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Canarias tiene un límite: la dignidad de un pueblo que reclama su porvenir

Manifestación 18 M 'Canarias tiene un límite'.

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De tanto repetirse, la palabra “paraíso” (las Afortunadas) ha terminado por sonar a amenaza. Quien haya vivido lo suficiente en Canarias sabe que bajo la estampa perfecta –la postal de sol perpetuo, aguas turquesas y sonrisas en uniforme- se libra una disputa silenciosa, en apariencia anodina, pero estructural: la lucha por el derecho a permanecer en el lugar donde se nace. Bajo el lema Canarias tiene un límite, el pasado 18 de mayo −como el 20 de abril de 2024-, en varias ciudades del archipiélago –y en la península también-, esa disputa encontró cuerpo en miles de personas que salieron a la calle no por nostalgia ni por romanticismo, sino porque intuyen que lo esencial se está desmoronando: el territorio, el hogar, el derecho mismo a una vida vivible. 

Canarias, hoy, se parece demasiado a esa Venecia del documental The Venice Syndrome (2013): una belleza que sobrevive a costa de su población. Un decorado rentable, sí, pero vacío de sentido. Como si la isla —cada isla- hubiera dejado de ser horizonte para convertirse en escaparate. Allí donde antes se tejía comunidad, hoy se gestionan activos. Las viviendas, mercancía. El paisaje, recurso. El residente, estorbo. Y uno se pregunta, casi con pudor, si no nos estará ocurriendo lo que a tantos pueblos antes: despertar un día sin lengua propia, sin suelo propio, sin voz, y sin derecho a reclamar siquiera haber sido alguna vez dueños de algo.

Lo relevante, sin embargo, no es la melancolía. Es la estructura. El modelo. Porque esta no es una historia de canarios “molestos” por la llegada de turistas —eso dirán quienes prefieren la caricatura a la crítica—, sino el síntoma de un fallo sistémico. El modelo económico vigente, disfrazado de sostenible, no lo es. Ni ecológicamente, ni socialmente, ni mucho menos jurídicamente. Y a fuerza de repetirse desde instituciones y folletos, la fórmula del “turismo responsable” ha terminado por significar poco más que una operación semántica: limpiar con retórica lo que ensucia en la práctica.

Hay aquí, entonces, una cuestión de justicia. Pero también de derecho. Porque si el Estado social y democrático de Derecho —ese que invocamos con fe casi litúrgica- ha de tener alguna traducción real, esta empieza por el deber de proteger. ¿Dónde habita hoy esa protección? ¿Dónde se manifiesta su vigencia? Si el artículo 47 de la Constitución reconoce el derecho a una vivienda digna, ¿cómo justificar el desalojo sistemático del residente por el ascenso imparable del alquiler turístico y la escasez de vivienda? Si el artículo 45 garantiza el derecho a un medio ambiente adecuado (y una nueva personalidad jurídica con el Mar Menor, STC 142/2024), ¿cómo tolerar la conversión del litoral en parque temático? ¿Y si el artículo 1 proclama la justicia como valor superior del ordenamiento, qué hacer cuando el orden jurídico se subordina a la rentabilidad?

El problema no es, o no es sólo, jurídico. Es político, económico, semántico incluso. Porque los derechos humanos, esos principios que debieran ser brújula y no adorno, han sido arrinconados al margen del desarrollo. Se los invoca en congresos, se los imprime en informes, pero no se los implementa donde más duele: en los contratos, en las políticas fiscales, en la regulación efectiva del suelo. Así, la noción de desarrollo sostenible (que en teoría equilibra crecimiento, equidad y conservación ambiental) ha sido fagocitada por la lógica neoliberal: ahora significa lo que conviene al inversor.

