Desamparados al cumplir los 18 tras una infancia en exclusión y una adolescencia tutelada

Kevin González, Mariama Barry y Laura Sosa

Natalia G. Vargas

Las Palmas de Gran Canaria —

Mariama Barry huía de la violencia doméstica que sufrió en su casa cuando era menor de edad. Kevin González lo hacía de una familia desestructurada. Sus caminos se cruzaron en el centro de acogida de menores tinerfeño Nidra y, en ambos casos, la asociación lagunera Nahia, dedicada a la inserción sociolaboral de jóvenes en exclusión social o en riesgo de sufrirla, les salvó de la situación de desamparo a la que estaban abocados al cumplir los 18 años por quedar fuera del sistema de asistencia de menores. Seis años después, los dos viven en pisos de alquiler, han logrado hacerse un hueco en el mercado laboral y hacen voluntariado en la ONG que les libró de la calle y que, además, es una de las 134 entidades sociales que se quedaron sin las subvenciones deducidas de la X solidaria del IRPF por los duros requisitos establecidos por el Gobierno de Canarias para acceder a ellas. Su presidenta, Laura Sosa, afirma que “si en agosto no hay solución, tendrán que cerrar”.

Con 17 años, Kevin González decidió dar el paso y acudir a los servicios sociales para que le ayudaran a salir de casa. “Me resultó fácil saber cómo salir de ahí, porque desde pequeño estaba acostumbrado a la visita de trabajadores sociales a casa porque mis padres, mis cuatro hermanos y yo siempre estuvimos en riesgo de exclusión”. Primero fue atendido por el Centro de Atención Inmediata (CAI), donde valoraron su situación a través de una evaluación psicológica. Después, pasó al centro de menores donde comenzó a prepararse para la mayoría de edad aunque no de la forma que habría preferido. “Yo quería estudiar, pero veía que se me acababa el tiempo y quería asegurarme de que al salir del centro podría tener, al menos, un trabajo con el que ganarme el pan”, recuerda.

Techo, comida, ropa y transporte. “En los pisos tutelados, tienes todo lo básico cubierto”, cuenta González. Pero en el ámbito emocional y psicológico las carencias quedaron patentes. En este aspecto, fue fundamental la figura de Laura Sosa, psicóloga y entonces educadora del centro Nidra, y de la educadora social Lidia Martín, vicepresidenta de la asociación. “Son pilares para mí, me apoyan para que no me desvíe del camino y movieron cielo y tierra para que encontrara trabajo”, cuenta el joven tinerfeño.

Mariama Barry coincide con su compañero: “Sin Laura y Lidia yo no sé dónde estaría ahora”. Sin embargo, para ella fue más complicado dibujar un camino favorable hacia el futuro. “Ser mujer, negra e inmigrante no son ventajas aquí”, asevera. Barry nació en Guinea Conakry y se trasladó junto a su padre a Tenerife cuando tenía 13 años. La convivencia con él “no fue buena”, por lo que a los 17 años pidió ayuda para lograr salir del núcleo familiar y no volver.

Esperó a la mayoría de edad en el centro de menores. “Intenté estudiar, pero no me concentraba. Intenté trabajar, pero tampoco pude porque no tenía mucha experiencia”, confiesa. Para ella, el apoyo psicológico de Laura Sosa fue fundamental, ya que los profesionales del sistema de asistencia tenían “muchas personas a su cargo y no podían implicarse a fondo en cada caso”. Cuando cumplió los 18 fue trasladada a un piso de atención a víctimas de violencia de género y comenzó a integrarse en el mercado laboral rotando por distintos trabajos vinculados a la hostelería y al comercio. “Pedí ayudas, pero como no tenía hijos a cargo y había retirado la denuncia por malos tratos rechazaron mis solicitudes”, explica.

La dureza de los episodios que ambos sufrieron desde niños no les eximió del desamparo en el que el sistema los deja al cumplir 18 años. González confiesa que le llegaron a decir: “No me das lástima, eres un joven más que se ha quedado en paro. Seguro que algún trabajo te sale”. La única alternativa que le dieron y rechazó fue recurrir a un albergue. El trayecto no ha sido fácil, pero perciben el futuro con perspectiva. Tanto Kevin como Mariama quieren continuar con sus estudios y dedicarse a la administración. Algunos de los jóvenes con los que coincidieron en el centro de menores no han tenido la misma suerte. “Conozco casos en los que, como no logran trabajo, al cumplir 18 se ven obligados a volver a las casas de las que un día decidieron huir”, cuenta González. La alternativa: prostitución o venta de drogas. “Lo hacen para buscarse la vida, nadie desea verse metido en eso”, añade.

La asociación Nahia fue una de las once entidades sociales que se reunieron el 21 de mayo con la exconsejera de Políticas Sociales, Cristina Valido, para buscar alternativas que evitaran el cierre de los proyectos excluidos de las subvenciones del IRPF. Más de un mes después ninguna de las propuestas se ha hecho efectiva. Andar de la mano de la asociación Nahia justifica en gran medida su optimismo. “La labor que desempeñan al insertar a los jóvenes laboralmente permite recuperar lo que el Estado una vez nos dio y luego nos quitó”, narra Kevin. “A quienes hoy están viviendo lo que yo un día sufrí, les pido que no tiren la toalla. De todo se puede salir, cueste lo que cueste. Además, hay gente luchando para que no tengan que pasar por lo que muchas personas han pasado”, concluye Mariama.

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