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El lugar

José Antonio Martín Corujo

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“Donde la luz del sol se fragmenta en infinitos reflejos, donde el verano solo alcanza a ser primavera, donde la fuente mana, generosa, agua fresca y donde los amaneceres rejuvenecen los deseos que en las tardes se tornan sensuales. Ímpetu y voluptuosidad. No, no es el lugar donde nací, ni el lugar que en la niñez o en la juventud acogió mi presencia largo tiempo. No es mi lugar de origen, pero es el lugar. El lugar añorado, el lugar donde, por alguna razón que nunca alcancé a comprender, los momentos de soledad no me inquietaban; al contrario, me reconciliaban con la vida. De inmediato me sentí acogida como si formara parte necesaria del mismo entorno. La serenidad que percibía me inducía a la introspección, sin que por ello me asaltase la zozobra. Me encantaba sentarme en el tosco banco de madera, situado debajo de un frondoso tilo, y contemplar los pájaros que se acercaban a beber a la fuente, horadada en el pie de un impresionante risco cubierto por un manto de verde musgo y culantrillo. Sí, hija, sí. Así era ese lugar, el sitio en el que pasé los mejores momentos de mi vida”.

Daniela estaba convencida de que el lugar al que su madre se refería, solo existía en su imaginación. Nunca, antes de que comenzara a mostrar evidentes signos de olvido de las vivencias más cotidianas, la madre había mencionado ese lugar, al que ahora aludía cada vez con mayor frecuencia. El día en que el médico le anunció que su madre comenzaba a padecer una grave enfermedad mental, Daniela sintió que el mundo se le derrumbaba a sus pies. Su madre era lo más importante de su vida. Inseparables, confidentes y con una visión similar de la vida.

Aturdida aún por el impacto emocional que le causó el irrefutable diagnóstico, se prometió que tenía que idear todos los obstáculos posibles para intentar frenar el avance de la enfermedad. Cambió hábitos en su modo de vida para que su madre pudiera mantener activa su mente: le propuso compartir juegos, lecturas comentadas, inventar historias…, y hasta se matricularon ambas en una escuela de idiomas para aprender francés.

El trabajo, al que cada día Daniela dedicaba más horas por sutiles exigencias de la empresa, y el tiempo que compartía con su madre, no le dejaban margen para sí misma. Pero, tal vez, precisamente por ello, por no tener tiempo para pensar sobre su propia existencia, era por lo que llevaba estoicamente bien el peso del esfuerzo al que diariamente estaba sometida.

A medida que ineludiblemente la demencia avanzaba, las citas al lugar, en el que tan feliz se había sentido aquella mujer en algún momento de su vida, eran más frecuentes. Se convirtió en un monólogo que intercalaba mientras practicaban un juego, comentaban una lectura y, especialmente, cuando se trataba de inventar una historia. Daniela observaba que la nostalgia se tornaba melancolía cuando su madre terminaba afirmando que “allí pasé los mejores momentos de mi vida”.

Claudia C. —no le gustaba que la llamaran Claudia Coromoto— nunca mencionaba el nombre del lugar, lo que convenció aún más a Daniela de que todo era un mundo imaginario. Al principio le preguntaba por el nombre del lugar y dónde estaba, pero ella no respondía. Parecía que eso no era relevante para ella. Lo importante era el lugar y cómo se sentía en el mismo. “¡Qué más da el nombre y dónde está ese sitio!”, se imaginaba Daniela que era lo que pasaba por la mente de su madre cuando ella le hacía tales preguntas.

Daniela había leído que el olvido de lo inmediato, en las personas con la enfermedad de su madre, curiosamente hacía aflorar vivencias pasadas que terminaban por ser los recuerdos más presentes en sus manifestaciones. Eso tal vez también ocurriera con las imágenes de un sueño o de una película que hubiese soñado o visto en su juventud, y que con el tiempo terminara asumiendo como algo vivido en realidad. Quizás la lectura, donde se describía un lugar que la cautivó, acabó configurando en su imaginación el mágico sitio.

