40 grados
Esperando a ser atendido en la farmacia que tengo junto al portal, una clienta que me antecede dice que su pedido lo recogerá mañana su marido. A continuación da mi nombre y mi número de teléfono. Estaba claro que aquel era yo. Pero, ¿era yo? El farmacéutico, que me conoce, me mira perplejo y cuando ella sale por la puerta me pregunta que por qué no me hablo con mi mujer...
“Ella no es mi mujer”, le dije, “debe de ser una broma”. Pero sólo por comprobar hasta dónde llegaba la misma salí tras ella y la seguí, a unos metros de distancia, mientras caminaba calle abajo hasta el aparcamiento del Mercado.
Mayor es mi sorpresa cuando veo que se acerca a un coche igual al mío, conducido por un tipo que se baja a abrirle la puerta, bien parecido a mí, alto, elegante, atractivo y de espaldas anchas... al menos así lo dibujó, sin gafas, el miope acomplejado que soy.
Con ambos dentro del vehículo, él la besa apasionadamente mientras clava, a través de la ventana de ella, su mirada en la mía, con una cierta violencia, como quien se siente amenazado. Ahí pude ver más claramente que aquel no era yo. Pero se llama igual que yo y tiene mi mismo coche, mismo número de teléfono y, debo decir, la misma carencia de gusto para vestir.
Sí, él era yo...
De repente vuelvo a estar en la farmacia. Raúl, con su bata blanca, sostiene una toalla húmeda en mi frente y con la otra mano me aguanta la nuca.
“Estás ardiendo Julio. No deberías bajar a la farmacia con esta fiebre”.
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