El cayuco de hoy a ojos de los que llegaron en 2007: “Tenemos que parar esto”

Valentín Afonso posa en su casa de Veneguera (Gran Canaria) con Mamadou, el inmigrante maliense al que acogió como a un hijo cuando llegó en cayuco a las islas, en 2007, y su compañero de travesía Souleymane, también maliense, que tenía 16 años cuando llegó

EFE/José María Rodríguez

0

Mamadou se decide a contar su historia mientras su padre blanco, Valentín, prende leña en el horno de piedra para cocinar pan casero. Acaba de escuchar que otro cayuco con 72 personas, muy parecido al que le trajo a él a Canarias hace 13 años, ha sido rescatado un par de horas antes en Arguineguín, a unos kilómetros de allí, y no hay duda de que está triste. “Tenemos que parar esto”, zanja su amigo Souleymane.

Cae la tarde en el pueblo de Veneguera, uno de esos paraísos casi vírgenes que se conservan en los barrancos del oeste de Gran Canaria, lejos de las ciudades y relativamente al margen del bullicio del turismo, un remanso de tranquilidad donde todo el mundo se conoce por su nombre y apenas hay cobertura de móvil.

Valentín Afonso cumple con su costumbre de reunir en casa por Navidad a Mamadou y Suly, como conocen a Souleymane, el amigo que nunca ha fallado a su hijo. Los dos son de Mali, los dos llegaron en el mismo cayuco a Canarias en 2007, cuando tenían 21 y 16 años, y ambos están muy preocupados con lo que está pasando.

Los dos jóvenes son un ejemplo de integración en el sentido más amplio, por el tesón que pusieron -y ponen- para salir adelante y por la ayuda desinteresada que recibieron de dos familias sencillas de Canarias que les ofrecieron cariño y estudios, cuando ambos se quedaron varados en la isla durante su viaje a Europa.

“La verdad, no es momento de venir. La cosa no es como antes. Hay diferencia. Hay algunos que están saliendo y a lo mejor no se dan cuenta de lo que vivimos ahora mismo. Sé que pueden tener más oportunidades aquí que allá, pero el momento en el que estamos ahora todo es más difícil, ¿no? Que uno venga y tenga su trabajo sobre la marcha o papeles, está difícil. Hasta moverse a otra provincia es difícil”, reflexiona Souleymane, el más expresivo.

Suly sabe bien de lo que habla. Se dedica a la costura desde los 11 años y, cuando llegó a España, ya tenía su oficio, por joven que fuera. Aquí ha conseguido un título y completado su formación, pero le cuesta hacerse en hueco en lo suyo y compagina sus diseños y la costura con el trabajo en un almacén para ganarse la vida.

Sus palabras son solo una primera aproximación a algo que a ambos les descompone y sobre lo que es mejor no preguntar, al menos no interpelando a su propia historia. Tienen detrás una experiencia tremenda de días perdidos en el mar, de compañeros muertos y de mucho sufrimiento. Les cuesta hablar de ello, a todos les pasa.

“Es mejor no cogerlo”

Sorprendentemente, el primero en abordar el tema es Mamadou, el más introvertido de los amigos. “Lo que pienso yo es que no es aconsejable coger el cayuco. Es peligroso. Uno no sabe si va a llegar o no y...”. La cara del joven se ensombrece, baja la vista, se mira a las piernas y solo añade: “Es mejor no cogerlo”.

Se acuerda del “accidente”. Así llama Mamadou a lo que le pasó: hizo la travesía con las piernas atadas con fuerza al banco del cayuco para no caerse, para no levantarse cuando las olas les zarandearan, y la sangre dejó de circular. Perdió las dos extremidades... y ganó un padre, Valentín, que leyó su historia en el periódico, comenzó a visitarlo en el hospital y luego lo acogió en su casa. Hoy hay dos niñitas que le llaman abuelo.