Claudia C. nunca hablaba con su hija de su pasado, de su juventud. Tampoco Daniela parecía interesada en obtener de su madre más información de la que ella esporádicamente quisiera mencionar. Sabía que su padre había emigrado a Uruguay o a Venezuela, cuando aún ella no había nacido, y que nunca más se supo de él. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Tenía claro que su padre no la había reconocido y, por lo tanto, tampoco ella tenía ningún interés en conocerlo. No sabía lo que era un padre y, tal vez por eso, nunca lo echó en falta.

El avance de la enfermedad terminó por hacer irreconciliable el trabajo y el atender a la madre, de modo que Daniela se vio abocada a internarla en un centro especializado. Al principio temió sufrir una depresión, ante el continuo dilema que se le planteaba de si estaba actuando bien o mal con la decisión que había tomado de ingresar a su madre en el centro. Poco a poco, y viendo que estaba dignamente atendida, su conciencia se fue serenando y comenzó a asumir que, a pesar de lo doloroso que le resultaba, su decisión había sido, dadas sus circunstancias, la menos mala, pues su madre ya ni la reconocía.

No tenía un destino vacacional elegido previamente. Solo quería alejarse de la monotonía, del agobio, de ver siempre las mismas caras con los mismos gestos, que ya conocía de memoria, y de aguantar la monserga de su impertinente jefa. “Cualquier lugar puede ser bueno —se dijo a sí misma— para, ¿por qué no?, depararme una grata sorpresa”. Buscó en su ordenador portátil ofertas de última hora y le sedujo la de la isla que miraba al cielo. El precio del billete de avión y la estancia durante dos semanas en una casa rural le parecieron asumibles para su modesta economía.

Tres horas más tarde de iniciado el vuelo que la transportaría a la isla, se encontraba ante una de las oficinas de alquiler de coches, donde se interesó por los de precio más barato. Después de colocar en el maletero su equipaje y ajustar el asiento del conductor y los espejos retrovisores a su medida, activó el GPS de su teléfono móvil, que de inmediato reconoció el parking del aeropuerto. Indicó la localidad de destino, subió el volumen de voz del aparato, que colocó sobre el asiento del copiloto, e inició la marcha.

Una señora de mediana edad recibió a Daniela en Casa Donato —así se llamaba la acogedora residencia—. La señora, diligente y atenta, le mostró las dependencias y el funcionamiento de distintos elementos disponibles; le dio su teléfono y le indicó su propia vivienda, situada apenas unos cientos de metros más abajo, por si la necesitaba por algún motivo. También le señaló los límites de la amplia finca en la que se situaba la acogedora casa rural.

Daniela pronto se sintió cómoda. Gratamente cómoda. Tal vez fuera porque en tres horas dejó atrás tres grados de temperatura y se encontró con veintidós o, tal vez, porque el esplendor del verde perenne de la vegetación que le presentaba el paisaje alejó de ella toda la melancolía que los colores ocres y amarillos de los parques de su ciudad le provocaban. Sentirse bien desde la llegada le pareció un lujo, ya casi olvidado en su vida cotidiana. La soledad le reconfortaba. No recordaba cuánto tiempo hacía que no pensaba en sí misma, en sus deseos y en sus sueños. ¡Qué bien se sentía en ese lugar desconocido! No pudo evitar pensar que quizás su madre pudo vivir algo así, aunque no recordaba que ella le hubiera dicho que viajara en su juventud, porque, luego, en todos los viajes siempre estuvieron juntas.