Aquí es donde resulta urgente recordar que la Tierra no es de nadie y es de todos; y que el derecho humano más básico —ese “derecho a tener un lugar en el mundo” formulado por Arendt- exige cuestionar los modelos político-económicos hegemónicos que vulneran los derechos humanos. La renuncia (¿deliberada?) de las administraciones a hacer vivienda social y a poner límites al derecho de propiedad que no es, como muchos derechos, ilimitado. No hay paraíso posible donde la vida se hipotecó al turismo y el hogar se convirtió en activo financiero. No hay derecho humano posible si la tierra se concibe como botín y no como morada compartida.

Los Objetivos de Desarrollo Sostenible enuncian principios nobles, pero su incumplimiento reiterado los vacía de sentido y los convierte en coartada del daño. En Canarias, su fracaso es palpable: seres vivos desplazados, ecosistemas dañados, derechos subordinados al mercado. Y el Estado, lejos de equilibrar, desaparece o actúa como promotor.

Asimismo, la contaminación acústica —así reconocida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos- vulnera la vida privada, perturba el descanso y erosiona la dignidad. Pero en Canarias, como en tantos otros escenarios de turismo intensivo, se ha aceptado como parte del paquete. Se vende experiencia. Y si para ello hace falta convertir el descanso del residente en una molestia residual, que así sea. A fin de cuentas, quien manda es el mercado. Y el mercado no descansa.

No se trata de una anomalía local. Canarias encarna, en clave insular, una lógica global: la rendición del bien común ante el capital transnacional. Es la dolencia visible del Capitaloceno, donde la Tierra se explota como mercancía y habitarla se convierte en un privilegio efímero. De ahí la urgencia —más que simbólica, jurídica- de reconocer a la naturaleza como sujeto de derecho, como ya ocurre con el Mar Menor: un paso necesario para abandonar el eje antropocéntrico y reorientarnos hacia una mirada ecocéntrica.

Tal modelo se ha vuelto incuestionable, por ende, urge cuestionarlo. Porque los derechos —a la vivienda, al descanso, al entorno- no son gestos de benevolencia estatal, sino exigencias normativas. Y si el derecho no sirve para detener esta inercia, ¿para qué sirve? Si la Constitución no puede frenar la gentrificación, ¿qué protege o a quiénes protege realmente? Si el marco jurídico internacional no impone límites reales a la depredación turística, ¿qué sentido tiene seguir repitiendo su retórica?

El futuro de Canarias —y por extensión de cualquier comunidad sujeta a la lógica del mercado global- depende hoy menos de nuevas promesas que de una relectura radical del presente. Una que recupere el derecho no como coartada del poder, sino como herramienta de resistencia, e incluso como guía para humanizar a un poder arrogante que, desgraciadamente, se proyecta desde lo local hasta lo internacional. Una que sitúe al residente en el centro, no en los márgenes. Una que permita volver a imaginar la vida —no la postal- como proyecto colectivo.

Y quizás sea aquí donde debamos recordar a quienes pensaron estas islas desde el arte y no desde el balance de cuentas. César Manrique, que pintó y construyó contra el asfalto, defendió la tierra no como fetiche ni como bandera, sino como “una obra de arte total” que debía habitarse con respeto y emoción. Para él, cuidar el territorio era una forma de cuidar la vida. Martín Chirino, con sus espirales de hierro abiertas al viento, nos enseñó que la identidad no se afirma en el encierro, sino en el diálogo constante entre raíces y horizonte. Y Josefina de la Torre hizo de la palabra un refugio contra el olvido. Todos, desde lenguajes distintos, supieron que amar una tierra es cuidarla, no explotarla.

No se trata, pues, de nacionalismo. Se trata de amor. De amor por un lugar que da forma a lo que somos, que forma parte de nuestro diálogo intergeneracional. De defender la tierra no porque sea nuestra, sino porque sin ella, ya no lo seremos. Porque un pueblo se defiende con la reivindicación de sus derechos, junto con sus deberes. Los derechos humanos quizá no coticen en bolsa, pero hoy todo lo demás sí. Y mientras el mercado siga dictando lo habitable, el amor a la tierra será tachado de privilegio, y la dignidad, de obstáculo para el bienestar de la gente.

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