas épocas; del refugio que supone poder sentarse bajo ellos, cómo te defienden del calor cuando el calor aprieta o de qué manera generosa te entregan el agua que destilan sus hojas cuando hay sed. Los organizadores de nuestras vidas, verdaderos centinelas del territorio patrio, parecen tener más miedo a los árboles que los habitantes de Gondor al Señor Oscuro o el pequeño Conor de Un monstruo viene a verme a ese árbol enorme de proporciones gigantescas que cambia de forma y de tamaño y que viene a visitar al adolescente para contarle historias y ayudarlo a resolver la suya. 

Año tras año, veo caer descabezados los árboles de mi isla. En carreteras, pueblos y ciudades son decapitados sin compasión. Los convierten en tristes muñones de madera o, sencillamente, los arrancan del suelo. Y cuando preguntas, inquieta, el porqué de esa matanza, te contestan que es necesario, que los árboles se poden de esa manera para que vuelvan a crecer más sanos y más fuertes (¿??). No es cierto. En ningún sitio he leído tal afirmación. Hay plantas que sí, como los geranios o los rosales, y hay determinadas especies arbóreas que también, pero no los eucaliptus ni los castaños ni los olivos ni los robles ni los dragos ni las bauhinias de mi calle. No es cierto, señores funcionarios de jardinería con un master en bosques y alamedas, podar es una cosa, eliminar un árbol es otra muy distinta. Los eucaliptus de nuestras carreteras se eliminaron porque algún ingeniero tuvo la genial idea de arrancarlos para evitar accidentes o para ensanchar los carriles y soltaron el bulo de que las raíces de esos árboles secan todo lo que hay alrededor. Es la misma explicación que dan a los dragos y a otros muchos árboles. El propio campesino así lo cree, y la razón es una: los árboles que no dan fruto, no son válidos. Poco importa que su corteza sea buena para otros menesteres, que su savia y sus hojas sean medicinales o sus flores curativas; que su presencia acoja a pájaros de especies en extinción o adopten a nuevos insectos que benefician la tierra. Nada de eso importa. Si no da de comer, no vale. Ese es el precio que tienen que pagar. Entiendo sus razones: si no hay frutos, no venden, si no venden, no comen. Lo acepto. Pero, ¿y las ciudades? Los árboles son para descanso, regocijo, frescor, alegría… ¿En qué nos benefician esas podas crueles o esa eliminación constante en nuestros jardines y carreteras? Que alguien me responda, por favor.

Elsa López

16 de marzo de 2021

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