Al día siguiente, Daniela, después de hacer unas compras en un pequeño supermercado de la localidad próxima a la casa rural y desayunar, decidió dar un paseo por la finca. Identificó naranjos y limoneros y, por los frutos, concluyó que eran aguacateros los numerosos árboles que estaban en un huerto, situado a la izquierda del sendero por el que paseaba. Otros árboles le resultaban totalmente desconocidos. A la derecha del sendero la vegetación era silvestre, totalmente desconocida para ella. De inmediato le atrajeron los infinitos reflejos que la luz solar formaba con las ramas y las hojas de los árboles. Se regocijaba al sentir todo su cuerpo acariciado por los rayos de luz primaverales en pleno otoño. Se sentía gratamente instalada en aquel lugar.

Había dejado en la casa el teléfono móvil y la cámara con los que hubiera podido hacer fotos, pero no se arrepintió. Tomó la determinación de no hacer ninguna, estaba segura de que recordaría este lugar sin necesidad de recurrir más tarde a ninguna imagen. No le interesaban los nombres de las plantas. Le causaba una agradable sensación el impacto que el lugar estaba produciendo en ella, y eso ninguna cámara sería capaz de captarlo. No pudo evitar recordar a su madre.

Un rumor de gotas de agua le reveló la presencia de un manantial en las proximidades. Avanzaba por el sendero, que terminaba ensanchándose en una explanada cubierta de hierba recién cortada. A un lado se erigía un enorme árbol y junto a su tronco habían colocado un rústico banco de madera. Enfrente, al pie de un impresionante risco, una fuente, horadada en el mismo, recogía el agua que manaba en multitud de gotas. A Daniela el lugar le resultaba totalmente conocido, incluso llegó al convencimiento de que el enorme árbol era un tilo. ¡Era el lugar tantas veces citado por su madre! Se preguntaba cómo había llegado su madre a conocer ese lugar, cómo el azar había hecho posible que ella fuera a parar al mismo y comenzara a sentir las mismas sensaciones. Se preguntaba si tendría algo que ver su propia existencia con la felicidad que su madre experimentó en el lugar. Se acercó a la fuente y se mojó las manos. El agua estaba realmente fría. De pronto, le atrajo un rosal de rosas de intenso color rojo, plantado a escasos metros de la fuente. Se acercó y olió una rosa que le devolvió una exquisita fragancia. Luego, alzó la vista y la vio. No cabía duda, su madre había estado allí. Vio la inscripción grabada sobre una rústica plancha de cemento pegada a la pared del risco. Un corazón y los nombres de Donato y Claudia C.

Como tenía la certeza de que nunca llegaría a saber qué historia unía a su madre con Donato, y posiblemente con ella misma, procuró dedicar su tiempo y su pensamiento a recrearse en el placer que el lugar le producía, con la certeza de que nunca llegaría a sentirlo como lo sintió su madre, porque estaba convencida de que no era lo mismo en soledad que con la persona amada.

El día que se marchaba del lugar, cuando se disponía a pagar su estancia a la dueña de la vivienda, le preguntó, manifestándole que era simple curiosidad, qué significaban el rosal y la inscripción en el risco.

—Nuestro tío, en su juventud, tuvo un amor intenso y efímero —dijo la mujer, y añadió— su único amor. Un día apareció con una joven muy guapa, con la que pasaba gran parte del tiempo sentado bajo el tilo, junto a la fuente. Grabaron sus nombres en el risco y días después se separaron. Mi tío se fue a Venezuela y ella nunca supimos a dónde. Él nos legó la casa y la finca al fallecer y nos pidió que conserváramos el rosal de rosas rojas junto a la inscripción.

—Curiosa historia de amor —comentó Daniela. Pagó y se despidió de la dueña.

De vuelta de vacaciones, lo primero que hizo Daniela fue ir a visitar a su madre. La besó y la abrazó y, con sumo cuidado, sacó de su bolso una rosa de un intenso color rojo y se la dio. Estaba segura de que su madre percibiría la fragancia. Vio cómo la acercaba a sus labios y de sus ojos afloraron dos lágrimas.

—Realmente bello tu lugar, mamá. Es tal y como tú lo cuentas.

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