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La apendicitis de Tarzán

La apendicitis de Tarzán

Leandro Betancor Fajardo

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Antes de entrar al quirófano sólo podía escuchar una cosa: tenía instalada en mi cabeza una orquesta entera afinando sus instrumentos, alargando el preámbulo que antecede al comienzo del concierto. Esos segundos en los que el concertino peina en su violín un La Mayor nítido, largo de arco pero lento en su caída, para que el resto de cuerdas afinen, a partir de ahí, sus violas, violonchelos, contrabajos, etc. Lo mismo los vientos y la percusión.

Sonaban como si tuviera un “home cinema” con todos sus altavoces distribuidos alrededor de mi camilla. Un surround del carajo. 

Eso era lo que escuchaba mientras lo que veía era una sucesión de tubos fluorescentes atravesando el larguísimo pasillo entre el ascensor y el acceso a la zona quirúrgica. Un destello intermitente tan fuerte que podía seguir viendo incluso con los ojos cerrados. Lo que sí hice fue contarlos, traté de llevar la cuenta de esas luces ajustando la suma al ritmo y cadencia de la orquesta afinando, algo aparentemente tan anárquico conseguía tener armonía en aquellos segundos. Quería calcular la distancia que separaba unos de otros en función de la velocidad a la que llevaban mi camilla aquellos dos simpáticos enfermeros vestidos de buzo. 

Me sorprendió reconocer en ellos a través de sus máscaras unas caras familiares. Tardé unos cuatro tubos fluorescentes en adivinarlo: eran mis dos abuelos, a los que nunca conocí, pero cuyos rostros llevo tatuados en mi subconsciente por las muchas fotos que de ellos hay en casa. Mi abuelo Leandro (por él llevo mi nombre) no conoció a mi abuelo Diego. Sin embargo aparentaban un compadreo digno de dos buenos amigos y mientras empujaban mi cama por el interminable pasillo hacían bromas y se reían de mí, cariñosamente quiero pensar. Decían que les había salido muy ñanga y ahí empezaron a discutir si eso era muy Betancor o muy Fajardo, pero se pusieron de acuerdo en que era algo sólo mío. Con tanta conversación no reparaba en que aquel pasillo jamás terminaba. Por momentos levantaba la cabeza y miraba al frente y sólo veía una carretera estrecha iluminada por la luz corta de la camilla, avanzando en cámara lenta hacia una noche cada vez más cerrada. El sonido de las ruedas de la camilla empezaba a sustituir al de la orquesta afinando aunque cada vez era más tenue. 

Finalmente, la orquesta comenzó a ejecutar una de las más bellas composiciones de Juan Sebastian Bach, “Los Conciertos de Brandenburgo”. Y ahí pude, por fin, relajarme un buen rato escuchándolo hasta que el mismísimo Herbert Von Karajan, al que me costó reconocer con su bata de médico, como si de un torero preparado para ejecutar a un morlaco se tratara, clavó primero su mirada y luego la batuta en el mismo centro de mi entrecejo, penetrando hasta la última compuerta de mi delirio. 

Abrí los ojos súbitamente, como el que abre una persiana de un solo tirón mientras, empapado en sudor, gritaba ¡“Viva Perón Carajo”!

El Doctor Von Karajan dijo que todo iba bien y que estuviera tranquilo porque en unos momentos me empezaría a hacer efecto la anestesia que me acababan de administrar. 

Dos horas después la operación había sido un éxito pero jamás entendí qué pintaba Maradona en el quirófano lanzando bisturís a Esperanza Aguirre mientras ella daba vueltas en una diana circular de madera. 

El cuero le sienta taaaaan bien...

Suerte que sólo era una apendicitis. 

Todavía hoy me toco la cicatriz que aquella intervención dejó en mi entrecejo... y me acuerdo de mis abuelos. 

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