Espacio de opinión de Canarias Ahora
Ser tutelada y ser mujer: cuando la protección no basta
Ser niña o adolescente y crecer bajo tutela de la administración no debería ser una sentencia de invisibilidad o control. Sin embargo, para muchas chicas tuteladas en España —y especialmente en contextos como el de Canarias, donde convergen altos índices de vulnerabilidad social— la experiencia de la protección institucional se vive como un proceso ambiguo: un espacio que promete cuidados, pero que a menudo no reconoce sus necesidades específicas como mujeres.
Desde la pedagogía social, llevamos años denunciando que el sistema de protección no es neutral. Aunque se construya sobre principios de equidad y derechos, lo cierto es que muchas decisiones y prácticas se siguen basando en estereotipos profundamente arraigados. ¿El resultado? Las niñas y adolescentes tuteladas enfrentan formas particulares de control, sospecha y estigmatización, que rara vez se aplican con la misma intensidad a sus pares varones.
El cuerpo tutelado: entre la vigilancia y el juicio
En no pocos hogares de protección, las adolescentes ven cómo sus cuerpos se convierten en territorio vigilado: se regulan sus vestimentas, se les restringen sus relaciones afectivas y se cuestiona su conducta con una mirada que roza lo punitivo. La sospecha recurrente es que “provocan”, que “se exponen”, que “manipulan”. Una narrativa que, lejos de protegerlas, reproduce lógicas de control sobre sus cuerpos y deseos.
Y si alguna de ellas es madre, la situación se complica aún más. La maternidad adolescente —cuando ocurre dentro del sistema de protección— se transforma en un motivo de alerta institucional. Se juzga su capacidad de crianza antes que ofrecer un acompañamiento afectivo y educativo. En muchas ocasiones, estas jóvenes madres son derivadas a nuevos dispositivos, separadas de sus bebés o tratadas como un caso de riesgo, sin atender el origen de ese embarazo ni las condiciones estructurales que lo rodean.
Invisibles incluso dentro del sistema
No podemos ignorar que muchas adolescentes tuteladas ya han vivido situaciones de violencia sexual, abuso emocional o explotación. Aun así, estas violencias muchas veces no se reconocen como parte del expediente de protección, sino que se minimizan o patologizan. En lugar de garantizarles un entorno de reparación, el sistema puede perpetuar el castigo, la desconfianza o incluso la revictimización.
También es común que estas adolescentes asuman roles de cuidado que no les corresponden: cuidan de hermanos pequeños, median en conflictos familiares o incluso asumen responsabilidades emocionales hacia el personal del recurso. Todo ello como parte de una dinámica no siempre visible, pero sostenida en una expectativa de género: que las niñas cuidan, que las chicas aguantan, que las adolescentes “maduran antes”.
Lo que aún falta por transformar
¿Es posible proteger sin discriminar? ¿Acompañar sin invadir? Sí, pero exige una transformación profunda del sistema. Incorporar la perspectiva de género no significa solo modificar protocolos, sino cambiar las lógicas institucionales desde las que miramos a estas jóvenes.
Necesitamos profesionales formados en enfoque feminista e interseccional, dispositivos sensibles al contexto de cada menor, y mecanismos de supervisión que pongan en el centro la escucha, el consentimiento y la reparación. Necesitamos, en definitiva, un sistema que no solo acoja, sino que dignifique.
Porque proteger a una adolescente no puede implicar que renuncie a ser quien es. Ni que tenga que esconder su cuerpo, su historia o su deseo. Y mucho menos, que sienta que el sistema que debía cuidarla, vuelve a fallarle.
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