¿Cómo convencer a la nueva generación de jóvenes africanos que ahora busca su futuro en Europa de que descarten el cayuco? “Es complicado porque hasta que no llegan no saben lo que se pasa. Fue mi caso. Si yo hubiera sabido que me iba a pasar esto, me habría quedado”, confiesa Mamadou, que quiso emigrar como hizo antes su hermano. Solo que su hermano llegó a Francia con visado y en avión.

“Cuando sales tienes un 50 por ciento de probabilidades de morir. Cuesta que algunos chicos lo entiendan, pero una vez que se meten comprueban lo peligroso que es. Tenemos que intentar convencer a la gente e intentar parar esto”, le añade Souleymane.

El más joven de los amigos hace campaña siempre que puede en Mali para quitar esa idea de la cabeza a familiares y amigos de su pueblo, Dalakana. Su propia vida es un ejemplo, hasta ha inspirado una novela, “Me llamo Suleimán”. “Ni locos, no les dejo”, explica. Hasta ahora lo ha conseguido con sus parientes pues ninguno ha expuesto la vida en el mar para emigrar. A Mamadou nadie se ha atrevido a llamarle para pedirle consejo sobre si jugársela o no en el cayuco.

“Después de mi caso, mucha gente de Kita, mi pueblo, ya sabe lo peligroso que es el camino. Y se echan atrás”, dice.

“Si volviera atrás en el tiempo”, le completa Suly, “yo tampoco me subiría. Sé que hay gente capaz de hacerlo dos veces, pero te digo que el 90 por ciento de los que han hecho la travesía no la haría de nuevo, por lo que han vivido”. El más joven de los amigos hace un amago de ser más explícito, pero guarda silencio; hay cosas que duelen.

Imágenes que hieren

Souleymane y Mamadou no ocultan que les ha herido el trato que se ha dado a los miles de inmigrantes que pernoctaron hasta tres semanas en Arguineguín, sobre el cemento del muelle. “Fue una vergüenza, eran seres humanos, no se les puede tener durmiendo en el suelo”, protesta el mayor. Su amigo cuenta que estuvo en el muelle y sintió pena: “Lo que tendrían que hacer es repartir a los inmigrantes en otras provincias. Si no hay sitio aquí, hay que buscar una solución, no dejar tirada a la gente”.

Ahora, miles están acogidos en hoteles, lo que ha generado algunas reacciones xenófobas de ciertas personas que pretenden culpar a los inmigrantes de que no haya turismo. Mamadou trabaja de recepcionista en un complejo vacacional del sur de Gran Canaria, está en ERTE y lo tiene claro: “Si nadie viene, es por la covid”.

Pero es que, además, remarca Suly, los inmigrantes de los hoteles no quieren estar allí. “Si les preguntas ¿qué prefieren, trabajar en el campo, subir la montaña todos los días y ganar un dinero o estar en el hotel sin recibir nada, solo comiendo? La mayoría, casi todos, te dirán que quieren salir de ahí. Quieren trabajar, como tiene que ser, y ganar algo, segurísimo. No están allí por gusto”.

A Mamadou le molestaron las imágenes de una turba acosando un hotel en Arguineguín al grito de “fuera inmigrantes”. “Claro que me dolió. Todos somos seres humanos y la gente de Canarias antiguamente también emigró. Las migraciones no han empezado hoy”.

Souleymane está de acuerdo, pero matiza: “En Canarias no hay racismo. Esa es mi experiencia, es lo que he vivido. Aquí no hay racismo. Son cuatro, es así. Pero se aprovechan de que, tal y como está la cosa con la covid, la gente pierde la paciencia”.

La conversación termina porque hay una niña de 4 años que reclama ya a su papá, Mamadou. Quiere jugar. Pero Suly no olvida despedirse, quiere dar las gracias “de corazón” a gente como Valentín, Juan y Pilar, sus mentores. “Lo que hicieron por nosotros no tiene precio”. 

Etiquetas
stats