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Situaciones simultáneas

Irene Suárez Cortés

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El pianista saludó al público detrás de la cortina, no soportaba su mirada, decidió tocar sin que lo vieran, y cuando, después de saludar, se sentó en el taburete, acarició las piezas del piano y movió la partitura: carraspeó y pensó de manera irónica y divertida «que toque otro».

-¿Cómo te sientes?

La pregunta en sí, no tenía maldad, sin ánimo de juicio se deslizó de la mente del psiquiatra hacia su boca, y pronunció las palabras con una severa lentitud, asegurándose que hubiese entendido todo a la perfección.

-Cansada.

Agotada... Terriblemente derrotada; chupo sedienta de un charco que de agua solo le queda la misma cantidad de sangre que le llega a la cabeza que ha decidido volverse incolora, como homenaje al fluido que tan desesperadamente intenta ingerir, pero es que por mucho que lo intentes, si no se puede, no se puede, y habrá que dejar de fingir, que cuesta demasiado esfuerzo como para derrocharlo de esta manera tan humillante. El doctor de mentes parece decepcionado, ¿esperaba, quizás, una respuesta más larga? Más desarrollo, complejidad... etc... ¿Qué es lo que le hizo presuponer que la respuesta sería de larga duración? A veces una sola palabra, que lo resume todo, es la mejor opción.

¿Y qué es eso que tanto quiero? Honestidad. Esa clase de honestidad que tiene la gente que es mala persona, no les importa decirte la verdad, la verdad es algo imposible de decir puesto que siempre es rebatible e inconscientemente irascible, salta cada vez que pretendes preguntar algo y desaparece volatilizada en el aire antes de acabar tu pregunta, pero por lo menos durante unos segundos fue verdad. No quiero engaños, ni promesas, ni deseos, ni ojalases, ni mentiras, ni disfraces, ni virtudes, quiero datos, números, cuentas, quiero que me digas lo que se puede conseguir a corto y largo plazo, no me convenzas de nada, no intentes engatusarme o ilusionarme o venderme nada, solo quiero que me digas que no se puede saltar del tejado porque el resultado es previsible y suele ser malo, no quiero que me frenes pero tampoco que me empujes, solo siéntate en una silla a observar las fases por las que pasa mi cara cuando se da cuenta que no merece la pena; morir, moriremos algún día y prefiero que sea otro, que mañana echan un nuevo capítulo de mi serie favorita, no me abras los ojos ni me arranques el velo ni crees utopías, estoy cansada de ellas, quiero que me escuches llorar y me demuestres con actos que estoy equivocada, que las lágrimas son en vano y que hay soluciones, soluciones factibles, y prósperas.

-¿De qué? Llevas poco tiempo en el mundo y puedes prescindir de doce años de tu vida en los cuales no eras plenamente consciente ni de ti, ni de tu mundo. ¿Qué es entonces lo que ha provocado en ti esa vaguedad frente al mundo? Era su forma de hablar lo que me irritaba. No intentaba entenderme, el sonido de una voz comprensiva era suave y siempre acompañada de una mirada o bien de preocupación o bien de curiosidad, en cambio esta voz era de superioridad, preguntona y de indiferencia por la respuesta, como si fuera predecible.

-De pelearme y discutir por el victimismo del que estoy rodeada, todo es culpa de alguien, menos tuya, de cualquiera, alguien nos apuñala y nuestras últimas palabras raramente son: “¿Por qué? ¿Qué he hecho mal?” Eso nos llevará al fracaso absoluto como sociedad, perdida, ilusoria, que lee sloganes sobre la posibilidad real de lo imposible y sobre los sueños que se cumplen... Es humillante, es triste... Las quejas... Esas frases y exclamaciones sobre lo dura que es una situación u otra, resaltar los problemas... Las soluciones brillan por su ausencia, los juicios premeditados y mal hechos, como si el crítico se hubiese despojado de todo argumento solo para dedicarse a la tesis, una opinión vacía. Inútil.

-Entiendo... Pero por supuesto que no entendía nada, si lo hubiese hecho me habría mirado a los ojos y pedido perdón por haberme hablado con una condescendencia fuera de lugar, no lo hizo. No se echaba la culpa de nada. Claro, cómo esperar que lo hiciera... Me resultaba insoportable permanecer más tiempo en su presencia. Me levanté de la silla, al hacerlo, la caída inevitable de la misma, un ruido ensordecedor. En realidad yo no me había levantado bruscamente con una fuerza de la naturaleza brutal, sólo que mi pie tropezó y empujó una pata en mi huida. Reproches. A eso me sonó el ruido provocado por el golpe, a reproches. Y desde mi altura pude contemplarme a mí misma ahí tumbada, mirando al cielo con furia, por la frustración que provoca la falta de opinión y nuevas ideas, la equivocación recurrente, de la que solo debería existir un tipo: aquella en la que vuelves a llamar a un amante extraviado para decirle que le has encontrado un mapa y que ya sabes dónde está la cruz.

Por supuesto yo sí me disculpé, y me llevé a los reproches conmigo, pues son como la soledad, una vez te acostumbras a ella te resulta difícil separarte. Y el pianista, medio indignado y orgulloso de sí mismo por su actuación desganada y rebelde, cerró la tapa del piano con un golpe seco como nota final.

Se fue.

El público aplaudió, y el psiquiatra cerró su libreta de notas.

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